Quien no es Putin?

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El fantasma de un maligno Vladimir Putin se ha extendido y ha socavado el pensamiento estadounidense sobre Rusia durante al menos una década. Henry Kissinger merece reconocimiento por haber advertido contra esta imagen tan distorsionada del líder ruso desde el año 2000, aunque quizás sólo haya sido entre políticos prominentes estadounidenses: “La demonización de Vladimir Putin no es una política. Es una excusa para no tener una”.

Pero Kissinger también estaba equivocado. Washington ha elaborado muchas políticas fuertemente influenciadas por la demonización de Putin; un vilipendio personal que supera con creces cualquier otro que se haya aplicado a los líderes comunistas durante los últimos días de la Rusia soviética. Esas políticas se extendieron desde las crecientes quejas a principios de la década del 2000 hasta guerras indirectas entre EE.UU. y Rusia en Georgia, Ucrania, Siria y, finalmente, incluso en el interior del país, con las acusaciones del Russiagate. De hecho, los responsables políticos adoptaron un planteamiento anterior del difunto senador John McCain como parte integrante de una nueva y más peligrosa Guerra Fría:

“Putin [es] un imperialista ruso no reconstruido y un apparatchik de la KGB… Su mundo es un lugar brutal y cínico… Debemos evitar que la oscuridad del mundo del Sr. Putin se extienda sobre la humanidad”.

Los principales medios de comunicación han desempeñado un papel importante en esta demonización. De manera nada atípica, el editor de la página editorial del Washington Post escribió:

“A Putin le gusta hacer que los cuerpos brinquen… Gobernar a través del miedo es algo soviético, pero en este caso no hay ideología, sólo una mezcla nociva de engrandecimiento personal, xenofobia, homofobia y antiamericanismo primitivo”.

En la actualidad, publicaciones y escritores de renombre se degradan rutinariamente al competir para denigrar “la flacidez musculosa” del “pequeño demonio gris llamado Vladimir Putin“. Hay cientos de estos ejemplos, si no más, a lo largo de muchos años. Vilipendiar al líder de Rusia se ha convertido en un canon en la narrativa ortodoxa estadounidense de la nueva Guerra Fría.

Como con todas las instituciones, la demonización de Putin tiene su propia historia. Cuando apareció por primera vez en la escena mundial como sucesor designado por Boris Yeltsin, en 1999-2000, Putin fue recibido por destacados representantes del establishment político-mediático estadounidense. El corresponsal en jefe del New York Times en Moscú y otros verificadores informaron que el nuevo líder de Rusia tenía un “compromiso emocional para construir una democracia fuerte”. Dos años después, el presidente George W. Bush alabó su cumbre con Putin y “el comienzo de una relación muy constructiva”.

Pero la narrativa amigable hacia Putin pronto se convirtió en un implacable ataque contra él. En 2004, el columnista del Times Nicholas Kristof explicó inadvertidamente el porqué, al menos parcialmente. Kristof se quejó amargamente de haber sido “engañado por el Sr. Putin. Él no es una versión sobria de Boris Yeltsin”. En 2006, un editor del Wall Street Journal que expresaba la opinión reformada del establishment, declaró que “es hora de que empecemos a pensar en la Rusia de Vladimir Putin como un enemigo de los Estados Unidos”. El resto, como dicen, es historia.

¿Quién ha sido realmente Putin durante sus muchos años en el poder? Es posible que tengamos que dejar esta gran y compleja cuestión a los futuros historiadores, cuando dispongamos de materiales para un estudio biográfico completo, es decir, memorias, documentos de archivo, y otros. Aun así, a los lectores les sorprendería saber que los propios historiadores, intelectuales políticos y periodistas de Rusia ya discuten públicamente y difieren considerablemente en cuanto a las “ventajas y desventajas” del liderazgo de Putin. (Mi propia evaluación está más o menos en el término medio.)

En Estados Unidos y en otras partes de Occidente, sin embargo, sólo se contabilizan supuestos “pormenores” en el vilipendio extremo, o el anticulto, contra Putin. Se ha desinformado sustancialmente sobre muchos éstos y están basados en fuentes altamente selectivas o no verificadas, así como motivados por agravios políticos, incluyendo los de varios oligarcas de la era Yeltsin y sus agentes en Occidente.

