Hay algo podrido en Washington – por Philip Giraldi

 

Scott Ritter es acosado por el FBI por pedir la paz mientras el Lobby de Israel desbarata las elecciones.

Una cosa que se puede decir de la Administración del Presidente Joe Biden es que casi todas las semanas hay algo nuevo y emocionante que comentar. La demencia galopante nos obsequió recientemente con el discurso de abdicación de Joe, de 11 minutos de duración, en el que anunció que no se presentaría a otro mandato como presidente. Balbuceó cómo daba el paso a pesar de su deseo de continuar. El presidente, de 81 años y últimamente más conocido por su decaído estado mental que le hace caerse por las escaleras, se sintió obligado a decir que cree que su trayectoria como presidente «merecía un segundo mandato», pero que «nada puede interponerse en el camino para salvar nuestra democracia». También afirmó que «soy el primer presidente en este siglo que informa al pueblo estadounidense de que Estados Unidos no está en guerra en ningún lugar del mundo», a pesar de que participa en una ocupación militar y en operaciones de combate en Siria, bombardea Yemen y lleva a cabo actividades antiterroristas en Irak, además de apoyar logísticamente y con inteligencia los grandes y crecientes conflictos de Ucrania y Gaza. Ha prometido a Israel que lo «defenderá» si es atacado, presumiblemente sin importar que el primer ministro Benjamin Netanyahu asesine o bombardee para provocar una guerra contra Líbano, Siria e Irán. Joe terminó celebrando la nominación de Kamala Harris como heredera designada al Despacho Oval tras despachar al problemático y asertivo Donald Trump, que presumiblemente es quien destrozará la Constitución estadounidense y «destruirá la democracia» si se le da la oportunidad de hacerlo.

Pero eso fue hace dos semanas. Más recientemente, el parque de atracciones del Potomac apuntó sus armas contra un importante crítico de las políticas del gobierno federal, sobre todo ejerciendo su proclividad a lanzar un montón de mentiras para convertir a cualquiera que ejerza su derecho a la libertad de expresión, recogido en la primera enmienda, en una especie de traidor al que hay que silenciar. Muchos argumentarían que si la Administración Biden tiene un gran fracaso, más allá de perder el control sobre la frontera sur del país, es el fracaso en la gestión de la política exterior estadounidense de tal manera que se evite iniciar o ampliar los conflictos internacionales existentes para convertirlos en grandes guerras. Si consideramos Ucrania y Gaza, dos conflictos que podrían haberse detenido o desescalado fácilmente si el Departamento de Estado hubiera dejado de actuar como cómplice de Volodymyr Zelensky y Benjamin Netanyahu y en su lugar hubiera desincentivado la continuación de los combates, los argumentos a favor de la implicación de Estados Unidos como antagonista son inexistentes. El pueblo estadounidense no se beneficia en modo alguno de ninguna de las dos guerras y las encuestas de opinión dejan claro que existe una considerable oposición popular a la carnicería que se está produciendo en ambos frentes.

El 7 de agosto se informó de que el FBI y la policía habían registrado la casa de Scott Ritter, a quien considero un amigo, en el estado de Nueva York, y que se habían llevado veinticinco cajas con documentos y dispositivos electrónicos de comunicación para examinarlos en el marco de una «investigación en curso». Scott, ex oficial de inteligencia del cuerpo de Marines, tiene credenciales antibelicistas que se remontan a antes de la guerra de Irak, cuando, como inspector de armas de las Naciones Unidas, declaró que Sadam Husein no tenía «armas de destrucción masiva» (ADM). El miedo a las ADM se promovía en Washington como la razón para atacar y desarmar a Irak. Scott fue puesto en la picota tanto por los principales medios de comunicación como por los neoconservadores del Pentágono y de la Casa Blanca, en su mayoría judíos (Paul Wolfowitz, Doug Feith, Richard Perle y Scooter Libby), que se dedicaron a fabricar información deliberadamente engañosa y a difundirla para animar al gobierno de George W. Bush a iniciar la guerra, cosa que hizo complacido. Sin embargo, Scott ha seguido siendo un eficaz tábano en cuestiones de guerra y paz desde entonces.

