Contrahistoria de la Guerra Fría – por Bruno Guigue

Soviet Union and USA flag together, with dried soil texture

De Ucrania al asunto Skripal, de Siria al Russiagate, la actualidad ofrece una ración diaria de lo que bien podríamos denominar «la nueva guerra fría». Como en los buenos viejos tiempos, el mundo se divide en buenos y malos y sufrimos una avalancha impresionante de propaganda. Esto no es nuevo. Para acreditar una amenaza soviética suspendida como la espada de Damocles sobre las democracias occidentales, se propagó en repetidas ocasiones, hasta los años 80, que el arsenal militar de la URSS era claramente superior al de Estados Unidos. Pero era totalmente falso. «Durante todo ese período, señala Noam Chomsky, se desplegaron grandes esfuerzos para presentar a la Unión soviética más fuerte de lo que era realmente y dispuesta a aplastarlo todo. El documento más importante de la Guerra Fría, el NSC-68 de abril de 1950, intentaba disimular la debilidad soviética que el análisis relevaba, con el fin de dar la imagen deseada del Estado esclavista que perseguía implacablemente el control absoluto de todo el mundo» (Año 501. la conquista continúa). Esta amenaza sistemática era claramente una ficción. El arsenal soviético siempre fue inferior al de sus adversarios. Los dirigentes de la URSS nunca tuvieron la intención de invadir Europa Occidental y todavía menos de «conquistar el mundo». De hecho la carrera armamentista –y especialmente del armamento nuclear- es una iniciativa típicamente occidental, una especie de aplicación del dogma liberal de la competencia económica al asunto militar. Es por eso que esta competición mortífera –en la que rozamos el Apocalipsis atómico al menos una vez en octubre de 1962- fue la cantinela mantenida por Washington desde el día siguiente de la victoria aliada sobre Alemania y Japón.

Cínicamente el campo occidental tenía dos buenas razones para provocar esta competencia: la guerra había extenuado a la URSS (27 millones de muertos, 30 % del potencial económico destruido) y había enriquecido fantásticamente a EE.UU. (50 % de la producción industrial mundial en 1945). Forjada por la guerra, esta supremacía económica sin precedentes creó las condiciones de una política exterior agresiva. Por supuesto esta política tenía un disfraz ideológico: la defensa del «mundo libre», de la democracia y de los derechos humanos contra el «totalitarismo soviético». Por otra parte se pueden comparar esas motivaciones democráticas con el apoyo multiforme de Washington, en el mismo período, a las dictaduras de derecha más sanguinarias. Pero esta política imperialista, de conformidad con la doctrina forjada por George Kennan en 1947 (contener al comunismo) tenía un objetivo inconfesable: el agotamiento progresivo de la URSS –duramente castigada por la invasión de Hitler- en una competición militar en la que el sistema soviético tuvo que dilapidar los medios que podría haber dedicado al desarrollo. Hay que reconocer que esa política dio sus frutos desde Harry Truman (1945-1952) hasta George W. H. Bush (1988-1992).

Superada por un capitalismo occidental que se beneficiaba de condiciones muy favorables tras la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética abandonó el escenario en 1991 al final de una competición perdida de antemano. Sin embargo parece que no ha cambiado nada y la Guerra Fría, actualmente, sigue con más fuerza. Casi 30 años después de la desaparición de la URSS la hostilidad occidental hacia Rusia no se debilita. «De Stalin a Putin», un relato que transpira la buena conciencia occidental y atribuye todos los defectos al campo contrario, incriminando a una potencia maléfica cuya resistencia produce una amenaza irresistible sobre el mundo presuntamente civilizado. Como si el enfrentamiento Este-Oeste debiera sobrevivir totalmente al poder comunista, nos obstinamos en señalar a la Rusia actual como una especie de enemigo sistémico, el imperio del mal soviético que simplemente se ha repintado con los colores rusos por necesidades de la causa.

