La historia de la Iglesia revisitada: el golpe de fuerza gregoriano, y la usurpación del derecho de nacimiento de Bizancio – por Laurent Guyenot

Este es el segundo de tres artículos que llaman la atención sobre los principales problemas estructurales de nuestra historia de Europa en el primer milenio d.C. En el primer artículo (“¿Cuán falsa es la antigüedad romana?”), hemos argumentado que la falsificación de libros antiguos durante el Renacimiento estaba más extendida de lo que se suele reconocer, de modo que lo que creemos saber sobre el Imperio Romano -incluyendo acontecimientos e individuos de importancia central- se basa en fuentes cuestionables. (No hemos afirmado sin embargo que todas las fuentes escritas sobre el Imperio Romano sean falsas.)

También hemos argumentado que la perspectiva tradicional del primer milenio está distorsionada por un fuerte sesgo a favor de Roma, a expensas de Constantinopla. La representación común del Imperio Bizantino como la fase final del Imperio romano, cuya capital había sido transferida del Lacio al Bósforo, es hoy reconocida como una falsificación. Política, cultural, lingüística y religiosamente, Bizancio no le debe nada a Roma. “Creyendo que su propia cultura era muy superior a la de Roma, los griegos apenas fueron receptivos a la influencia de la civilización romana”, afirma un reciente Atlas del Imperio Romano, mencionando sólo los combates de gladiadores como una posible, aunque marginal, deuda[1].

La suposición de que la civilización occidental se originó en Roma, Italia, se basa en parte en un malentendido sobre la palabra “romana”. Lo que ahora llamamos “Imperio bizantino” (un término que sólo se hizo habitual a partir del siglo XVI) se denominaba entonces Basileía tôn Rhômaíôn (el reino de los romanos), y durante la mayor parte del primer milenio, “romano” significaba simplemente lo que hoy entendemos por “bizantino”.

Nuestra percepción de Roma como el origen y centro de la civilización occidental también está ligada a nuestra seguridad de que el latín es la madre de todas las lenguas romances. Pero esa filiación, que se convirtió en un dogma a mediados del siglo XIX,[2] está siendo objeto de graves ataques (damos las gracias a los comentaristas que nos dirigieron a este documental y de aquél, al libro de Yves Cortez Le Français ne vient pas du latin, y a la obra de Mario Alinei). Parece que Dante estaba en lo cierto cuando asumió en De vulgari eloquentia (c. 1303), el primer tratado sobre el tema, que el latín era una lengua artificial y sintética creada “por el común acuerdo de muchos pueblos” para usarlo en documentos escritos[3].

Las distorsiones que produjeron nuestra historia del primer milenio tienen una dimensión tanto geográfica como cronológica. La distorsión geográfica es parte de ese eurocentrismo que ahora está siendo desafiado por académicos como James Morris Blaut (The Colonizer’s Model of the World, Guilford Press, 1993), John M. Hobson (The Eastern Origins of Western Civilization, Cambridge UP, 2004), o Jack Goody (The Theft of History, Cambridge UP, 2012). Por otra parte, la distorsión cronológica no es todavía un problema en la corriente principal de la academia: los historiadores simplemente no cuestionan la columna vertebral cronológica del primer milenio. Ni siquiera se preguntan cuándo, cómo y quién la creó.

Hasta ahora, hemos formulado la hipótesis de trabajo de que el Imperio Romano de Occidente es, en cierta medida, un duplicado fantasmagórico del Imperio Romano de Oriente, elaborado por Roma para robarle el derecho de nacimiento a Constantinopla, mientras ocultaba su deuda con la civilización que procuró asesinar. El Imperio Romano, en otras palabras, fue un sueño más que un recuerdo, exactamente como el imperio de Salomón. Sin embargo, se objetará instantáneamente, mientras que los arqueólogos no han encontrado ningún rastro del imperio de Salomón, sobran los vestigios del imperio de Augusto. Cierto, pero ¿son realmente estos vestigios de la Antigüedad, y si es así, por qué no se encuentran vestigios medievales en Roma? Si Roma era el corazón de la cristiandad occidental medieval, debería haber estado ocupada en edificar [catedrales o al menos iglesias], no sólo restaurando [templos paganos]

La Comuna de Roma fue fundada en 1144 como una República con un cónsul y un senado, en la estela de otras ciudades italianas (Pisa en 1085, Milán en 1097, Génova en 1099, Florencia en 1100). Se definió a sí misma por la frase senatus populusque romanus (“el Senado y el pueblo romano”), condensada en la sigla SPQR. A partir de 1184 y hasta principios del siglo XVI, la ciudad de Roma acuñó monedas con estas letras. Ahora bien, se nos dice que “SPQR” ya era la marca de la primera República Romana fundada en el año 509 a.C. y, lo que es más increíble, se nos dice que fue preservada por los emperadores, a quienes aparentemente no les importaba ser así ignorados. Por muy escandaloso que parezca, no se puede descartar la sospecha de que la antigua República Romana, conocida por nosotros gracias a la “recopilación” de Petrarca, conocida como Historia de Roma de Tito Livio,[4] sea un imaginativo retrato de la Roma medieval tardía con ropaje antiguo.. Petrarca formaba parte de un círculo de propagandistas italianos que celebraban la gloria pasada de Roma. “Sus intenciones”, escribe el medievalista francés Jacques Heers, “eran deliberadamente políticas, y su enfoque se sitúa en el marco de una lucha real”. Fue “uno de los escritores más virulentos de su tiempo, envuelto en una gran disputa contra el papado de Aviñón, y esta implacable lucha determinó sus opciones tanto culturales como políticas”[5].