Ritter ya había tenido un encontronazo con el régimen de Biden en junio de 2024, cuando se encontraba en el aeropuerto de Nueva York preparándose para volar a Estambul de camino a San Petersburgo para asistir al prestigioso Foro Económico internacional que esa ciudad acoge anualmente. Un equipo de tres agentes del FBI le abordó cuando estaba a punto de embarcar en su avión y le confiscaron el pasaporte por orden del Departamento de Estado. No le dieron recibo del documento ni presentaron una orden judicial. No se dio ninguna razón para ello, y desde entonces Scott no ha podido recuperar su pasaporte.
La confiscación del pasaporte y ahora el registro domiciliario parecen estar relacionados con lo que se conoce como una investigación de la Ley de Registro de Agentes Extranjeros (FARA) de 1938. La FARA surgió justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, cuando se temía que los «agentes» de los gobiernos italiano y alemán estuvieran difundiendo su propaganda con demasiada libertad en Estados Unidos. En concreto, la FARA exige que las finanzas y relaciones de la organización extranjera afiliada estén abiertas a la inspección del Departamento de Justicia. Establece que «cualquier persona que actúe como agente, representante, empleado o sirviente, o que actúe de cualquier otro modo por orden, petición o bajo la dirección o control de un mandante extranjero». Quienes no revelen la información podrían ser sancionados con hasta cinco años de prisión y multas de hasta 250.000 dólares.

Sin duda, el gobierno de EE.UU. se ha mostrado agresivo en los últimos tiempos a la hora de exigir el registro en la FARA a otras naciones, así como a los estadounidenses que trabajan para potencias extranjeras. Ha habido varios casos destacados de FARA en las noticias. Las principales agencias de noticias rusas que operan en Estados Unidos se vieron obligadas a registrarse en 2017 porque estaban financiadas en gran parte o en parte por el Kremlin. Además, como parte de sus acuerdos con la fiscalía, el exdirector de la campaña de Trump Paul Manafort y el exasesor de Seguridad Nacional Michael Flynn reconocieron que habían incumplido la FARA cuando trabajaban como consultores con gobiernos extranjeros.

Mientras que el Departamento de Justicia persigue ahora a Scott Ritter utilizando la FARA presumiblemente porque es un crítico eficaz de las guerras de Joe Biden, hay algunos indicios de que otros elementos del aparato de seguridad del gobierno estadounidense están persiguiendo a otros que se han atrevido a oponerse a lo que la Casa Blanca y el Congreso han estado tramando. El 6 de agosto, mientras la candidata demócrata Kamala Harris se comprometía a defender «la libertad, la compasión y el Estado de derecho» entre vítores en Filadelfia, la ex congresista hawaiana y oficial de la Guardia Nacional Tulsi Gabbard describía cómo estaba siendo rastreada por equipos de agentes gubernamentales que la vigilaban a ella y a su marido cada vez que viajaban en avión. Alguaciles aéreos denunciantes filtraron cómo Gabbard había sido señalada como «amenaza terrorista doméstica» en el marco del llamado programa «Cielos Silenciosos». Sus tarjetas de embarque llevan la anotación SSSS, que la somete a registros de seguridad e interrogatorios adicionales. Su probable delito es oponerse a la guerra en Ucrania o, posiblemente, haber publicado recientemente un libro titulado «Por amor a la patria: Deja atrás al Partido Demócrata».

Mientras que el fiscal general Merrick Garland persigue activamente a estadounidenses por posibles violaciones de la ley FARA y de «terrorismo doméstico», se muestra extraña, pero previsiblemente reacio a perseguir al grupo de presión nacional estadounidense del gobierno extranjero más corrupto, que empequeñece a todos los demás en términos de flujo de dinero ilícito e impacto político. Se trata de un gobierno extranjero que recibe miles de millones de dólares al año en «ayuda» y otros beneficios del contribuyente estadounidense. Considérese, además, la posibilidad de que ese gobierno tome parte del dinero que recibe y lo recicle secretamente a grupos de ciudadanos estadounidenses en Estados Unidos que existen para mantener y aumentar ese flujo de dinero, al tiempo que sirven también a otros intereses del país receptor. Eso significaría que el propio Estados Unidos está subvencionando a los grupos de presión y a los grupos que inevitablemente trabajan en contra de sus propios intereses. Y también significa que esos grupos de presión, aunque sean ciudadanos estadounidenses, están actuando como agentes extranjeros, dando prioridad de forma encubierta a su vinculación con un país extranjero en lugar de con la nación en la que viven.

