Turismo: la decadencia del mundo moderno – por Xavier Bartlett
Mi intención primera era comparar el antiguo mundo de los viajes y los viajeros con el fenómeno social y económico del turismo moderno para demostrar que hoy en día apenas hay vivencia ni experiencia, sino simplemente una especie de gigantesco parque temático multicolor repartido por varios rincones del planeta.
Introducción
Contra todo lo que nos puedan decir o vender, cada vez parece más evidente que estamos involucionando, convirtiéndonos en una especie de robots biológicos fáciles de manipular y controlar, sin ninguna vida interior. Tales robots no saben nada de sí mismos, pero mientras tanto buscan ansiosamente respuestas y estímulos en el mundo exterior, un mundo lleno de atracciones y maravillas. Esto se puede ver claramente cuando llega ese periodo del año llamado “vacaciones” y que suele coincidir con los meses más cálidos en el hemisferio norte. En efecto, esto nos conduce a ese fenómeno social de masas llamado “turismo”, que muy poco o nada tiene que ver con el antiguo espíritu de los viajes y los viajeros. Sin ánimo de ser exhaustivos, vamos a ver las enormes diferencias que separan a ambos conceptos, aunque a primera vista pudieran parecer casi sinónimos.
El turismo es un negocio
Es bien evidente que el turismo de masas es un fenómeno moderno, que apenas tiene un siglo de vida. Antes, la población no se desplazaba a grandes distancias, a menos que fuera una necesidad imperiosa, generalmente por motivos económicos. Por supuesto, eso no era turismo, sino emigración, como aún existe en nuestros días. El viaje por puro placer o por un afán explorador estaba reservado a personas con medios económicos o a aventureros. Pero llegó la sociedad industrial, el tremendo avance de los medios de transporte y la posibilidad de que las clases obreras y medias tuvieran un pequeño excedente de dinero para consumir. Una vez juntados estos elementos, quedó claro que había un gigantesco público potencial en la mayoría de naciones civilizadas e industrializadas que podía realizar viajes tanto a lugares próximos como más o menos lejanos, puesto que no sólo tenían dinero sino que tenían “vacaciones”, esto es, un periodo de tiempo libre garantizado por el estado para poder disponer de éste como quisiesen.
A partir de ahí, y con la generalización y abaratamiento de los medios de transporte bastante seguros –trenes, barcos, autocares y sobre todo aviones– se hizo posible montar un negocio global capaz de mover a muchos millones de personas, en los meses de verano principalmente, llevándolos de un lado a otro del planeta y ofreciéndoles las maravillas de lugares distantes por un módico precio. Por tanto, el turismo es una industria en toda regla y está basada en el beneficio económico que se extrae de él. De hecho, hay bastantes países en el mundo cuya bonanza económica depende parcial o totalmente de su industria turística… entre ellos España. En este contexto, el país entero es susceptible de convertirse en una cosa, un producto, una mercancía, incluyendo el sol, las playas, los campos, los monumentos, los alimentos… hasta las personas. En suma, una simple operación de compra-venta.
Por el contrario, el clásico viaje de los tiempos antiguos (o hasta hace no demasiado, por lo menos hasta el siglo XIX) nunca fue un negocio para nadie, porque –a menos que el viaje estuviera motivado por fines básicamente comerciales[1]– no había realmente un beneficio o interés material por ninguna de las partes, ni por el viajero ni por los pobladores locales que lo recibían. El viaje no se hacía para “descansar del trabajo”, ni para comer compulsivamente, ni para tomar el sol, ni para dormir bajo una hamaca ni para hacer compras sin parar. ¿Hace falta seguir?