En un primer artículo, hemos cuestionado la objetividad e incluso la probidad de aquellos humanistas que pretendían resucitar el esplendor “largamente olvidado” de la Roma republicana e imperial. En este segundo artículo, dirigimos nuestra atención a los historiadores eclesiásticos de épocas anteriores, que moldearon nuestra visión de la Antigüedad tardía y la Alta Edad Media. Su historia de la Iglesia Cristiana, poblada de santos que hacen milagros y herejes diabólicos, es difícil de conectar con la historia política, y los historiadores seculares especializados en la Antigüedad tardía dejan, aliviados, este campo a los “historiadores de la Iglesia” y a los maestros de la fe. Es una lástima, porque la credibilidad de esta literatura no ha sido cuestionada [a pesar de que es sumamente problemática].

 

La fábrica de falsificaciones pontificias

“Podría decirse que el rasgo más distintivo de la literatura cristiana primitiva es su nivel de elaboración ficticia.” Así es cómo Bert Ehrman comienza su libro Falsificación y Contraforma: El uso del engaño literario en la polémica de los primeros cristianos. A lo largo de los primeros cuatro siglos D.C., dice, la falsificación era la regla en la literatura cristiana, y la autoría genuina la excepción. La falsificación era tan sistémica que las falsificaciones dieron lugar a las “contraformas”, es decir, a unas falsificaciones “usadas para contrarrestar los puntos de vista de otras falsificaciones”[6] Si la falsificación es parte del ADN del cristianismo, podemos suponer que esto siguió a lo largo de la Edad Media.

Una de las falsificaciones medievales más famosas es aquello de la “Donación de Constantino”. Por este documento, se supone que el Emperador Constantino transfirió su propia autoridad sobre las regiones occidentales del Imperio al Papa Silvestre. Esta falsificación de escandalosa temeridad es la pieza central de toda una colección de cerca de cien decretos y actos sinodales falsos, atribuidos a los primeros papas u otros dignatarios de la Iglesia, y conocidos hoy como los Decretos Pseudo-Isidorianos. Su objetivo era sentar precedentes para el ejercicio de la autoridad soberana de los papas sobre la Iglesia universal, así como sobre reyes y emperadores.

Estos documentos no se utilizaron hasta mediados del siglo XI, y en el siglo XII fueron incorporados por Graciano en su Decreto, que se convirtió en la base de todo el derecho canónico. Sin embargo, el consenso académico es que se remontan a la época de Carlomagno. Por esa razón, Horst Fuhrmann, especialista en falsificaciones medievales, las clasifica como “falsificaciones con carácter anticipado”, que “tienen la característica de que en el momento en que fueron escritas, apenas tuvieron efecto”. Según él, estas falsificaciones estuvieron sin utilizar, según el caso, entre 250 y 550 años. Heribert Illig protesta con razón contra esta teoría de las falsificaciones supuestamente redactadas por clérigos que no tenían un uso inmediato de ellas y no sabían para qué propósito podrían servir sus falsificaciones unos siglos más tarde. Las falsificaciones se producen para servir un proyecto, y se hacen a pedido cuando se necesitan. Por lo tanto, la donación de Constantino y otros falsos Decretos son probablemente puros productos de la reforma Gregoriana. Su “carácter anticipatorio” es una ilusión creada por una de las distorsiones cronológicas que nos hemos propuesto corregir.[7]

La donación del Emperador Constantino al Papa Silvestre

La reforma gregoriana, que comenzó con la adhesión del Papa León IX en 1049, fue una continuación del renacimiento monástico iniciado por la poderosa abadía benedictina de Cluny, que un siglo después de su fundación en 910 había desarrollado una red de más de mil monasterios en toda Europa[8]. La reforma gregoriana puede concebirse como un golpe monacal sobre Europa, en el sentido de que los monjes célibes, que solían vivir al margen de la sociedad, asumieron progresivamente el liderazgo sobre ella.

Vale la pena insistir en el carácter revolucionario de la reforma gregoriana. Fue, escribió Marc Bloch en La Sociedad Feudal, “un movimiento extraordinariamente poderoso a partir del cual, sin exagerar, se puede datar la formación definitiva del cristianismo latino”[9] Más recientemente, Robert I. Moore escribió en La Primera Revolución Europea (c. 970-1215): “La ‘reforma’ que se encarnó en el programa gregoriano fue nada menos que un proyecto para dividir el mundo, tanto el de las personas como el de las propiedades, en dos reinos distintos y autónomos, no geográfica sino  socialmente”. La reforma triunfó en el Cuarto Concilio de Letrán convocado por Inocencio III en 1215. El mundo creado por Letrán IV era “un mundo completamente diferente – un mundo impregnado y cada vez más moldeado por una piedad y una obediencia bien arraigadas, asociadas a la visión tradicional de ‘la era de la fe’, o cristianismo medieval”. Sin embargo, en cierto sentido, Lateranense IV era sólo un comienzo: en 1234, el primo de Inocencio III, Gregorio IX, instituyó la Inquisición, pero el gran período de la caza de brujas – la última batalla contra el paganismo – estaba todavía a dos siglos de distancia.[10]

En su libro Law and Revolution, the Formation of the Western Legal Tradition (Harvard UP, 1983), Harold Berman también insiste en el carácter revolucionario de la reforma gregoriana, por la cual “el clero se convirtió en la primera clase translocal, transtribal, transfeudal y transnacional de Europa en lograr la unidad política y jurídica”. “Hablar de un cambio revolucionario dentro de la Iglesia de Roma es, por supuesto, desafiar la visión ortodoxa (aunque no la ortodoxa oriental) según la cual la estructura de la Iglesia Católica Romana es el resultado de una elaboración gradual de elementos que estaban presentes desde tiempos muy tempranos. Esta era, en efecto, la opinión oficial de los reformadores católicos de finales del siglo XI y principios del siglo XII: sólo volvían, decían, a una tradición anterior que había sido traicionada por sus predecesores inmediatos”[11]. Crearon un nuevo pasado para controlar el futuro.