Si identificamos y examinamos, aunque sea brevemente, los “pormenores” principales que sustentan la demonización de Putin, podemos entender al menos quién no es él:

Putin no es el hombre que, tras llegar al poder en 2000, “desdemocratizó” la democracia rusa establecida por el presidente Boris Yeltsin en los años 90 y restauró un sistema similar al ” totalitarismo ” soviético. La democratización comenzó y se desarrolló en la Rusia soviética bajo el último líder soviético, Mijail Gorbachov, en los años 1987 a 1991.

En repetidas ocasiones, Yeltsin infligió golpes graves, posiblemente mortales, a ese histórico experimento ruso. Entre otras cosas, al utilizar tanques, en octubre de 1993, para destruir el parlamento libremente elegido de Rusia y con él todo el orden constitucional que había hecho presidente a Yeltsin: al librar dos guerras sangrientas contra la pequeña provincia separatista de Chechenia. Al permitir que un pequeño grupo de oligarcas conectados con el Kremlin saqueara los bienes más ricos de Rusia y contribuyera a hundir a dos tercios de su pueblo en la pobreza y la miseria, incluidas las otrora grandes y profesionalizadas clases medias soviéticas. Al amañar su propia reelección en 1996. Y al promulgar una constitución “superpresidencial”, a expensas del poder legislativo y judicial, pero en beneficio de su sucesor. Puede que Putin haya promovido esta desdemocratización de los años 90 de Yeltsin, pero no la inició.

Putin tampoco se convirtió entonces en un zar o en un “autócrata” al estilo soviético, lo que significa un déspota con poder absoluto para convertir su voluntad en política. El último líder del Kremlin con ese tipo de poder fue Stalin, que murió en 1953, y con él su terror generalizado de 20 años de duración. Debido a una creciente rutina burocrática del sistema político-administrativo, cada líder soviético sucesivo tenía menos poder personal que su predecesor. Puede que Putin tenga más, pero si realmente fuera un autócrata de “sangre fría y despiadado”, “el peor dictador del planeta”, no habrían aparecido decenas de miles de manifestantes en repetidas ocasiones en las calles de Moscú, a veces con autorización oficial. Ni se emitirían sus protestas (y arrestos selectivos) en la televisión estatal.

Los politólogos coinciden en gran medida en que Putin ha sido un líder “autoritario suave” que gobierna un sistema que tiene componentes autoritarios y democráticos heredados del pasado. No están de acuerdo en cómo especificar, definir y equilibrar estos elementos, pero la mayoría también estaría de acuerdo en gran medida con una breve publicación en Facebook, el 7 de septiembre de 2018, del eminente diplomático-especialista Jack Matlock:

“Putin… no es el dictador absoluto que algunos han imaginado. Su poder parece estar basado en equilibrar varias redes de patrocinio, algunas de las cuales siguen siendo criminales. Por lo tanto, no puede admitir públicamente que [los actos criminales] ocurrieron sin su aprobación, ya que esto indicaría que no está completamente a cargo”.

Putin no es un líder del Kremlin que “venera a Stalin” y cuya “Rusia es una sombra vandálica de la Unión Soviética de Stalin. Estas afirmaciones son tan descabelladas e ignorantes respecto al régimen de terror de Stalin, a Putin y a Rusia en la actualidad, que apenas merecen ser comentadas. La Rusia de Stalin estaba a menudo tan cerca de la falta de libertad como se podría imaginar. En la Rusia de hoy, aparte de las diferentes libertades políticas, la mayoría de los ciudadanos son más libres que nunca para vivir, estudiar, trabajar, escribir, hablar y viajar. (Cuando los demonizadores vocacionales como David Kramer alegan una “espantosa situación en materia de derechos humanos en la Rusia de Putin”, se les debería preguntar: ¿En comparación a qué época de la historia rusa, o a qué otro lugar del mundo de hoy en día?)