Me refiero, por supuesto, a Israel. No hace falta ser un observador brillante para darse cuenta de cómo Israel y sus aliados dentro de Estados Unidos se han vuelto muy hábiles ordeñando al gobierno de Estados Unidos a todos los niveles para obtener cada pizca de ayuda financiera, concesiones comerciales, armamento militar y cobertura política que sea posible obtener. El flujo de dólares, bienes y protección nunca se debate seriamente y, de hecho, a menudo es negociado directamente por el Congreso o las legislaturas estatales con los grupos de presión israelíes. Esta corrupción y manipulación del sistema gubernamental estadounidense por personas que son básicamente agentes extranjeros es algo así como una empresa criminal y uno sólo puede imaginar los gritos de indignación procedentes del New York Times si hubiera un acuerdo similar con cualquier otro país.

Recientes revelaciones sugieren que el engaño de Israel implica subvenciones pagadas de forma encubierta por organismos gubernamentales israelíes a grupos de Estados Unidos que, a su vez, recibían instrucciones del Estado judío, a menudo, entre otras cosas, perjudicando auténticos intereses estadounidenses. El lobby israelí también es conocido desde hace tiempo por su injerencia en las elecciones estadounidenses, que incluye el gasto de grandes sumas de dinero para expulsar a políticos que se quejan del Estado judío y de su comportamiento. La congresista progresista Cori Bush, crítica con Israel, fue destituida recientemente después de que su oponente recibiera 8 millones de dólares, y a principios de este año Jamaal Bowman perdió después de que se destinara la cifra récord de 15 millones de dólares a apoyar a otro candidato «amigo de Israel».

Muchos de los grupos que recibieron dinero israelí no revelaron los pagos, lo que constituye un delito grave. Al mismo tiempo, incluso el observador casual del gobierno en Washington notaría inevitablemente cómo los diversos amigos y apoderados de Israel, de manera única, han estado exentos de facto de cualquier regulación por parte del gobierno estadounidense. El último intento serio de registrar una gran entidad de lobby fue realizado por John F. Kennedy, que intentó que la organización predecesora del actual Comité Estadounidense Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC, por sus siglas en inglés) cumpliera la ley FARA. Kennedy fue asesinado antes de que pudiera completar el proceso y algunos han relacionado su muerte con los esfuerzos por registrar los elementos del lobby israelí y, al mismo tiempo, bloquear los intentos israelíes de desarrollar ilegal y secretamente armas nucleares.

Si se exige que todos los apoderados israelíes que juntos forman el Lobby de Israel se registren en la FARA, se podría empezar por el AIPAC, la Fundación para la Defensa de las Democracias (FDD) y el Instituto de Washington para la Política en Oriente Próximo (WINEP), pero habrá muchos, muchos más antes de que el trabajo esté hecho. Y está Cristianos Unidos por Israel (CUFI), que también ha recibido financiación y ayuda material directamente de Israel. Los cristianos fundamentalistas que anteponen los intereses de Israel a los de su propio país necesitan por fin que les hagan sonar las campanas.

Uno bien podría sugerir que la Administración Biden deje de acosar a los estadounidenses de a pie que ejercen su derecho a la libertad de expresión para criticar guerras innecesarias y, en su lugar, persiga al lobby israelí, que es un factor que contribuye en gran medida a que esas guerras tengan lugar. También estaría bien acabar con la hipocresía que rodea todo lo que tiene que ver con Israel en Washington. El país no es ninguna democracia, ningún aliado, y es un criminal de guerra de primera división con posiblemente cientos de miles de palestinos muertos como prueba de sus inclinaciones genocidas. Varios cientos de congresistas vitoreando al criminal de guerra Benjamin Netanyahu no cambian eso. Aparte de cualquier otra cosa, que Estados Unidos esté implicado en sostener y dar cobertura a la matanza de miles de inocentes mientras persigue a sus propios ciudadanos que dicen «¡No lo harás!» es una abominación.

Philip Giraldi, 8 de agosto de 2024

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Philip M. Giraldi, Ph.D., es Director Ejecutivo del Council for the National Interest, una fundación educativa deducible de impuestos 501(c)3 (Número de Identificación Federal #52-1739023) que busca una política exterior estadounidense en Oriente Medio más basada en los intereses. Su página web es councilforthenationalinterest.org, su dirección es P.O. Box 2157, Purcellville VA 20134 y su correo electrónico es inform@cnionline.org.

Fuente: https://www.unz.com/pgiraldi/there-is-something-rotten-in-washington/

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