El turismo se mueve en la masificación
Esto es tan obvio que casi no merece comentario. El resultado de tener un amplio espectro de la población con capacidad económica para pagarse un viaje durante las vacaciones es que millones de personas de los países del Primer Mundo se desplazan en las mismas fechas a los mismos lugares de forma masiva. Esto impacta en primer lugar en aglomeraciones muy poco agradables en estaciones de tren o en aeropuertos, con problemas de todo tipo. Eso por no hablar de los que se lanzan a la carretera en su vehículo para llegar su destino vacacional en las mismas fechas. Colas interminables, atascos, retrasos, nervios, impaciencia, accidentes…
Y aunque el mundo es muy grande y la oferta turística también, los destinos turísticos principales no lo son tanto y vayas donde vayas vas a encontrar una marea multicolor de personas que han escogido la misma opción. Entonces no es de extrañar que en muchos sitios haya mucha más gente durante el periodo vacacional que durante el resto del año, si bien algunos de ellos tienen público masivo prácticamente todo el año de forma ininterrumpida. Y desde luego, no es muy agradable visitar enclaves tan bellos como Venecia, por ejemplo, en pleno mes de agosto (lo sé por triste experiencia…). Esto no por no hablar de cómo se sienten los “indígenas” al verse invadidos en su propia ciudad o pueblo por mareas de gente durante varios meses del año o incluso todo el año.
Frente a esto, el antiguo viaje era una pequeña aventura personal en la cual el viajero se iba moviendo sólo o con escasa compañía por países más o menos poblados pero no topaba con avalanchas de extranjeros como él allá por donde fuese. Esto, para bien o para mal, facilitaba el contacto directo con el paisaje, las poblaciones y la gente nativa y –si la recepción no era hostil– permitía que el viajero disfrutara a su antojo de ese país sin más prisas ni molestias más que las propias de las condiciones del viaje emprendido.
El turismo promueve la vulgaridad y el aborregamiento
Más o menos en línea con lo anterior, se puede decir que la masificación comporta una vulgarización del viaje. De hecho, el turismo se ha convertido en un lucrativo negocio masivo porque ha captado a las clases populares, pero ello exige ofrecerles un producto de su gusto. Esto ha facilitado que el verano y el turismo se hayan convertido en una misma cosa: un entretenimiento fácil y vulgar, generalmente en un contexto de buen clima, que procura principalmente que el turista se lo pase bien y no piense en otra cosa. Por esto, a la gran mayoría de los viajes se les da un tono lúdico con sol, agua, buena comida, diversión para los niños, visitas a espacios naturales o culturales[2], etc. Se trata de que todo el mundo haga lo mismo y “compre” una cierta imagen del país; en realidad un conjunto de eslóganes y tópicos.
Esto por no mencionar cierto turismo masivo hedonista diseñado principalmente para los jóvenes y que a veces se denomina turismo de borrachera. Básicamente consiste en precios bajos, discoteca, gamberradas, ligoteo, borracheras, playa, excesos de todo tipo… lo que los anglosajones llaman sintéticamente “las tres S”: sex, sun & sand (o sea, sexo, sol y arena). A lo que habría que añadir una cuarta “S”: sangría.
Y esta vulgaridad generalizada traspasa la esfera de los propios viajes y llega a los medios de comunicación (sobre todo la televisión), que aprovechan el verano para ofrecer típicos programas estivales llenos de tópicos a mansalva sobre los destinos vacacionales y las actividades lúdico-festivas, aparte de introducir una generosa ración de cotilleos sobre el descanso de los famosos. Obviamente, se trata de vender un estilo de vida “popular” y confortable, y de hacernos creer que la mariscada en el chiringuito playero es poco menos que el summum de los placeres.
Por supuesto, nada de esto existía en el tiempo de los antiguos viajeros. No había consignas, ni ideas preconcebidas, ni rutas prefabricadas, ni atracciones para pasar el rato. Cada viajero podía abordar el viaje como quisiese, y en la gran mayoría de los casos el contacto con otra realidad foránea le aportaba un gran enriquecimiento personal, un auténtico descubrimiento de culturas, paisajes, costumbres…
Por desgracia, toda esa magia de los viajes se perdió y sólo queda su recuerdo en los viejos libros. Precisamente, la literatura de los viajes nació como resultado del encuentro espontáneo entre el viajero y la tierra lejana, y gracias a poetas, escritores, científicos y aventureros podemos tener hoy una fascinante perspectiva de un mundo que ya no existe, y que ellos apenas podían describir con poco más que sus palabras y sus dibujos.
