Sin fronteras no hay democracia (Europa hacía una descomposición de la autoridad de las naciones)

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En los últimos años, la autoridad moral de la Unión Europea (UE) ha comenzado a ser cuestionada con frecuencia. Hoy es la coalición de partidos políticos italianos, que están a punto de formar gobierno, la que critica el comportamiento de la UE. Matteo Salvini, líder de uno de estos partidos, la Liga Norte, ha declarado no estar dispuesto a ser un “esclavo de Bruselas“. Sentimientos similares se han expresado en diversos puntos del continente europeo. Para responder a estas críticas, los líderes de la UE han desencadenado una Kulturkampf, o Guerra Cultural, contra sus oponentes.

El frente más activo de la Guerra Cultural Europea se centra en la polémica acerca de la soberanía, sobre si la nación debe ser valorada o menospreciada. Sin embargo, no es solo la autoridad, el estatus y las fronteras de una nación lo que están en tela de juicio: también se cuestiona la autoridad de los padres, el papel de la familia y el de la religión. El enfoque mundialista y antitradicionalista, que impregna las instituciones de la UE, considera que el legado histórico de la civilización occidental está obsoleto y necesita modernizarse. Y sus inclinaciones federalistas han inspirado una verdadera crupozada contra los partidos y movimientos políticos que se niegan a aceptar la visión mundialista de la UE.

El enfoque mundialista que impregna las instituciones de la UE, considera que el legado histórico de la civilización occidental está obsoleto

Los defensores ideológicos de la oligarquía de la UE arremeten sin contemplaciones contra partidos y movimientos que muestren apego a sus valores y tradiciones nacionales. Y las personas que participan en estos movimientos son tachadas frecuentemente de xenófobas, homofóbas y racistas. En su vocabulario, “populista” se ha convertido en un insulto que se arroja contra quienes osan cuestionar las políticas de la UE. La palabra populismo se usa para condenar a esas personas, retratándolas como moralmente inferiores. Así, los populistas y los euroescépticos, es decir, las personas que cuestionan las políticas o la autoridad de las instituciones de la UE, no son considerados adversarios políticos sino enemigos que deben ser aplastados.

Por ejemplo, en un discurso pronunciado en Berlín en noviembre de 2010, Herman van Rompuy, entonces presidente del Consejo del Consejo de la UE, afirmó que “el euroescepticismo conduce a la guerra” y concluyó su alocución con un grito de guerra: “tenemos que combatir el peligro del nuevo euroescepticismo”. En su argumentación, el euroescepticismo incita a la guerra porque estimula inevitablemente el renacimiento del nacionalismo agresivo. En este discurso, van Rompuy criticó el nacionalismo como peligroso y repudió el concepto de soberanía nacional por ser una “mentira”.

Durante la última década, los líderes de la UE han desencadenado una verdadera Guerra Santa contra el populismo y su defensa de las sensibilidades nacionales. Dirigentes de la UE, como Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, parecen creer que la lucha contra el populismo conlleva una especie de obligación religiosa de librar una Guerra Santa. Al declarar que “debemos luchar contra el nacionalismo” y “cortar el paso al populismo“, intenta evocar recuerdos asociados a la justa lucha contra el fascismo.

Uno de los rasgos característicos de la Guerra Santa de la UE contra el populismo es el tono tan agresivo que adopta hacia sus críticos. La antropóloga social británica, Maryon Macdonald entrevistó a altos funcionarios de la UE en Bruselas, concluyendo que existen serios límites al tipo de críticas que podían formularse contra ellos. Cualquier crítica de fondo a la UE acarreaba ser condenado, por definición, como extremista de derecha. En 2005 Macdonald escribió: “Desde la década de los 70 en Europa resulta cada vez más difícil criticar a la UE sin ser retratado como un loco fascista de derecha, racista o nacionalista, un desconsiderado con los demás, o simplemente un idiota provinciano inglés“.

El tono histriónico adoptado por la oligarquía de la UE refleja la fragilidad de los fundamentos normativos sobre los que se asienta esta institución

La reacción agresiva de Juncker a los euroescépticos indica que las observaciones de Macdonald de 2005 son hoy todavía más pertinentes para comprender la dinámica de la Kulturkampf europea. Es imprescindible señalar que la desbocada retórica antipopulista de los altos funcionarios de la UE es un síntoma de su actitud defensiva e insegura. El tono histriónico adoptado por los defensores del enfoque cultural de la oligarquía de la UE es una expresión sublimada de la fragilidad de los fundamentos normativos sobre los que se asienta esta institución.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los partidarios del federalismo europeo siempre estuvieron preocupados por la débil base normativa sobre la que asentaba su proyecto. Conscientes del déficit de legitimidad de la UE, sus líderes se han vuelto inseguros y se han puesto a la defensiva para no reconocer abiertamente la debilidad de su autoridad. Por eso han adoptado ese tono tan agresivo y hostil hacia sus críticos y, por este mismo motivo, han llegado a considerar la lealtad y el apego de los pueblos europeos a sus diferentes naciones como un problema que deben eliminar.

Las fronteras en el punto de mira

Para la oligarquía de la UE, la migración masiva a Europa es bienvenida porque indirectamente refuerza su cruzada contra las naciones. Es importante señalar que uno de los motivos por los que la burocracia de la UE ha alentado la inmigración a Europa es su efecto transformador de las culturas nacionales. La apertura de las fronteras devalúa el estatus privilegiado del ciudadano, lo que a su vez debilita el orgullo y el sentido de afiliación nacional de las personas y sirve para desnacionalizar la vida pública.

