Este turismo degradado, más dañino que la inmigración descontrolada, es la expresión de un capitalismo bulímico.
Hay gentes que, para justificar su aversión a los inmigrantes, aseguran que «vienen a cambiar nuestro modo de vida». Expresiones similares nunca las he escuchado, curiosamente, referidas al turismo; y, sin embargo, lo cierto es que el turismo ha cambiado infinitamente más nuestro modo de vida que la inmigración.
Pero, ¡ay!, resulta que en el imaginario colectivo un turista es alguien que lleva dinero en los bolsillos, en tanto que un inmigrante llega con los bolsillos vacíos. Así que hemos de concluir que «nuestro modo de vida», lejos de referirse a tradiciones seculares o principios morales, se concreta en apuntes contables. Sin embargo, ya no parece tan claro que el turismo sea esa gallina de los huevos de oro con que nos apedrean las meninges desde niños; o, al menos, parece cada vez más claro que la riqueza que el turismo genera tiene también letra pequeña. Sobre todo para quienes viven en el centro de las ciudades invadidas por esta plaga, como es mi caso. Vivir en el centro de Madrid empieza a convertirse en un infierno en vida, con remesas de turistas invadiéndolo todo, cual plaga de langosta, colonizando las viviendas y convirtiéndolas en el escenario de sus putiferios low cost. Y a cambio, ¿qué riqueza real crea esta chusma? Compran en los supermercados comistrajos repugnantes cuyos envoltorios arrojan en los portales, donde se refugian de la canícula; y por las noches montan botellones cutres, orgías de baratillo, farras de pocilga en un pentecostés de lenguas bárbaras. Tal vez su proclividad a la inmundicia favorezca la contratación de barrenderos; y, desde luego, los supermercados multiplicarán las ventas de comistrajos repugnantes. Por lo demás, a cambio de convertir las calles en un muladar con olor a orines rancios, están enriqueciendo a propietarios desaprensivos, empresas gestoras de alquiler sin escrúpulos y otros carroñeros cebados al socaire de la llamada (risum teneatis) «economía colaborativa».
Este turismo degradado, mucho más dañino que la inmigración descontrolada, no es sino la expresión agónica (pero en su agonía las fieras resultan mucho más temibles) de un capitalismo bulímico que, después de arrasar las economías nacionales, quiere brindar a sus víctimas el pírrico consuelo de viajar a troche y moche (siempre en condiciones ínfimas, por supuesto), hasta convertir el planeta en un estercolero. Todas las civilizaciones habían sabido distinguir entre «cosas de comer», «cosas de usar» y «cosas de mirar» (las cosas reservadas al disfrute de nuestra alma). El consumismo estragador ha unificado estas tres categorías en una sola; ahora se trata de convertir el mundo entero en un frenético festín consumista que exige devorar paisajes y ciudades, con la misma ansia bulímica con que se devoran los comistrajos repugnantes. Chesterton afirmaba que el capitalismo es una herejía porque, en lugar de mirar las cosas creadas y ver que son buenas, como hizo Dios, las mira y ve que son bienes. Toda las flores, todos los pájaros, todas las puestas de sol, todas los riscos y cumbres nevadas, todas las estrellas puestas en venta, cada una con su precio correspondiente. Y la plaga del turismo representa la estación última de esa herejía monstruosa, poniendo el mundo entero en liquidación, para disfrute de consumidores insaciables.
En lugar de reclamar un nuevo Protocolo de Kioto, el discípulo de Chesterton debe abogar por un Protocolo de Quieto que obligue a la gente a quedarse quietecita en su tierra, contemplando las cosas creadas, hasta volver a descubrir que también su provincia, su comarca, su aldea, son buenas. Mucho más buenas que los bienes a precio de saldo que le ofrece el turismo.