El turismo refuerza el valor de lo material y la posición social
Como resulta obvio, pagarse unas vacaciones está alcance de la mayoría de bolsillos, porque la oferta es muy diversa y procura que nadie se escape de su rato de felicidad, pero no es menos obvio que el dinero, la cantidad que una persona puede gastarse en esas vacaciones, marca bien las diferencias. Quien posee un alto status económico y social veranea en lugares privilegiados, carísimos y exclusivos, con toda clase de lujos y servicios del más alto nivel, y generalmente con bastante tranquilidad y privacidad. A continuación vienen los que pueden gastar mucho en viajes por todo el planeta en excelentes hoteles y con múltiples comodidades pero ya en un escalón inferior. Y así sucesivamente, en categorías cada vez más bajas, con destinos más cercanos y más trillados, con hoteles simplemente correctos, etc. Y ahí seguiríamos bajando hasta el turista low-cost o el que apenas puede salir de su ciudad para pasar unos días en un camping.
El turismo, como bien de consumo, marca pues las diferencias económicas y sociales entre la población, crea envidias, deseos y necesidades, pone la miel en los labios a los que menos tienen y se convierte en una meta material por la que una persona o familia se dejará la piel trabajando duro todo el año. Por supuesto, nada de esto existía en el tiempo de los antiguos viajeros, cuando éstos debían adaptarse a lo que encontraban en cada región o país, esto es, cuando no había lujos ni comodidades en países lejanos y exóticos. En esos tiempos el viajero no tenía como meta “vivir a cuerpo de rey” en un país lejano sino descubrir un mundo completamente nuevo y tal vez hacer fortuna si se daban las condiciones para ello. En suma, el viaje del pasado no hacía demasiadas distinciones entre bolsillos o clases sociales.
El turismo promueve la homogeneización de hábitos y conductas
En contra de lo que pudiera parecer, el turismo no siempre es el mejor medio para conocer la diversidad del mundo, o al menos, no ya en nuestro tiempo. Ciertamente el turista se desplaza a un país “extranjero”, con otra lengua, moneda, gastronomía, costumbres, etc. pero en cierto modo sigue sin salir de su mundo, porque la globalización (entendida como occidentalización del planeta) ha comportado en gran medida la implantación de un modelo único de turismo como producto o servicio. El turista debe tener las mínimas sorpresas e incomodidades, y también todo debe ser más fácil para los receptores del turismo masivo, pues con el dinero no se juega. Y no es muy difícil ver en los países más diversos las mismas cadenas hoteleras, las mismas franquicias, las mismas empresas de coches de alquiler, etc. En efecto, cada vez más las diferencias entre países se van limando, sobre todos en los lugares más turísticos, porque ello facilita el trasvase de gente y la actividad económica y comercial.
Esto hace que en la práctica, la casi totalidad del turismo funcione de manera controlada y programada. El turista antes de salir de su casa ya sabe prácticamente todo lo que hará y visitará, cuándo, cómo, y dónde. La homogeneización turística es más que evidente: no hay que más comprobar en qué consisten los típicos packs vacacionales que se venden en todo el mundo, que más estandarizados no pueden estar. Asimismo, podemos ver que las instalaciones turísticas cada vez se parecen más, que los souvenirs de los distintos países –y sus correspondientes tiendas– tienen un aire muy semejante (y bastante kitsch)[3] o que los productos que puedes adquirir en el extranjero apenas son distintos de los tuyos, porque el mundo está globalizado. Y dejo aparte algunas aberraciones como la venta de sombreros de mariachi en tiendas de souvenirs de las Ramblas de Barcelona. Muy typical Spanish, sin duda. En fin, la gente llega a los países con una maleta cargada de tópicos y se va –en su mayor parte– reforzada con esos tópicos… ¡incluso cuando son falsos! Y bueno, supongo que también hay una agenda global detrás de todo eso…
Lo cierto es que la mayoría de turistas actuales proviene aún del mundo occidental y están acostumbrados a un cierto tipo de hábitos y rutinas (y nivel de vida) y no es cuestión de someterlos a un golpe extremo de realidad exótica, sobre todo cuando se desplazan a países del Tercer Mundo. Exotismos, los justos. ¿Qué no soportas la comida de país que visitas? No te preocupes, en hotel tendrás comida internacional y sin duda habrá alguna sucursal de las famosas franquicias yanquis de hamburgueserías… como la que hay en la esquina de tu calle. Aunque, si uno se lo propone, y en particular cuanto menos organizado esté el viaje, más podrá sumergirse en la cultura local, en sus costumbres y formas de vida genuinas, huyendo intencionadamente de los lugares más civilizados (“internacionales”) para experimentar espontáneamente eso que llaman la diversidad cultural.