Uno de los motivos por los que la burocracia de la UE alienta la inmigración a Europa es su efecto transformador de las culturas nacionales

La defensa de la inmigración como un instrumento de ingeniería social fue esbozada claramente por Juncker, cuando declaró que “las fronteras son la peor invención jamás hecha por los políticos“. Vinculó su condena de las fronteras con la exigencia de apoyar a los inmigrantes. Con su comentario, Juncker no pretendía simplemente mostrar solidaridad con los inmigrantes. Su crítica de las fronteras ponía de manifiesto su hostilidad hacia la idea de soberanía nacional y hacia quienes la apoyan. “Debemos luchar contra el nacionalismo“, dijo, “[y] cortar el paso a los populistas“.

La animosidad de Juncker hacia las fronteras se inspira mucho más en el odio al Estado Nacional que en el amor a los inmigrantes. La política de inmigración de la UE que surgió bajo su presidencia tiene como objetivo privar a las naciones europeas del derecho a determinar su propia política de inmigración. Implica imponer cuotas a los estados miembros y privar a los gobiernos nacionales de la autoridad para controlar el flujo de inmigrantes en su sociedad. Se trata, en definitiva, de diluir la soberanía del Estado-nación.

La animosidad de Juncker hacia las fronteras se inspira mucho más en el odio al Estado Nacional que en el amor a los inmigrantes

El desprecio de la UE por las fronteras nacionales está estrechamente relacionado con su intento de convertir la diversidad en el valor fundamental de esta institución. Se promueven la diversidad y el multiculturalismo aceptando como base que la sociedad abierta a la inmigración se beneficiará con toda probabilidad de la mezcla de culturas e ideas. Y es cierto que la interacción entre culturas e ideas puede aportar beneficios a la sociedad. Sin embargo, la perspectiva cambia completamente cuando se utiliza la diversidad como un mero instrumento para el cambio. En tales circunstancias, puede convertirse en un arma política que se utiliza para eludir los deseos y objetivos del público y, en última instancia, el papel de los ciudadanos en la toma de decisiones.

Para Juncker, debilitar las fronteras nacionales es provechoso porque sirve a su proyecto de federalismo europeo. Desde esta perspectiva, la diversidad sirve de antídoto contra el nacionalismo. Más específicamente, la diversidad, que fomenta la proliferación de identidades, conlleva la descomposición de la autoridad de la nación. Su principal logro es lo que Bruselas llama la europeización de la identidad nacional, un concepto diseñado para distanciar a las personas de su afiliación nacional. La meta final de este proyecto es la desnacionalización de la identidad política.

En la UE se anima a las minorías, las regiones, los géneros, las razas y las religiones a reforzar sus identidades; la única excepción a esta regla es la identidad nacional

La burocracia de la UE ha promovido activamente la política de la identidad. Sin embargo, es necesario puntualizar que la exaltación de la identidad por parte de la UE no incluye la afiliación nacional que puedan sentir las personas. Se anima a las minorías, las regiones, los géneros, las razas y las religiones a reforzar sus identidades; la única excepción a esta regla es la identidad nacional. El sentimiento de pertenencia a una nación es la única identidad que no tiene cabida en esa propaganda de la diversidad que lleva a cabo la UE.

En la UE, el valor de la diversidad no alcanza a la defensa de los ideales asociados con la diversidad de las naciones. Muy al contrario, este valor de la diversidad se utiliza frecuentemente para socavar la identidad nacional. La diversidad es aceptable… siempre que no se encuentre vinculada a la sensibilidad nacional. Según las directivas de la UE, toda forma de diversidad es aceptable… salvo la diversidad de naciones. Y, por supuesto, cualquiera de nosotros que todavía conserve algún resto de identidad nacional, será acusado de ser un populista anticuado.

La utilización de la inmigración como herramienta para debilitar la soberanía nacional es una estrategia completamente destructiva: provoca caos e incertidumbre cultural

Esta conversión de la diversidad en un mero instrumento antinacional al servicio de la ingeniería social, debería hacer a los europeos desconfiar de la retórica con la que se aborda actualmente el debate sobre el sentido de las fronteras y la nacionalidad. La utilización de la inmigración como herramienta para debilitar la soberanía nacional constituye una estrategia completamente destructiva: provoca caos e incertidumbre cultural.

Por supuesto que se puede sostener un razonamiento ilustrado a favor de la libertad de movimiento de las personas. Pero tal razonamiento también debe defender la soberanía nacional y reconocer el estatus de la cultura nacional imperante. Debe ratificar el estatus privilegiado de ciudadanía y asumir que son solo los ciudadanos quienes tienen la potestad de decidir la política migratoria de su nación.

La indiferencia y el desprecio de la UE hacia las instituciones nacionales y el estilo de vida de cada nación es una incitación a una permanente guerra cultural. Las fronteras no solo son necesarias para controlar los movimientos de las personas, también sirven para marcar el espacio dentro del cual los ciudadanos pueden ejercer sus derechos democráticos. La democracia debe tener una base territorial; de lo contrario, la relación entre los ciudadanos y sus representantes deja de tener sentido. Lo que está en juego en esta Guerra Cultural sobre las fronteras y la soberanía nacional es crucial: se trata en última instancia de quién decide nuestro futuro.

La soberanía está profundamente enraizada en la historia de Europa y constituye uno de sus principales valores. Son aquellos que defienden este valor de la soberanía quienes encarnan el verdadero espíritu de Europa… no los oligarcas tecnócratas que dirigen las instituciones de la UE.

Frank Furedi, 25 mayo 2018

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