Para ello, emplearon un ejército de legistas que elaboraron un nuevo sistema jurídico canónico para sustituir las leyes feudales consuetudinarias, e hicieron que su nuevo sistema jurídico apareciera como el más antiguo, produciendo falsificaciones a escala masiva. Además de los Decretos Pseudo-Isidorianos y la falsa Donación de Constantino, elaboraron las falsificaciones Symmachian, destinadas a producir precedentes legales para inmunizar al Papa contra las críticas. Uno de estos documentos, el Silvestri constitutum, contiene la leyenda del Papa Silvestre 1ero curando a Constantino el Grande de la lepra con las aguas del bautismo, y recibiendo a modo de agradecimiento las insignias imperiales de Constantino y la ciudad de Roma. El padre de Carlomagno también fue un invento útil, con aquello de la falsa donación de Pipino el Breve. Ahora se admite que la gran mayoría de los documentos legales supuestamente establecidos antes del siglo IX son falsificaciones clericales. Según el historiador francés Laurent Morelle, “dos tercios de los actos titulados en nombre de los reyes merovingios (481-751) han sido identificados como falsos o falsificados. “[12] Es muy probable que la proporción real sea mucho mayor y que muchos documentos que aún se consideran auténticos sean falsificaciones: por ejemplo, consideramos que la redacción de la carta fundacional de la Abadía de Cluny, por la que su fundador Guillermo I (el Pío) renunció a todo control sobre ella, no puede haber sido dictada ni avalada por un [supuesto]duque medieval de Aquitania (prácticamente un rey)[13].

Estos documentos falsos sirvieron a los papas en varios frentes. Fueron usados en su lucha de poder contra los emperadores alemanes, para respaldar su extravagante afirmación de que el Papa podía deponer a los emperadores. También fueron armas poderosas en la guerra geopolítica contra la iglesia y el imperio bizantino. Al otorgar al papado “la supremacía sobre las cuatro sedes principales, Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Constantinopla, así como sobre todas las iglesias de Dios en toda la tierra”, la falsa donación de Constantino justificó la pretensión de Roma de tener precedencia sobre Constantinopla, lo que llevó al Gran Cisma de 1054 y finalmente al saqueo de Constantinopla por los latinos en 1205. Por una cruel ironía, la espuria donación de Constantino fue expuesta en 1430, después de haber cumplido su propósito. Para entonces, el Imperio Oriental había perdido todos sus territorios y se había reducido a una ciudad despoblada asediada por los otomanos.

Es poco conocido, pero de gran importancia para entender la época medieval, cuando la etnia jugaba un papel importante en la política, que los reformadores gregorianos eran francos, incluso antes de que Bruno de Egisheim-Dagsburgo diera el primer impulso como el Papa León IX. Por eso el teólogo ortodoxo John Romanides culpa a los francos de haber destruido la unidad de la cristiandad con motivaciones étnicas y geopolíticas[14]. En las crónicas bizantinas, “latino” y “franco” son sinónimos.

 

La falsa autobiografía de la Iglesia Latina

Ahora debería quedar claro que el concepto mismo de una “reforma” gregoriana es un disfraz del carácter revolucionario del proyecto de los reformadores; “la idea de que los gregorianos eran rigurosos tradicionalistas es una grave simplificación excesiva”, argumentan John Meyendorff y Aristeides Papadakis; “la conclusión convencional que ve a los gregorianos como defensores de una tradición consistentemente uniforme es ficción, en buena medida”. De hecho, antes del siglo XII, “el frágil control del Papa sobre la Cristiandad Occidental era en gran parte imaginario. El mundo parroquial de la política romana era en realidad el único dominio del papado”[15]. Aviad Kleinberg incluso sostiene que “hasta el siglo XII, cuando se impuso el estatuto del papa como la máxima autoridad religiosa en materia de educación y jurisdicción, no había realmente una organización que pudiera llamarse ‘la Iglesia'”[16]. Ciertamente no había “papas” en el sentido moderno antes de finales del siglo VIII: este título cariñoso, derivado del papa griego, se les daba a todos los obispos. Incluso la historia convencional habla del período del “papado bizantino”, que terminó en 752 con la conquista de Italia por los francos, y enseña que los asuntos civiles, militares e incluso eclesiásticos estaban entonces bajo la supervisión del exarca de Ravena, el representante griego del emperador bizantino”[17].

Esto significa que la historia del primer milenio de la Iglesia Occidental escrita por sí misma es una farsa de punta a cabo. Una de sus piezas centrales, el Liber Pontificalis, un libro de biografías de los papas desde San Pedro hasta el siglo IX, es hoy reconocido como un trabajo de imaginación. Sirvió para asentar la pretensión del Papa a ocupar “el trono de San Pedro” en una cadena ininterrumpida que se remonta al primer apóstol – la “roca” sobre la cual Jesús construyó su reino (Mateo 16,18).

Según la historia, en el segundo año del reino de Claudio, Pedro fue a Roma para desafiar a Simón el Mago, el padre de todas las sectas heréticas. Se convirtió en el primer obispo católico y fue crucificado cabeza abajo en el último año del reino de Nerón, y luego enterrado donde se encuentra ahora la Basílica de San Pedro (sus huesos fueron encontrados allí en 1968). Esa historia aparece en las obras de Clemente de Roma, el ficticio compañero de viaje y sucesor de Pedro, cuya prolífica literatura en latín contiene tantas improbabilidades, contradicciones y anacronismos que la mayor parte de ella se reconoce hoy en día como apócrifa y se la denomina “seudo-clementina”. La historia de Pedro es también el tema de las Acta Petri, supuestamente escritas en griego en el siglo II pero que sólo sobreviven en traducción latina. También es contada por Ireneo de Lyon (c. 130-202 DC), otro autor que supuestamente escribía en griego pero conocido sólo a través de traducciones latinas defectuosas.