Según las élites dirigentes occidentales hay que creer que Moscú sigue siendo Moscú y que la amenaza que viene del Este resiste a los cambios políticos. Con comunismo o sin él, la agenda geopolítica del «mundo libre» continúa siendo antirrusa. En un sentido, los rusófobos de hoy piensan como el general De Gaulle, que detectaba la permanencia de la nación rusa bajo el barniz soviético. Pero esas obsesiones del ogro moscovita le llevaron a conclusiones diametralmente opuestas. Visionario, ferozmente apegado a la idea nacional, el fundador de la V República encontraba en esa permanencia una buena razón para dialogar con Moscú. Los rusófobos contemporáneos, por el contrario, ven el pretexto de un enfrentamiento sin fin. De Gaulle quería superar la lógica de los bloques apaciguando las tensiones con Rusia, mientras que estos mantienen esas tensiones con el fin de unir al bloque occidental en el odio a Rusia.

El discurso dominante en Occidente durante la primera «Guerra Fría» (1945-1990) atribuía la responsabilidad del conflicto al expansionismo soviético y a la ideología comunista. Pero si la Guerra Fría continúa hoy, es la prueba de que ese discurso mentía. Si el comunismo era responsable de la Guerra Fría, el hundimiento del sistema soviético habría acabado con ese enfrentamiento y el mundo habría pasado la página de un conflicto atribuido –sin razón- a la incompatibilidad entre ambos sistemas. Pero no es nada de eso. Rusia ya no es comunista y el Occidente sometido por Washington la acusa incluso de los peores horrores, expulsa a sus diplomáticos con falsos pretextos, le inflige sanciones económicas, ejerce presión militar en sus fronteras, bombardea a sus aliados de Oriente Medio y le adjudica incluso el poder maquiavélico de hacer que se elija a un candidato de su elección a la Casa Blanca.

Este renacimiento de la histeria antimoscovita es tanto más significativa en cuanto que sucede en un decenio, los años 90, cuando la tónica geopolítica era muy diferente. Pero esa época pasó. Terminó la época en la que la Rusia decadente de Boris Yeltsin (1991-2000) tenía la simpatía del «mundo libre». Sometida a la «terapia de choque» liberal, se colocó en la órbita occidental. La esperanza de vida de la población retrocedió diez años, pero este detalle importa poco. Rusia se unió al mundo maravilloso de la economía de mercado y la democracia al estilo occidental. Su equipo dirigente recibía los dividendos de una rendición que le valió su adopción por Occidente. Por desgracia para este último, esa luna de miel acabó a principios de los años 2000, ya que Rusia levantó la cabeza. Con Vladimir Putin recobró su soberanía y defendió sus intereses nacionales. Acabando con los «oligarcas», recuperó el control de los sectores claves de su economía –en particular la energía– que miraban con avidez los tiburones de las finanzas globalizadas.

Este renacimiento inesperado provocó la indignación en Occidente. Una vez pasado el paréntesis providencial –desde el punto de vista occidental- de la era Yeltsin, la «contención» del comunismo ha recuperado su servicio bajo la forma de una satanización frenética de Rusia. Mientras prometió lealtad a los occidentales, la Rusia debilitada de los años 90 no los ofendía, se integró en la ley común de las naciones que miraban, muy sabiamente, hacia el lado de las barras y estrellas. Pero cuando se liberó de esa tutela, la Rusia desemborrachada de Vladimir Putin suscitó una agresividad poco habitual. Como en los tiempos de la Guerra Fría se vuelve a acusar a Moscú de todos los males. Una interminable letanía invadió de nuevo los medios del «mundo libre». Amenaza sistémica para el mundo occidental, peligro mortal para sus intereses, fermento corrosivo para sus valores, gran bruto que solo entiende la fuerza, Estado canalla impermeable al código de conducta de las naciones civilizadas: todos los matices del repertorio reaparecieron.

Concentrado de todos los tópicos rusófobos ese discurso belicista, desgraciadamente, no fue solo un discurso. Desde hace 15 años Estados Unidos organiza deliberadamente un enfrentamiento global con Moscú que tiene dos características: ningún presidente de EE.UU. ha hecho excepción y se despliega en tres frentes principales. Como obliga el complejo militar industrial, en primer lugar es sobre el terreno de la carrera de armamento donde Washington desencadenó las hostilidades. En 1947 Estados Unidos quería «contener» el comunismo encerrando a la URSS en una red de alianzas defensivas (OTAN, OTASE, Pacto de Bagdad). En los años 90 la URSS ya no existe. Sin embargo la política estadounidense continúa igual y la Alianza Atlántica sobrevive milagrosamente a la amenaza que supuestamente debía conjurar. Peor, Washington extiende unilateralmente la OTAN hasta las fronteras de Rusia, violando el compromiso tomado con Gorbachov que aceptó la reunificación de Alemania a cambio de la promesa de no extender la Alianza Atlántica alrededor de la frontera soviética.