Putin entiende claramente que millones de rusos tienen y a menudo expresan sentimientos proestalinistas. Sin embargo, su papel en estas controversias que aún persisten sobre la reputación histórica del déspota ha sido, de una manera sin precedentes, el de un líder antiestalinista. Como una breve ilustración, si Putin venerara la memoria de Stalin, ¿por qué su apoyo personal hizo posible que finalmente se erigieran dos monumentos (el excelente Museo Estatal de Historia del Gulag y el muy evocador “Muro de la Aflicción”) que conmemoran a las millones de víctimas de este tirano, ambos en el centro de Moscú? Este último monumento conmemorativo fue propuesto por primera vez por el entonces líder del Kremlin Nikita Jruschov, en 1961. No se construyó bajo ninguno de sus sucesores -hasta Putin, en 2017.

Putin tampoco creó el “sistema económico cleptocrático” de la Rusia postsoviética, con su corrupción oligárquica y demás corrupción generalizada. Esto también tomó forma bajo Yeltsin durante los esquemas de “privatización” de la terapia de choque del Kremlin de los años 90, cuando surgieron realmente los “estafadores y ladrones” que siguen siendo denunciados por la oposición de hoy en día.

Putin ha adoptado una serie de políticas “anticorrupción” a lo largo de los años. El éxito que han tenido es objeto de un debate legítimo. Al igual que el poder que ha tenido para frenar completamente a los oligarcas de Yeltsin y a los suyos, y lo sincero que ha sido. Pero marcar a Putin como “cleptocrático” tampoco tiene contexto y es poco más que una demonización apenas informada.

Un libro académico reciente encuentra, por ejemplo, que si bien pueden ser “corruptos”, Putin “y el equipo económico tecnocrático liberal del que depende también han administrado hábilmente la fortuna económica de Rusia“. Un ex director del FMI ha ido más lejos, al concluir que el actual equipo económico de Putin no “tolera la corrupción” y que “Rusia ocupa ahora el puesto 35 de 190 en la clasificación “Doing Business” del Banco Mundial. Ocupaba el puesto 124 en 2010″.

Visto en términos humanos, cuando Putin llegó al poder en el 2000, alrededor del 75 por ciento de los rusos vivían en la pobreza. La mayoría había perdido incluso los legados más modestos de la era soviética: sus ahorros de toda la vida, sus prestaciones médicas y otras prestaciones sociales, sus salarios reales, sus pensiones, sus ocupaciones y, en el caso de los hombres, su esperanza de vida, que había caído muy por debajo de los 60 años de edad. En sólo unos pocos años, el “cleptócrata” Putin había movilizado suficiente riqueza para deshacer y revertir esas catástrofes humanas y poner miles de millones de dólares en fondos de emergencia que protegieron a la nación en los diferentes tiempos difíciles que se avecinaban. Nosotros podemos juzgar este logro histórico como queramos, pero es por eso que muchos rusos todavía llaman a Putin “Vladimir el Salvador”.

– Lo que nos lleva a la acusación más siniestra contra él: Putin, entrenado como “un matón de la KGB”, ordena regularmente el asesinato de periodistas incómodos y enemigos personales, como un “jefe de Estado de la mafia”. Este debería ser el axioma demonizador más fácil de descartar, porque no hay evidencia real, o apenas lógica, que lo apoye. Y sin embargo, es omnipresente. Los redactores y columnistas del Times (y no sólo ellos) caracterizan a Putin como un “matón” y a sus políticas como “de matón” tan a menudo -a veces subiendo el tono a “matón autocrático“- que la práctica puede ser especificada en algún manual interno. No es de extrañar que tantos políticos también la practiquen de manera rutinaria, como lo hizo recientemente el senador Ben Sasse:

“Deberíamos decirle al pueblo estadounidense y al mundo que sabemos que Vladimir Putin es un matón. Es un ex agente de la KGB que es un asesino”.

Pocos líderes del mundo moderno han sido tan malinterpretados, o de forma tan regular. Sasse no “sabe” realmente nada de esto. Él y los demás lo beben de resmas de influyentes relatos de los medios de comunicación que acusan plenamente a Putin mientras entierran un “pero” anulador con respecto a las pruebas reales. Así hace otro columnista del Times: “Me doy cuenta de que esta evidencia es sólo circunstancial y carece de pruebas. Pero es uno de los muchos patrones sospechosos”. Esto también es un “patrón” periodístico cuando es Putin el involucrado.