No hay razón para tomar esa historia como una historia confiable. Es propaganda, obviamente. Además, no cuadra con el Nuevo Testamento, que no dice nada sobre el viaje de Pedro a Roma, y asume que él simplemente siguió siendo la cabeza de la iglesia de Jerusalén. La leyenda de San Pedro en Roma no nos dice nada sobre los eventos reales, pero nos informa sobre los medios desplegados por la curia romana para robarle el derecho de nacimiento a la Iglesia Oriental. Se trata de una moneda falsa acuñada para sobrepujar la genuina afirmación de Constantinopla de que la unidad de la Iglesia se había logrado en su vecindad inmediata, en los concilios llamados “ecuménicos” (Oikouménê designaba al mundo civilizado bajo la autoridad del basileo), cuyos participantes eran exclusivamente orientales.

Aunque no podemos profundizar aquí en la historia editorial del Nuevo Testamento, es interesante observar que la historia del viaje de Pablo a Roma también lleva la marca de la falsificación. Si recordamos que los bizantinos se llamaban a sí mismos “romanos”, nos intriga el hecho de que, en su “Epístola a los Romanos” (escrita en griego), Pablo llame a los romanos “griegos” para distinguirlos de los judíos (1,14-15; 3,9). Además, si miramos en un mapa las ciudades a las que Pablo se refiere en otras epístolas – Éfeso, Corinto, Gálata, Filipo, Salónica, Colosas – vemos que la Roma italiana no formaba parte de su esfera de influencia. El viaje de Pablo a Roma en Italia en Los Hechos (de los Apóstoles) 27-28 (donde se nombra explícitamente a Italia) pertenece a la “sección nosotros” de dichos Hechos, que es reconociblemente extraña a la primera redacción.

Nuestra principal fuente para la historia temprana de la Iglesia es la Historia Eclesiástica de Eusebio en diez volúmenes. Como tantas otras fuentes, supuestamente fue escrita en griego, pero fue conocida en la Edad Media sólo en traducción latina (a partir de la cual fue posteriormente traducida al griego). Dicha supuesta traducción latina fue atribuida al gran santo y erudito Jerónimo. San Jerónimo también produjo, a petición del Papa Dámaso, la Biblia latina conocida como la Vulgata, que sería decretada como la única versión autorizada en el Concilio de Trento a mediados del siglo XVI.

Eusebio es nuestra principal fuente sobre la conversión de Constantino al cristianismo. Se han conservado dos panegíricos de Constantino, y no hacen mención alguna al cristianismo. En cambio, uno contiene la historia de una visión que Constantino tuvo del dios sol Apolo, “con la victoria acompañándolo”. A partir de entonces, Constantino se puso bajo la protección de Sol invictus, también llamado Sol pacator en algunas de sus monedas.[18] Lo que Eusebio escribe en su Vida de Constantino sobre la batalla del Puente Milvio es obviamente una reescritura de esa leyenda pagana anterior. Cuando marchaba sobre Roma para derrocar a Majencio, Constantino “vio con sus propios ojos en los cielos un trofeo [en forma] de cruz que surgía de la luz del sol, llevando el mensaje, ‘por esta señal, ganarás'”. En la noche siguiente, Cristo se le apareció en su sueño para confirmar la visión. Constantino hizo que todas sus tropas pintaran el signo en sus escudos y ganó la batalla. Eusebio describe el signo como las letras griegas Chi (“χ”) y Rho (“Ρ”) superpuestas, y nos dice que representa las dos primeras letras de Christos. Este signo Chi-Rho se encuentra en una gran variedad de mosaicos y relieves hasta la época de Justiniano, y es especialmente común en la región de los Pirineos, a menudo con la adición de una Sigma (Σ en mayúscula,  σ y ς en minúcula)”, como se documenta en esta monografía[19]. Algunos plantean la hipótesis de que conllevaba en tiempo pagano el significado pax. Sea ese el caso o no, no hay prueba  de que el Chi-Rho fuera de origen cristiano.

¿Qué tiene que ver el Chi-Rho con Cristo?

Espero haber demostrado que hay motivos suficientes para un escepticismo radical con respecto a la autobiografía de la Iglesia Romana. No son sólo documentos legales los que fueron falsificados. Toda la narrativa subyacente podría ser falsa. A finales del siglo XVII y principios del XVIII, un hombre, el bibliotecario jesuita Jean Hardouin (1646-1729), se pasó toda la vida investigando y cuestionando la historia de la Iglesia, hasta llegar a la conclusión de un fraude masivo originado en los monasterios benedictinos en el siglo XIII. Sus conclusiones fueron publicadas póstumamente en Ad Censuram Veterum Scriptorum Prolegomena (1766). Según Hardouin, todas las obras atribuidas a Agustín, Jerónimo, Ambrosio de Milán y Gregorio Magno, fueron de hecho escritas apenas unas décadas antes de que el astuto Bonifacio VIII (1294-1303) los promoviera como los “Padres Latinos de la Iglesia”. La Historia de Eusebio traducida por Jerónimo es un tejido de ficciones, según Hardouin.

Los Prolegómenos de Jean Hardouin fueron traducidos al inglés en el siglo XIX por Edwin Johnson (1842-1901), quien se basó en las ideas de Hardouin para sus propias obras, comenzando con The Rise of Christendom (1890), seguido un año después por The Rise of English Culture. Johnson defendía la idea de un origen medieval para la mayoría de las fuentes literarias atribuidas a la Antigüedad o a la Antigüedad tardía, e insistió en que toda la historia del primer milenio de la Iglesia Romana fue fabricada por la curia romana en su esfuerzo por imponer su nuevo orden mundial.