No obstante, existe un sector de población que ni siquiera está interesado en el escaso mestizaje cultural que se ofrece, ni tiene inquietudes intelectuales o emocionales hacia el país que visitan. Esto llegado a un punto extremo produce un turismo perverso que se organiza en torno a una especie de islotes culturales, prácticamente cerrados. Me refiero a urbanizaciones o instalaciones –o incluso pueblos enteros– en que todo está diseñado para reproducir perfectamente el ambiente “de casa” de los turistas: apartamentos, restaurantes, comida, prensa, personal de servicio, locales de ocio, etc. Es como si una pequeña parte del país original hubiera sido insertado en un país extranjero, con la ventaja de que este último dispone –por ejemplo– de sol y mejores precios. Yo he visto esto en primera persona en nuestras queridas islas (las mediterráneas y las atlánticas) y, la verdad, me pregunto si había que llegar a esto…
El turismo violenta las coordenadas del espacio y el tiempo
El turismo moderno ha matado literalmente el viaje, entendido como un recorrido “natural” y pausado en el espacio y el tiempo hasta llegar al destino deseado. Los viajeros atravesaban a caballo, en mula, en carro, a pie o en barco grandes distancias. Tardaban días, semanas o meses en alcanzar su meta. Durante ese largo trayecto, tenían un ritmo de vida pausado, contactaban con la naturaleza y con las gentes de los múltiples lugares por donde pasaban. Era un descubrimiento continuo, iban de un lugar a otro apreciando progresivamente los grandes o pequeños cambios geográficos, climáticos, culturales, sociales, ideológicos, etc. Los viajes eran una experiencia vital que a veces podía ser muy dura y fatigosa e incluso peligrosa, pero eso era algo con lo que ya contaban los viajeros. Se puede decir que en gran medida el viaje era realmente una aventura, que significa literalmente “a lo que ha de venir”, con unos momentos agradables y otros no tanto, pero que daban al viajero un conocimiento directo del entorno natural y humano por el cual transitaban, con la posibilidad de quedarse el tiempo que quisiesen en un lugar que les resultase atrayente por lo que fuera.
Hoy en día, el tiempo se ha hecho demasiado valioso. Todo es prisa y ansiedad por alcanzar lo que queremos. No se puede perder un segundo de más en otra cosa que no sea disfrutar del destino elegido. La aviación ha permitido ya realizar esos saltos en el tiempo y el espacio, al atravesar miles de kilómetros en unas pocas horas. Así, nos podemos plantar en Praga, El Cairo, Nueva York o Londres en unas cuantas horas, pero… ¿podemos decir realmente que hemos viajado? En efecto, el avión nos evita el engorro de perder el tiempo en otros medios de transporte como el coche o el tren. Y así tenemos este magnífico plan: Vamos corriendo al aeropuerto, embarcamos en el avión, nos teletransportamos, bajamos en otro aeropuerto, vemos apresuradamente una ciudad, volvemos al aeropuerto, etc.
Así pues, la velocidad se ha convertido para muchos turistas en la fórmula del éxito vacacional, a modo de moderno Julio César: “llegué, vi, me instalé en el hotel”. Y como la mayoría de los mortales tiene un tiempo –y un presupuesto– limitado para las vacaciones, se trata de exprimir ese tiempo al máximo y saltar de un lado a otro con premura. Eso hace que esos magníficos viajes en que prometen ver media Italia en 15 días (por poner un ejemplo) se conviertan en un despropósito total. La verdad es que no hay forma de conocer ni de disfrutar de una ciudad o un paraje cuando el reloj y el calendario condicionan nuestro ritmo. En otras palabras, no se puede jugar ni con el tiempo ni con el espacio ni es posible sustituir la experiencia del antiguo viajero por la del fugaz turista moderno.