Esta ofensiva geopolítica de la OTAN tenía obviamente un coralario militar. En primer lugar la instalación, en los nuevos Estados miembros de Europa oriental, de un escudo antimisiles estadounidense. Impensable en tiempos de la URSS, ese dispositivo suspendió sobre Moscú la amenaza de un primer golpe y eliminó cualquier acuerdo de desarme nuclear. Después la multiplicación de las maniobras militares conjuntas en las fronteras occidentales de la Federación Rusa, del Báltico al mar Negro. Sin olvidar, por supuesto, el telón de fondo de esta demostración de fuerza, el colosal presupuesto militar de EE.UU. representa la mitad de los gastos militares mundiales, superando en 2018 los 700.000 millones de dólares. En aumento constante, equivale a nueve veces el de Rusia (13 veces si tenemos en cuenta el presupuesto militar de la OTAN). En cualquier caso, lo esencial de los nuevos gastos acrecienta la capacidad de proyección de las fuerzas y no tiene ningún carácter defensivo, conforme con la doctrina del «ataque preventivo» fijada por los neoconservadores desde 2002. En ese terreno nada detiene la progresión y Donald Trump anunció, en julio de 2018, que creará una «fuerza espacial» distinta del US Air Force para evitar que los rusos y los chinos dominen ese nuevo escenario de operaciones.

Después de la carrera armamentista, la desestabilización del «extranjero próximo» fue el segundo frente abierto por EE.UU. y sus vasallos contra Moscú. Al fomentar el golpe de Estado en Ucrania (febrero de 2014) pretendían desgajar ese país de su poderoso vecino con el fin de aislar más a Rusia a raíz de las «revoluciones de colores» que se desarrollaron en Europa oriental y el Cáucaso. Desde 2014 Ucrania está presa de una crisis interna gravísima. El golpe de Estado llevó al poder a una camarilla ultranacionalista cuya política humilla a la población rusófona de las regiones orientales. Esta provocación deliberada de las autoridades usurpadoras de Kiev, apoyadas por grupos neonazis, ha empujado a los patriotas de Donbass a la resistencia y la secesión. Pero ningún tanque ruso pisa territorio ucraniano y Moscú siempre privilegia una solución negociada de tipo federal. La OTAN estigmatiza y sanciona a Rusia por su política con respecto a Ucrania, mientras que el único ejército que mata a los ucranianos es el de Kiev, dirigido por las potencias occidentales. En este «extranjero próximo» (concepto de la política rusa que incluye a todos los antiguos miembros de la Unión soviética, N. de T.), está claro que es Occidente el que desafía de manera insultante a Rusia en sus fronteras y no a la inversa. ¿Qué diría Washington su Moscú hiciera maniobras militares con México y Canadá y provocase abiertamente la desestabilización del norte estadounidense?

Tras la carrera armamentista y la desestabilización del «extranjero próximo», fue en el terreno sirio donde Washington emprendió la obstaculización de Moscú. El proyecto de desestabilización de Oriente Medio se remonta en realidad a principios de los años 2000. El antiguo comandante en jefe de las fuerzas de Estados Unidos en Europa, el general Wesley Clark, revela el contenido de un memorando clasificado del Pentágono procedente de la oficina del secretario de Defensa Donald Rumsfeld: «Decía que íbamos a atacar y destruir los gobiernos de siete países en cinco años: comenzaríamos por Irak, después iríamos a Siria, a Líbano, Libia, Somalia, Sudán y finalmente Irán». Clark señala también el verdadero objetivo de los neoconservadores del Pentágono: «Querían que desestabilizásemos Oriente Medio y lo volviésemos del revés para que finalmente cayera bajo nuestro control» (citado por F. William Engdahl, Le charme discret du djihad [El discreto encanto de la yihad] Demilune, 2018). Esta estrategia secreta tenía el objetivo –y aún lo tiene- de desmenuzar los Estados en una miríada de entidades étnicas y religiosas rivales, débiles y manipulables a voluntad.