El origen medieval de estos textos, dice Johnson, explica por qué sus supuestos autores luchaban  contra herejías que se parecen tanto a las herejías combatidas por la Iglesia medieval. Los maniqueos y gnósticos atacados por Tertuliano, Agustín e Ireneo de Lyon son como los fantasmas de los atacados bajo las mismas denominaciones por los papas de los siglos XII y XIII. Según Patricia Stirnemann, el manuscrito más antiguo del Contra Fausto de Agustín, escrito y conservado en la abadía de Clairvaux, es un testimonio de la lucha contra “el resurgimiento de un neomaniqueísmo en el siglo XII” (no cuestiona la autoría de la obra, pero nos da una razón adicional para hacerlo)[20].

El contexto de la colonización latina de Oriente por los cruzados es transparente en muchas fuentes espurias de la supuesta “Antigüedad tardía”, según Johnson. La biografía de Jerónimo es un ejemplo de ello: “se le hace viajar de Aquilea a Roma, y de Roma a Belén y a Egipto. Se instala en Belén, donde le siguen  las damas romanas, que encuentran allí un convento, y allí muere. Esto es un reflejo de algo que ocurría durante las últimas Cruzadas”[21]. Lo mismo ocurre con Constantino: la leyenda de su conquista militar con el signo del Crucificado lleva la marca de la época de las Cruzadas, “cuando los militares estaban bajo la influencia de los monjes”[22].

Si toda la historia de la Iglesia del primer milenio es falsa, ¿cómo podemos reconstruir la verdadera historia de la Iglesia antes de la reforma gregoriana? Johnson dice que entonces no existía el cristianismo occidental: la Iglesia occidental fue “una institución puramente medieval, sin vínculos literarios u orales con el pasado”, y sus fábulas “no se oyeron en el mundo hasta la época de las Cruzadas”[23]. Una hipótesis menos radical es que el cristianismo sólo se convirtió en una fuerza dominante en Occidente con la reforma gregoriana. En cualquier caso, hay amplias pruebas de que impuso su hegemonía religiosa no tanto por la destrucción de las tradiciones paganas como por su apropiación. El culto a Notre Dame [Nuestra  Señora], que debe mucho a Bernard de Clairvaux (1090-1153), se superpuso a los cultos de Diana e Isis.

Lo que hicieron los reformadores gregorianos fue reescribir la historia para crear la ilusión de que el cristianismo tenía 1000 años de antigüedad en Europa. No todas las fuentes fueron escritas desde cero. Muchas fueron simplemente “arregladas”, o actualizadas en gran medida. Un ejemplo es la Historia Eclesiástica del Pueblo Inglés de Bede el Venerable (672-735). James Watson ha demostrado que era originalmente una Historia del Pueblo Inglés sin mención del cristianismo; se le insertaron interpolaciones durante el siglo X, dice Watson, cuando “la mayoría de los comentarios eclesiásticos en la obra fueron insertados dentro de la historia original”. “[24] Un caso algo diferente es la cristianización de Boecio (c. 480-524), convertido en teólogo cristiano y mártir en la época de Abelardo, aunque su famosa Consolación de Filosofía no contiene la menor mención de su supuesta fe cristiana.

En cuanto a la Historia de los Francos, supuestamente escrita a finales del siglo VI por Gregorio de Tours, y prácticamente nuestra única fuente sobre la conversión de Clodoveo al catolicismo, es muy probablemente una falsificación clerical del período gregoriano, posiblemente utilizando fuentes anteriores. Es interesante notar que nuestro pseudo-Gregorio de Tours (quizás Odilo de Cluny, que escribió una Vida de Gregorio) creyó posible que un poder medieval orquestara la reescritura sistemática de todos los libros: escribe que el Rey Childeric introdujo nuevos signos en el alfabeto latino, y “quería que todos los viejos manuscritos fueran borrados con piedra pómez, para hacer otras copias, en las que se usarían los nuevos signos” (capítulo IV)[25].

Los cronistas del siglo XI son fuentes importantes para entender la cristianización de Europa. Thietmar de Merseburg habló en su Crónica de un “nuevo amanecer” que iluminó el mundo en 1004, y el monje francés Rodulfus Glaber escribió:

“Al acercarse el tercer año después del año 1000, en casi toda la tierra, especialmente en Italia y en la Galia, las iglesias fueron reconstruidas. Aunque estaban en buen estado y no lo necesitaban, el pueblo cristiano competía por la posesión de las más bellas iglesias. Y era como si el mundo mismo, sacudiendo los harapos de su vejez, se cubriera por todos lados con un blanco manto de iglesias. Luego, por iniciativa de los fieles, casi todas las iglesias, desde las catedrales hasta los monasterios dedicados a los distintos santos, pasando por los pequeños oratorios de los pueblos, fueron reconstruidas, sólo que más hermosamente” (libro IV, §13)[26].

Ya que Rodolfo escribe bajo la supervisión de Cluny (dedica su trabajo al abad de Cluny Odilo), debemos ser cautelosos con su afirmación de que lo que parecía nuevo era en realidad viejo, ya que esta era la pretensión de los “reformadores” gregorianos. Como dice que las iglesias estaban “en buen estado”, su “reconstrucción” puede ser un eufemismo para su rededicación a un nuevo culto. Gregorio Magno (590-604), que parece ser un duplicado de Gregorio VII, habría recomendado que se exorcizaran los templos paganos y se utilizaran para el culto cristiano, y muchas tradiciones locales de Francia afirman que las iglesias románicas fueron originalmente santuarios precristianos[27]. En cuanto a las “basílicas”, su nombre deriva de una palabra griega que designa un edificio real, más precisamente una cámara de justicia bajo la autoridad del basileo. La historia (según los libros de texto) dice que, como el Imperio Romano adoptó el cristianismo, ese adoptó el plan arquitectónico básico de la basílica para los principales edificios eclesiásticos en toda Europa, pero esa explicación está enmarcada en dudas.