Dejando de lado a otros líderes mundiales con carreras previas menores o mayores en los servicios de inteligencia, los años de Putin como oficial de inteligencia de la KGB en la entonces Alemania Oriental fueron claramente formativos. Muchos años después, a la edad de 65 años, todavía habla de ellos con orgullo. Independientemente de lo que contribuyera esa experiencia, hizo de Putin un ruso europeizado, un parlante fluido del alemán y un líder político con una notable y demostrada capacidad para retener y analizar con frialdad una amplia gama de información. (Lea o vea algunas de sus largas entrevistas.) No es un mal rasgo de liderazgo en tiempos muy difíciles.

Además, ningún biógrafo serio trataría sólo un periodo de la larga carrera pública de un sujeto como definitivo, como lo hacen los demonizadores de Putin. ¿Por qué no en el período posterior a su salida de la KGB en 1991, cuando se desempeñó como diputado del alcalde de San Petersburgo, entonces considerado uno de los dos o tres líderes más democráticos de Rusia? ¿O los años inmediatamente posteriores en Moscú, donde vio de primera mano el alcance total de la corrupción de la era Yeltsin? ¿O sus años posteriores, cuando aún era relativamente joven, como presidente?

En cuanto a ser un “asesino” de periodistas y otros “enemigos”, la lista ha crecido hasta llegar a decenas de rusos que murieron, en su país o en el extranjero, por causas infames o naturales, todas ellas atribuidas reflexivamente a Putin. Nuestra sagrada tradición es que la carga de la prueba recae en los acusadores. Los acusadores de Putin no han provisto ninguna; sólo suposiciones, insinuaciones y declaraciones mal traducidas por Putin sobre el destino de los “traidores”. Los dos casos que establecieron firmemente esta práctica difamatoria fueron los de la periodista de investigación Anna Politkovskaya, que fue asesinada a tiros en Moscú en 2006, y Alexander Litvinenko, un oscuro y antiguo desertor de la KGB vinculado a los oligarcas de la era Yeltsin, que murió en Londres en 2006 por envenenamiento por radiación.

Ni una pizca de pruebas reales apunta a Putin en ninguno de los dos casos. El editor del periódico de Politkovskaya, la devota independiente Novaya Gazeta, sigue creyendo que su asesinato fue ordenado por funcionarios chechenos, cuyos abusos de derechos humanos estaba investigando. En cuanto a Litvinenko, a pesar de las frenéticas afirmaciones de los medios de comunicación y de una “audiencia” similar a una farsa que sugería que Putin era “probablemente” responsable, todavía no hay pruebas concluyentes sobre si el envenenamiento de Litvinenko fue intencional o accidental. La misma escasez de pruebas se aplica a muchos casos posteriores, en particular el del asesinato del político de la oposición Boris Nemtsov, “[lejos] de la vista del Kremlin”, en 2015.

En cuanto a los periodistas rusos, hay, sin embargo, una estadística significativa y pasada por alto. Según el Comité Estadounidense para la Protección de Periodistas, hasta 2012, 77 habían sido asesinados; 41 durante los años de Yeltsin, 36 bajo Putin. En 2018, el total era de 82; 41 bajo Yeltsin, el mismo bajo Putin. Esto sugiere fuertemente que el aún parcialmente corrupto sistema económico postsoviético, no Yeltsin ni Putin personalmente, condujo al asesinato de tantos periodistas después de 1991, la mayoría de ellos reporteros de investigación. La ex esposa de un periodista que se cree que fue envenenado concluye lo mismo:

“Muchos analistas occidentales atribuyen la responsabilidad de estos crímenes a Putin. Pero la causa es más probable que sea el sistema de responsabilidad mutua y la cultura de impunidad que comenzó a formarse antes de Putin, a finales de la década de 1990”.

– Más recientemente, hay otra alegación más: Putin es un fascista y supremacista blanco. Al parecer, la acusación la hacen principalmente personas que desean desviar la atención del papel que desempeñan los neonazis en la Ucrania respaldada por los Estados Unidos. No cabe duda de que Putin la considera como una difamación maliciosa; y de hecho en la superficie es, para decirlo de modo excesivamente cortés, totalmente desinformada. ¿De qué otra manera explicar las solemnes advertencias del senador Ron Wyden, en una audiencia del 1 de noviembre de 2017, sobre “la actual dirección fascista de Rusia”? Un joven erudito desmanteló recientemente la casi inexplicable propuesta de esta tesis de un profesor de la Universidad de Yale. Mi propio enfoque es compatible, aunque diferente.