El turismo sustituye la realidad por la imagen
Si nos retrotraemos en el tiempo, por lo menos hasta hace un siglo, veremos que el viajero de entonces tenía una auténtica experiencia vital en su viaje. Esto es, palpaba la realidad circundante con sus cinco sentidos y saboreaba cada momento –en cada lugar– sin pensar en “atrapar” esa realidad o en impresionar a sus paisanos tras regresar a casa. Sin duda, dispondría de días o semanas para explicar el viaje y rememorar una pequeña o gran aventura que podía haber durado meses o años.
Pero con la llegada y la difusión del turismo global, los turistas se vieron en la necesidad de captar la realidad y demostrar a los demás (familia, amigos…) que habían estado en un lejano país. En ese contexto, la fotografía se convirtió en el medio perfecto para construir un recuerdo (esto es, fabricar una realidad virtual en un soporte de papel más o menos duradero) y para dar testimonio del viaje ante el círculo más próximo. De alguna manera, se pretendía “jugar a los exploradores” con fotos de los propios protagonistas al lado de los monumentos, los paisajes, los edificios, etc. Esto derivó hace no muchas décadas en la extendida costumbre de realizar interminables pases de diapositivas (y luego de vídeos caseros) ante amigos y parientes… Los que ya tenemos una cierta edad los hemos sufrido con estoicismo.
Y prácticamente todos –en nuestra faceta de turista– tenemos que confesar que hemos recorrido parajes y ciudades bien equipados de cámaras fotográficas o de vídeo disparando a todo lo que se moviera… o estuviera quieto. El problema es que –en vez de disfrutar del momento y olvidarnos de la cámara– nos inquietaba irnos de allí sin haber tomado la foto de rigor. Así, nos metíamos en el papel de exploradores-artistas y procedíamos a sacar unas cuantas fotos para luego mostrarlas con el máximo orgullo. El ejemplo paradigmático de esta conducta eran los famosos grupos de japoneses que llegaban a un sitio, bajaban del autocar y no paraban de hacer fotos a un monumento; acto seguido, volvían al autocar y se repetía el ciclo. Pero… ¿veían el monumento? Tal vez… a través del visor. En todo caso, no lo vivían.
Hoy en día, este culto a la realidad virtual, a la imagen por encima del objeto original, ha llegado al paroxismo. Así, la captación de la realidad y la obsesión del “yo he estado allí” han llegado al punto álgido gracias a los móviles, a las tecnologías de la comunicación y a las redes sociales. La realidad física prácticamente ya no importa. Lo realmente importante es hacer centenares de fotos en las que persona y paisaje estén bien fundidos, o a veces ni eso, pues la moda de los selfies hace que el peso de la realidad virtual recaiga sobre el propio individuo en un ejercicio de narcisismo absolutamente estúpido e infantil.
Desde esta perspectiva, el turismo moderno podría ser un gran decorado virtual, una gran farsa, pues la persona no se integra con el paisaje físico (y ya no digamos con el paisaje humano) sino que está pensando solamente en proyectar y reproducir ese universo virtual de la comunicación superficial y fácil al que está acostumbrado. Al fin y al cabo, hoy –gracias a Internet y a la televisión– disponemos de gran cantidad de información sobre todos los países y lugares, y cualquiera puede “viajar” a un lugar sin moverse de su casa. Por eso es tan importante demostrar que estuvimos allí, en persona. Luego resulta que en el fondo muy pocas personas se interesan realmente por saber algo acerca de los iconos turísticos que son fotografiados masivamente por las multitudes.
El turismo puede llegar a producir estrés o ansiedad
Finalmente vale la pena resaltar que el objetivo teórico de las vacaciones, que es la paz y el descanso, muchas veces queda en papel mojado por un conjunto de factores que en parte ya hemos citado. Así, dado que el turista suele tener altas expectativas y espera alcanzar un pequeño paraíso, cualquier elemento que estropee sus planes puede llevarle fácilmente al disgusto o al estrés. Nadie te garantiza que las vacaciones vayan a ser una balsa de aceite y que todo será perfecto, esto es obvio, pero el impacto contra la realidad a veces resulta frustrante. La masificación ya es la primera bofetada en la cara y muchos turistas la asumen como un precio más que se debe pagar. Sin embargo, también están los múltiples desencantos y desengaños cuando se producen incidencias en el viaje, pérdida de maletas, enfermedades, accidentes, robos, hoteles y servicios que resultan defectuosos o incluso desastrosos… Por no hablar de estafas[4] y engaños, que también los hay. No hay desgracia mayor para un ciudadano moderno que sufrir unas vacaciones fallidas, en particular cuando se habían depositado en el proyecto muchas esperanzas… y ya no digamos mucho dinero.