La Basílica Bizantina de San Vitale en Ravena

En realidad, el cristianismo occidental estaba en su infancia en el año 1000 DC. En cuanto a su nacimiento en el Este, está envuelto en el misterio, ya que cualquier fuente griega genuina que pudiese informarnos fue destruida o fuertemente “actualizada”. El tema está fuera del alcance de este artículo, pero preguntémonos simplemente: ¿Es concebible que la gran basílica construida por Justiniano en el siglo VI estuviera dedicada al cristianismo y se llamara Hagia Sophia (Santa Sabiduría)? Sofía es la diosa de los filósofos, no de los sacerdotes, y ninguna “santa Sofía” promovida por Jacques de Voragine, en su Leyenda áurea del siglo XIII puede ocultar ese hecho. Edwin Johnson argumentó que el cristianismo y el Islam nacieron en el mismo período. Se puede argumentar que Santa Sofía fue cristianizada durante el reinado del iconoclasta basileo León III el Isaúrico (717-741), cuando se le despojó de todos sus íconos y trabajos escultóricos, o en 842, cuando fue redecorada.

Hemos llegado a un punto en el que puede tomarse en cuenta una de las hipótesis de trabajo de nuestro primer artículo: aunque el erudito francés Polydor Hochart tenía toda la razón al cuestionar la teoría imperante de que los monjes cristianos copiaban libros paganos en pergaminos preciosos,[28] debemos considerar la teoría alternativa de que quienes copiaron en los siglos IX a XI los manuscritos que los humanistas descubrieron en el siglo XIV no eran en realidad cristianos. Esto se hará más claro en nuestro próximo ensayo “¿Cuánto duró el primer milenio?”.

 

La usurpación del derecho de nacimiento de Constantinopla

¿Adónde vamos, entonces, a partir de aquí? Asumiendo que la historia del primer milenio está fuertemente distorsionada por las falsificaciones de los escribas pontificios y los humanistas posteriores, ¿podemos evaluar el grado de esa distorsión y reconstruir una imagen creíble? Lo mejor que podemos hacer es situarnos en el siglo XI, el primer período para el que tenemos una buena cantidad de crónicas. Para ese período, tal vez podamos confiar en que los historiadores nos den una imagen globalmente exacta del mundo europeo, norteafricano y del Cercano Oriente, y, mirando hacia un par de siglos atrás, tal vez podamos tratar de discernir los movimientos de la historia que condujeron a ese mundo. Más allá de eso, todo es borroso.

Geográficamente, también podríamos posicionarnos en el centro del mundo que buscamos comprender. Ese centro no era Roma. A pesar de la propaganda romana que alababa la Mirabilia Urbis Romae (“las maravillas de la ciudad de Roma”) en los siglos X y XI, el centro político, económico, cultural y religioso de la civilización que incluía a Roma, era Constantinopla (con Alejandría en segunda posición).

En el siglo XI, las murallas de Constantinopla podrían haber contenido las diez ciudades más grandes de Occidente. Su tamaño, obras maestras arquitectónicas y riqueza impresionaron tanto a los visitantes occidentales que, en la novela francesa Partonopeus de Blois, Constantinopla es el nombre del paraíso. La prosperidad económica de Constantinopla descansaba en su situación en la encrucijada de las grandes rutas comerciales, en el monopolio del comercio de productos de lujo como la seda, en una considerable oferta de dinero en oro y en una eficiente administración fiscal (la kommerkion era un impuesto del diez por ciento sobre cualquier transacción en el puerto de la ciudad).

La cultura griega irradiaba desde Constantinopla hasta los cuatro extremos del mundo, desde Persia y Egipto hasta Irlanda y España. En los siglos XI y XII, hubo un vasto movimiento de traducción del griego al latín de obras filosóficas y científicas (medicina, astronomía, etc.). Los libros griegos también fueron traducidos al persa y al siríaco, y, desde allí, al árabe. En su libro Aristóteles en el monte Saint-Michel (las raíces griegas de la Europa cristiana), Sylvain Gouguenheim derrota la idea común de que la difusión de la filosofía y la ciencia en la Edad Media se debió principalmente a los musulmanes. En realidad, la herencia griega fue transmitida a las ciudades italianas directamente desde Constantinopla, es decir, en la dirección opuesta a la ficticia translatio imperii de Constantino[29].

El basileo mantenía buenas relaciones con el califato fatimí de Egipto, que había conquistado Jerusalén y la parte baja de Siria de los abasíes en la década de 960. A principios de la década de 1070, la alianza entre bizantinos y fatimíes se vio reforzada por una amenaza común: las incursiones de los turcos selyúcidas, que habían tomado el control del califato en Bagdad. En 1071, derrotaron al ejército bizantino en la batalla de Manzikert y establecieron en Anatolia el Sultanato de Ron, con su capital en Nicea, a sólo cien kilómetros de Constantinopla. Luego tomaron una parte de Siria, incluyendo Jerusalén, de los fatimíes.