Sean cuales sean los defectos de Putin, la acusación “fascista” es absurda. Nada en sus declaraciones durante casi 20 años en el poder se asemeja al fascismo, cuya creencia central es un culto a la sangre basado en la afirmación de la superioridad de una etnia sobre todas las demás. Como jefe de un vasto estado multiétnico, que abarca decenas de grupos diversos con una amplia gama de colores de piel, tales declaraciones o actos relacionados de Putin serían inconcebibles, si no es que suicidios políticos. Es por eso que hace un llamamiento interminable a la armonía en “toda nuestra nación multiétnica” con su “cultura multiétnica”, como lo hizo una vez más en su discurso de reinauguración en 2018.

Rusia tiene, por supuesto, pensadores y activistas de la supremacía blanca y fascista, aunque muchos han sido encarcelados. Pero un movimiento fascista de masas es poco factible en un país donde tantos millones de personas murieron en la guerra contra la Alemania nazi, una guerra que afectó directamente a Putin y que claramente dejó una marca formativa en él. Aunque nació después de la guerra, su madre y su padre apenas sobrevivieron a las heridas y enfermedades casi mortales, su hermano mayor murió en el largo asedio alemán de Leningrado, y varios de sus tíos perecieron. Sólo las personas que nunca han sufrido una experiencia así, o que son incapaces de imaginarla, pueden conjurar a un Putin fascista.

Hay otro hecho indicativo, fácilmente comprensible. Ningún rastro de antisemitismo es evidente en Putin. Poco notado aquí, pero ampliamente reportado tanto en Rusia como en Israel, la vida de los judíos rusos es mejor bajo Putin que nunca en la larga historia de ese país.

– Finalmente, al menos por ahora, está la acusación de demonización ramificada de que, como líder de la política exterior, Putin ha sido excesivamente “agresivo” en el extranjero. En el mejor de los casos, se trata de una afirmación que depende “del cristal con que se mira”, y medio ciega. En el peor de los casos, justifica lo que incluso un ministro de Asuntos Exteriores alemán calificó de “belicismo” de Occidente contra Rusia.

En los tres casos ampliamente citados como ejemplos de la “agresión” de Putin, las pruebas, citadas durante mucho tiempo por mí y por muchos otros, apuntan a instigaciones dirigidas por Estados Unidos, principalmente en el proceso de expansión de la alianza militar de la OTAN desde finales de la década de 1990, desde Alemania hasta las fronteras de Rusia en la actualidad. La guerra ruso-estadounidense en Georgia en 2008 fue iniciada por el presidente de ese país, respaldado por Estados Unidos, a quien se había alentado a aspirar a ingresar en la OTAN. La crisis de 2014 y la subsiguiente guerra por delegación en Ucrania fueron el resultado de un esfuerzo de larga data para incorporar a ese país a la OTAN, a pesar de la civilización compartida de las grandes regiones con Rusia. Y la intervención militar de Putin en Siria en 2015 se realizó en base a una premisa válida: o bien quedaría el presidente sirio Assad en Damasco o el terrorista Estado islámico; y en base a la negativa del presidente Barack Obama de unirse a Rusia en una alianza anti-ISIS. Como resultado de esta historia, Putin es visto a menudo en Rusia como un líder tardíamente reactivo en el extranjero, y no como un líder suficientemente “agresivo”.

Implícitos en el axioma “Putin es agresivo” hay otros dos. Uno es que Putin es un líder neosoviético que busca restaurar la Unión Soviética a expensas de los vecinos de Rusia. Obsesivamente se le cita de modo equivocado como si hubiera dicho en 2005: “El colapso de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, aparentemente por encima de dos guerras mundiales. Lo que en realidad dijo fue “una gran catástrofe geopolítica del siglo XX”, como lo fue para la mayoría de los rusos.