La realización de ese programa implica la destrucción o el desmembramiento de Estados soberanos de la región, en particular de los que persisten en su rechazo a alinearse en el eje Washington-Tel Aviv. El intento de destrucción del Estado laico sirio, principal aliado árabe de la URSS después de Rusia, constituye la última vicisitud de esta estrategia de la que Afganistán, Irak, Sudán, Libia y Yemen también han pagado el precio –y siguen subiendo los daños hoy-. Para llegar a sus fines, el imperio del caos orquestó una violencia generalizada que tenía el objetivo de desestabilizar a los Estados recalcitrantes –como Siria- al tiempo que le proporcionaba el pretexto de una intervención militar –directa o indirecta- presuntamente destinada a erradicar el terrorismo. En suma, la estrategia de los «neocons» está dirigida a mantener el terrorismo mientras hace como que lo combate y Washington saca provecho de la situación en ambos escenarios, cualquier avance del terrorismo justifica la presencia armada de EE.UU. y cualquier derrota infligida al terrorismo acredita su firmeza contra esas fuerzas malvadas.

Pero este extraordinario juego de manos estratégico tuvo su campo de ensayo en la organización de la yihad antisoviética en Afganistán desde finales de los años 70. El asesor de Seguridad Nacional de Jimmy Carter, Zbigniew Brzezinski, organizó el reclutamiento de yihadistas procedentes de todo el mundo y los llevó ilegalmente hasta Afganistán vía Pakistán. El objetivo inconfesable de esta maniobra era crear un «Vietnam soviético». Washington hizo subir la tensión en Afganistán con el fin de forzar a la URSS a intervenir a favor del Gobierno procomunista de Kabul. Procedente de la aristocracia polaca, Brzezinski estaba obsesionado con la Unión soviética. Teorizó la estrategia estadounidense consistente en desestabilizar el «cinturón verde» (musulmán) bordeando el flanco sur de Rusia. A sus ojos, los yihadistas rebautizados «luchadores por la libertad» constituían los soldados elegidos para una «guerra santa» contra el comunismo ateo. Moscú cayo en la trampa de Washington y ese error le costaría muy caro. Para llevar a buen fin la desestabilización del Gobierno afgano, las estrategias de la CIA se apoyaron en el poder financiero saudí, que enviaba a las bandas armadas sumas faraónicas. Finalmente, la logística de la yihad antisoviética pasa por la mediación de Osama bin Laden, cuya organización proporcionaba un canal de reclutamiento de los combatientes que fluían del mundo musulmán. A principios de los años 80, el dispositivo terrorista que pronto sería conocido como Al-Qaeda, por lo tanto, fue creado, coordinado y patrocinado por el eje Washington-Riad.

En realidad la «Guerra Fría» nunca terminó. La carrera frenética de armamentos, la desestabilización del «extranjero próximo» y el caos organizado en el «cinturón verde» que recorre el flanco sur de Rusia, son tres frentes abiertos por los estrategas de Washington desde los años 2000 para relanzar el enfrentamiento Este-Oeste. Esta empresa hegemónica es una obra de largo aliento que prolonga la estrategia de «contención» definida por George Kennan desde 1947. Este enfrentamiento justifica permanentemente un esfuerzo militar del cual el presidente Eisenhower incluso no tenía idea cuando alertaba a la opinión estadounidense de los peligros del «complejo militar-industrial». Apegado a su sueño de hegemonía planetaria, Estados Unidos compensan hoy con un activismo por todas partes el declive de su economía y el hundimiento de su modelo de sociedad. Unida a la alianza china-rusa y rusa-iraní, la resistencia victoriosa de Siria ha administrado una lección a los belicistas de Washington.

Estados Unidos se jacta de haber ganado la primera Guerra Fría. Que gane también la segunda es poco probable. Como la precedente, la ha declarado para imponer al resto del mundo el modelo liberal que le garantice desde 1945 un acceso privilegiado a las materias primas y a los mercados mundiales. Pero el éxito económico de China y el renacimiento de Rusia son adoquines monumentales arrojados al charco de esta hegemonía moribunda. Y las letanías sobre la «democracia» y los «derechos humanos» acabarán cansando a todos los que ven el uso que hace de ellos el «Doctor Strangelove» de Washington.

Bruno Guigue, 10 septiembre 2018

Fuente original

Fuente español (Traducido del francés para Rebelión por Caty R.)

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