Hasta hace poco, se creía comúnmente que las cruzadas eran la respuesta generosa de la Iglesia Romana a una desesperada petición de ayuda del emperador bizantino Alexios Komnenos. Así es como lo presentaron los cronistas occidentales contemporáneos, utilizando una carta falsificada de Alexios al conde de Flandes, en la que éste confesaba su impotencia contra los turcos y pedía humildemente que lo rescataran[30]. De hecho, el emperador no estaba en ninguna situación desesperada, y su petición era sólo para que los mercenarios lucharan bajo su mando y le ayudaran a reconquistar Anatolia de los selyúcidas. Los bizantinos siempre habían atraído a guerreros de naciones extranjeras para servir bajo su bandera a cambio de la generosidad imperial, y los caballeros francos eran muy apreciados en esa calidad.

En cambio, Urbano II (antiguo abad de Cluny), quería formar un ejército que se pusiera en marcha inmediatamente para conquistar Jerusalén, ciudad sobre la que Alexios no tenía ningún derecho inmediato, y que habría devuelto gustosamente a los fatimíes. Un ejército de cruzados bajo la orden de un legado papal nunca fue lo que Alexios había pedido, y los bizantinos se preocuparon y se volvieron sospechosos cuando lo vieron venir. “Alexios y sus consejeros vieron la cruzada que se aproximaba no como la llegada de aliados largamente esperados, sino más bien como una amenaza potencial para la Oikoumene”, escribe Jonathan Harris. Temían que la liberación del Santo Sepulcro fuera un mero pretexto para un siniestro complot contra Constantinopla.[31]

La primera cruzada logró establecer cuatro estados latinos en Siria y Palestina, lo que constituyó la base de una presencia occidental que perduraría hasta 1291. A finales del siglo XII, tras la recuperación de Jerusalén por Saladino, el Papa Inocencio III proclamó una nueva cruzada, la cuarta en la numeración moderna. Esta vez, el temor de los bizantinos a una agenda oculta demostró estar totalmente justificado. En lugar de ir a Jerusalén vía Alejandría, como se había anunciado oficialmente, los caballeros francos, endeudados por los astutos venecianos (y los principales historiadores hablan aquí de una “conspiración veneciana”), se dirigieron hacia Constantinopla. El enorme ejército de los cruzados penetró en la ciudad en abril de 1204 y la saqueó durante tres días. “Desde la creación de este mundo, jamás se había visto ni conquistado tanta riqueza”, se maravilló el cruzado Robert de Clari en su crónica[32]. Palacios, iglesias, monasterios, bibliotecas fueron sistemáticamente saqueados, y la ciudad se convirtió en un caos[33].

El nuevo Imperio Franco-Latino, construido sobre las humeantes ruinas de Constantinopla, duró sólo medio siglo. Los bizantinos, atrincherados en Nicea (Iznik), recuperaron lentamente parte de su antiguo territorio, y en 1261, bajo el mando de Miguel VIII Palaiologos, persiguieron a los francos y latinos fuera de Constantinopla. Pero la ciudad no era más que la sombra de su gloria pasada: la población griega había sido masacrada o había huido, las iglesias y los monasterios habían sido profanados, los palacios estaban en ruinas y el comercio internacional se había detenido. Además, el Papa Urbano IV ordenó que se predicara una nueva cruzada en toda Europa para recuperar Constantinopla de los “cismáticos”.[34] Había pocos voluntarios. Pero en 1281 nuevamente, el Papa Martín IV alentó el proyecto de Carlos de Anjou (hermano del Rey Luis IX) de recuperar Constantinopla y establecer un nuevo imperio católico. Fracasó, pero la Cuarta Cruzada y sus secuelas habían infligido a la civilización bizantina una herida mortal, y se derrumbó un siglo y medio más tarde, después de mil años de existencia, cuando el sultán otomano Mehmet II tomó Constantinopla en 1453. El renombrado historiador medieval Steven Runciman escribió:

“Nunca hubo un crimen más grande contra la humanidad que la Cuarta Cruzada. No sólo causó la destrucción o la dispersión de todos los tesoros del pasado que Bizancio había almacenado con devoción, y la herida mortal a una civilización que aún estaba activa y era grande; sino que también fue un acto de locura política gigantesca. No trajo ninguna ayuda a los cristianos de Palestina. En cambio, les robó posibles ayudantes. Y trastornó toda la defensa de la Cristiandad”[35].

Los caballos de San Marcos, trofeo del saqueo de Constantinopla por los venecianos

 

¿Qué tan antigua es la Grecia clásica?

Sin embargo, para Occidente, y para Italia en particular, el saqueo de Constantinopla dio inicio a un asombroso crecimiento económico, alimentado inicialmente por las grandes cantidades de oro saqueado. A principios del siglo XIII aparecieron las primeras monedas de oro en Occidente, donde hasta entonces sólo se habían emitido monedas de plata (excepto en Sicilia y España)[36]. Los beneficios culturales de la Cuarta Cruzada fueron también impresionantes: en los años siguientes, bibliotecas enteras fueron saqueadas, y los eruditos de habla griega comenzarían entonces a traducir sus tesoros al latín. Se puede decir sin exagerar que el auge del humanismo en Italia fue un efecto indirecto de la caída de Constantinopla.

El Concilio de Florencia en 1438, último intento de reunir a las iglesias católica y ortodoxa, es una fecha importante en la transferencia de la cultura griega a Occidente. El emperador bizantino Juan VIII Paleólogo y el patriarca José II llegaron a Florencia con un séquito de 700 griegos y una extraordinaria colección de libros clásicos aún desconocidos en Occidente, incluyendo manuscritos de Platón, Aristóteles, Plutarco, Euclides y Ptolomeo. “Culturalmente, la transmisión de textos clásicos, ideas y objetos de arte de este a oeste, todo esto que tuvo lugar en el Concilio iba a tener un efecto decisivo en el arte y la erudición de la Italia de finales del siglo XV”[37] Y cuando, después de 1453, los últimos portadores de la alta cultura de Constantinopla huyeron del dominio otomano, muchos llegaron a contribuir al florecimiento del Renacimiento italiano. En 1463, la corte florentina de Cosme de Medici conoció al filósofo neoplatónico Georgios Gemistos, conocido como Plethon, cuyos discursos sobre Platón les fascinaron tanto que decidieron refundar la Academia de Platón en Florencia[38]. Nombraron a Marsilio Ficino como su jefe, suministrándole manuscritos griegos de la obra de Platón, con lo que Ficino comenzó a traducir todo el corpus al latín.