A esto habría que añadir que en los últimos tiempos los avances en comunicación han propiciado que todo el mundo esté conectado permanentemente a su realidad cotidiana mediante los móviles, ordenadores y redes sociales. Esto puede hacer que en la práctica no desconectemos (típica expresión que implica apartarse de lo habitual para obtener el descanso), y –lo que es peor– que el trabajo nos persiga a todas horas y a todas partes, como se queja mucha gente que es acosada regularmente por su jefe (o subordinados…) cuando está de vacaciones. Además, dependiendo del ajetreo –no necesariamente negativo– que comporte el propio viaje, puede ser que el turista acabe más cansado física y mentalmente que si se hubiese quedado en su casa, tomando el sol en la terraza.
En contraposición a esto, no quisiera idealizar el mundo del antiguo viajero, pues también experimentaba problemas, dificultades y riesgos, pero la filosofía de su viaje ya comportaba la aceptación de tales contrariedades. De alguna manera, no tenía objetivos ni expectativas prefijadas ni contaba con satisfacciones aseguradas. En vez de esto, el viajero se exponía en gran medida al azar y los eventos, incluyendo el descubrimiento de nuevas sociedades y culturas, lo que podía ser a veces muy gratificante y otras veces muy desagradable o incluso peligroso. Pero la realidad histórica es que en la mayoría de regiones del planeta el extranjero era bienvenido y bien atendido, por lo que el estrés y la ansiedad se reducían al mínimo[5].
Epílogo
Por supuesto, y pese a haber criticado con vehemencia el moderno turismo, está claro que no todo es malo ni complicado ni estresante. En según qué condiciones, y sobre todo con una mentalidad positiva y tranquila, hasta un viaje muy organizado puede ser fuente de satisfacción y descanso. Y también es verdad que cada vez hay más ofertas turísticas que se alejan de los tópicos, de las masificaciones y de los destinos comunes para brindar una experiencia personal más parecida a lo que eran los antiguos viajes, aunque siempre con un cierto factor de seguridad o control.
No obstante, todavía quedan algunos viajeros genuinos que con muy poco dinero y un barco, coche, moto o bicicleta se aventuran a realizar largos viajes recorriendo países enteros e incluso dando la vuelta al mundo, sin un plan establecido y sin obligación de visitar tal o cual ciudad. Ese es, en definitiva, el espíritu de muchos antiguos viajeros, exploradores o descubridores: gentes que salían de su hogar simplemente para cambiar de aires, o para crear negocios, realizar avances científicos, abrir rutas, buscar inspiración, seguir a una persona querida o ir en busca de alguna quimera. Una cosa es cierta, el viaje a lejanas tierras nos da una oportunidad para abrir nuestra mente y nuestro corazón e incluso nos permite curar algunas enfermedades como esa llamada “nacionalismo”.
Xavier Bartlett, 14 agosto 2017
REFERENCIAS
[1] Aquí podríamos poner el ejemplo del famoso Marco Polo, pero es evidente que su viaje comportó mucho más que una simple expedición comercial, pues se mezclaron otros factores, y no se puede negar que fue un auténtico viaje de descubrimiento.
[2] Naturalmente, bajando el listón a la altura adecuada y aludiendo a los tópicos más manidos.
[3] En este sentido, las industrias locales han ido a la baja y ahora la gran mayoría de estos objetos están hechos en China. Y no es difícil comprobar que muchos objetos vendidos en lugares distintos son del todo iguales a excepción de una inscripción individualizada que los “personaliza”.
[4] Empezando por la práctica perfectamente legal y común del llamado overbooking, que llevan a cabo compañías aéreas y hoteles. En realidad es una estafa al consumidor consentida por las autoridades, se mire como se mire.
[5] A veces se quiere presentar el pasado como un tiempo de inseguridades y ataques de salvajes o bandidos, pero la realidad es que hoy en día todavía en muchos países se advierte al turista de frecuentes robos o hurtos o incluso de secuestro de extranjeros, por no mencionar amenazas terroristas y similares.