Una superstición típica de nuestro tiempo es pensar que el hombre es un lobo para la Naturaleza y la está destruyendo. Unos científicos acaban de sacarse de la manga la teoría de estamos en una nueva era geológica: el Antropoceno y que somos letales para la Tierra.
Leo en El Mundo que un grupo de científicos ha decretado que ya no vivimos, como hasta los años 50, en el familiar Holoceno, sino que hemos pasado de era geológica mientras no nos damos cuenta y nos hemos plantado en el Antropoceno, la época en la que la actividad del hombre ha alterado notablemente la faz, la fauna y la atmósfera de la Tierra.
Quiere la mitología moderna que el gran pecado de Galileo, por el que fue condenado a arresto domiciliario y obligado a retractarse, fue el de desbancar al hombre del centro del universo creado. Que el sacerdote Nicolás Copérnico publicara sin problemas su De revolutionibus orbium coelestium con la misma tesis es un pequeño obstáculo a tan poética tesis, pero no hay nada perfecto en esta vida.
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Lo gracioso del asunto es que es el pensamiento moderno, ese mismo que cree poner al creyente en algún apuro señalando que somos una mota insignificante en el cosmos, es el primero en hacer de la contemplación de su propio ombligo una disciplina olímpica.
No es ni siquiera el hombre en sí lo que el moderno pone en el centro de todas las cosas, sino a sí mismo, al propio moderno, incluyendo el tiempo en que vive. Siempre he sospechado que ese ejemplo de lysenkoísmo occidental, de ciencia por decreto-ley, el Cambio Climático, tiene mucho de vanidad cronológica: si tiene que llegar el Fin del Mundo, ha de ser mientras yo viva.
Siempre me asombró, cuando estudiaba Historia, cómo a nuestra Transición, un puñado de años, se dedicaba casi tanto espacio como a los casi mil años del Medievo, y aunque una justificación es la mayor abundancia de fuentes, no creo que sea la única o la principal razón. Algo semejante sucedió cuando, al cambiar de siglo, se eligió Imagine como mejor canción del milenio que terminaba.
Sinceramente, dudo que el jurado hubiera oído las estampidas de Raimbaut de Vaqueiras con la debida atención o que dedicara al Plaisir d’Amour la misma atención que a las banales tonadillas modernas. Un ciudadano de principios del siglo XXI no tiene ninguna autoridad para juzgar todo el milenio.
Hay algo singularmente estúpido en ese retrato de nuestro planeta, rebautizado como Gaia en honor a la diosa griega, como una frágil damisela a merced del poderoso y depredador Homo sapiens
Pensaba en estas cosas hace unos días, cuando la Tierra se estremeció solo un poco, como un animal que se rasca, y murieron dos centenares de personas en Italia y varios pueblos fueron destruidos. Reflexioné que hay algo singularmente estúpido en ese retrato de nuestro planeta, rebautizado como Gaia en honor a la diosa griega, como una frágil damisela a merced del poderoso y depredador Homo sapiens, cuando siempre me ha parecido, muy al contrario, que debemos ser algo así como los ácaros del globo, que apenas nos advierte y que puede destruirnos sin pensar.
La arrogancia cronológica es uno de los rasgos de nuestro tiempo, el uso de la actualidad misma como argumento definitivo para evaluar un aserto. Cuando preguntar al primer ministro canadiense Justin Trudeau, epítome de todo lo que está mal en esta época, por qué su gabinete tenía idéntico número de mujeres que de hombre, toda su respuesta -convenientemente aplaudida y jaleada- fue: “¡Porque estamos en 2015!”. Bueno, ahora estamos ya en 2016, debería cambiarla.
Todos hemos oído una y mil veces la condena de un acto que se acompaña del asombro de que algo así suceda “en pleno siglo XXI” (a veces se les va el santo al cielo y dicen XX), sin advertir de lo ridículo que veríamos leer en una crónica medieval al copista comentando que “algo así no tiene cabida en pleno siglo XI”.
El error del hombre contemporáneo es contemplar la historia como si se hallase en la cima de una montaña y desde ella pudiera juzgar a toda la humanidad que le ha precedido, sin advertir que si ahora le parecen desfasados, ridículos o falaces los planteamientos, ideas, usos y códigos de otros tiempos, lo mismo parecerán los suyos a las generaciones venideras. Que no está, en fin, en cima alguna, sino en un punto más de una línea que no sabemos cuántos siglos más durará.
Así que, con permiso de esos científicos de los que habla El Mundo, para mí el Antropoceno ese puede esperar, que yo pienso seguir viviendo en el Holoceno tan ricamente.