Aunque a menudo critica al sistema soviético y a sus dos líderes formativos, Lenin y Stalin, Putin, como la mayoría de su generación, naturalmente sigue siendo en parte una persona soviética. Pero lo que dijo en 2010 refleja su perspectiva real y la de muchos otros rusos: “Aquellos que no lamentan el colapso de la Unión Soviética no tienen corazón, y aquellos que sí lo lamentan no tienen cerebro.”

El otro subaxioma falaz es que Putin siempre ha sido “antioccidental”, específicamente “antiestadounidense”, ha “siempre visto a Estados Unidos” con “sospechas ardientes“. Una simple lectura de sus años en el poder nos dice lo contrario. Putin, un ruso occidentalizado, llegó a la presidencia en el año 2000 en la tradición aún vigente de Gorbachov y Yeltsin, con la esperanza de una “amistad y asociación estratégicas” con Estados Unidos. De ahí su abundante ayuda, después del 11 de septiembre, a la guerra de Estados Unidos en Afganistán. Eso explica su plena asociación en los clubes de los principales líderes de EE.UU. y Europa, hasta que creyó que Rusia no sería tratada como un igual y que la OTAN se había acercado demasiado a sus fronteras.

Teniendo en cuenta todo lo que ha sucedido durante las últimas dos décadas -especialmente lo que Putin y otros líderes rusos perciben que ha sucedido- sería notable que sus puntos de vista sobre Occidente, especialmente sobre Estados Unidos, no hubieran cambiado. Como dijo en 2018: “Todos cambiamos“. Algunos años antes, Putin admitió de manera notable que inicialmente tenía “ilusiones” sobre la política exterior, sin especificar cuáles. Quizás se refería a esto, pronunciado a finales de 2017:

“Nuestro error más grave en las relaciones con Occidente es que confiamos demasiado en ustedes. Y su error es que tomaron esa confianza como debilidad y abusaron de ella”.

Si mi refutación de los axiomas de la demonización de Putin es válida, ¿dónde nos deja eso? Ciertamente, no con una apología de Putin, sino con la pregunta: “¿Quién es Putin?” A los rusos les gusta decir: “Que la historia le juzgue”, pero dados los peligros de la nueva Guerra Fría, no podemos esperar.

Al menos podemos empezar con algunas verdades históricas. En el año 2000, un hombre joven y poco experimentado se convirtió en el líder de un vasto Estado que se había desintegrado precipitadamente, o “colapsado”, dos veces en el siglo XX -en 1917 y de nuevo en 1991- con consecuencias desastrosas para su pueblo. Y en ambos casos, había perdido su “soberanía” y, por lo tanto, su seguridad de manera fundamental.

Estos han sido temas recurrentes en las palabras y acciones de Putin. Son el punto de partida para su comprensión. Nadie puede dudar de que ya es el “estadista” más significativo del siglo XXI, aunque esa palabra rara vez, o nunca, se le aplica en Estados Unidos. ¿Y qué significa “significativo”? Incluso sin los pseudopuntos en contra antes mencionados, una evaluación equilibrada incluirá los puntos válidos.

Por ejemplo, en casa, ¿era necesario fortalecer y expandir la “vertical” del Kremlin por todo el resto del país para volver a unir a Rusia? ¿No debería haberse dado la misma prioridad al experimento histórico con la democracia? En el extranjero, ¿no había alternativas a la anexión de Crimea, incluso teniendo en cuenta las amenazas percibidas? ¿Y el liderazgo de Putin no hizo realmente nada para despertar los temores en los pequeños países de Europa del Este que han sido víctimas durante siglos de Rusia? Estas son sólo algunas de las preguntas que podrían dar resultados negativos junto con las ventajas merecidas de Putin.

Cualquiera que sea el enfoque, quienquiera que haga una evaluación equilibrada debería hacerlo, parafraseando a Spinoza, no para demonizar, no para burlarse, ni mofarse, ni para odiar, sino para comprender.

Stephen F. Cohen, 20 septiembre 2018

Fuente

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Sobre el autor : Stephen F. Cohen es profesor emérito de estudios rusos, historia y política en las universidades de Nueva York y Princeton. Un editor colaborador de Nation, su reciente libro, Destinos Soviéticos y Alternativas Perdidas: Desde el Estalinismo hasta la Nueva Guerra Fría, está disponible en tapa blanda de Columbia University Press

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