Al mismo tiempo que se apropiaban la herencia griega, los humanistas italianos fingieron ignorar su deuda con Constantinopla. Como resultado, hasta hace muy poco, los estudios medievales pasaron por alto la influencia bizantina en Occidente, e incluso la importancia del Imperio Bizantino en la Edad Media. El profesor de Cambridge Paul Stephenson comentó en 1972: “La eliminación de la historia bizantina de los estudios medievales europeos me parece una ofensa imperdonable contra el espíritu de la historia. “Un factor agravante es que “prácticamente todos los archivos de las cancillerías imperiales y patriarcales de Bizancio perecieron ya sea en 1204, cuando la ciudad fue saqueada por los cruzados, o en 1453, cuando cayó bajo los turcos”[40] Bizancio fue asesinada dos veces: después de saquearla en 1204, el Occidente latino se esforzó por borrarla de su memoria colectiva. Como escribe Steven Runciman:

“Europa occidental, con recuerdos ancestrales de envidia a la civilización bizantina, con sus consejeros espirituales denunciando a los ortodoxos como cismáticos pecaminosos, y con un inquietante sentimiento de culpa por haberle fallado a la ciudad al final, eligió olvidarse de Bizancio. No podía olvidar la deuda que tenía con los griegos; pero veía la deuda como algo que sólo pertenecía a la época clásica”[41].

Sin embargo, hay que subrayar que en esta etapa los estudiosos no poseían una cronología global coherente para fechar precisamente la época clásica griega; esto sería un proyecto de los jesuitas en el siglo XVI, como documentaremos en el próximo artículo. El bizantinista francés Michel Kaplan hace la interesante observación de que los humanistas occidentales que estudiaron la literatura griega importada de Constantinopla desde el siglo XIV, “no distinguieron entre las obras de la Grecia clásica y helenística y las de la época bizantina”[42]. Pero, ¿fueron realmente dos épocas distintas?

Las mismas preguntas que hemos planteado sobre las fuentes latinas en nuestro artículo anterior pueden aplicarse a las fuentes griegas. ¿Qué prueba tenemos de que las obras atribuidas a Platón, por ejemplo, datan de hace unos 2500 años? Se ha establecido sólidamente que todos los manuscritos conocidos de Platón derivan de un arquetipo único, datado en el período del gran Patriarca Fótios (c. 810-895). En esa época fue cuando el emperador bizantino León el Filósofo “redescubrió” y promovió el conocimiento de Platón, así como de sus discípulos Porfirio, Iámblico y Plotino, a quienes ahora llamamos neoplatónicos, y a quienes situamos siete siglos más tarde que Platón. Luego está la cuestión lingüística: Los eruditos griegos como Roderick Saxey II de la Universidad Estatal de Ohio están desconcertados por “lo poco que cambió el idioma griego, incluso en más de tres milenios”[43] Según la profesora de Harvard Margaret Alexiou, “el griego homérico está probablemente más cerca del demótico [griego moderno] que el inglés medio del siglo XII del inglés moderno hablado”[44] Si asumimos que la evolución de los idiomas sigue unas leyes universales, el griego homérico no debería ser mucho más antiguo que el inglés medieval.

En su estimulante libro Re-Dating Ancient Greece, Sylvain Tristán explora cómo los francos que gobernaron gran parte de Grecia después de la Cuarta Cruzada, pueden haber contribuido no sólo a la transmisión de la cultura griega “clásica” a Occidente, sino a su elaboración”[45] Tristán también señala que los vestigios arquitectónicos de la Grecia franca no son tan fáciles de distinguir de los de la Edad Clásica como cabría esperar. En la Acrópolis se levantaba una torre conocida localmente como la Torre de los Francos, probablemente construida por Othon de la Roche, fundador del Ducado de Atenas a principios del siglo XIII. Aunque estaba hecha de las mismas piedras que el edificio adyacente, Heinrich Schliemann la consideró anacrónica y la hizo demoler en 1874.

La Acrópolis con su torre franca en 1872

Según la cronología de nuestros libros de texto, el Partenón fue construido hace 2.500 años. Su estado actual puede parecer acorde con tal antigüedad, pero poca gente sabe que todavía estaba intacto en 1687, cuando fue volado por una bomba disparada por un mortero veneciano. El pintor francés Jacques Carrey había hecho unos cincuenta y cinco dibujos de ella en 1674, que sirvieron más tarde para su restauración.

El Partenón en 1674

 

El mismo edificio, volado por una bomba veneciana en 1687

En la antigüedad, se dice que el Partenón albergaba una gigantesca estatua de Atenea Partenos (“Virgen”), mientras que en el siglo VI se convirtió en una iglesia dedicada a “Nuestra Señora o Atenas”, hasta que los otomanos la convirtieron en una mezquita. Extrañamente, el historiador William Miller nos dice en su Historia de la Grecia franca que el Partenón no se menciona en los textos medievales antes de los años 1380, cuando el rey de Aragón lo describe como “la joya más preciosa que existe en el mundo”. La Acrópolis era conocida entonces como “el Castillo de Atenas”.[46] ¿Podría ser una ciudad fortificada medieval desde el principio? ¿Es la antigua Grecia una ficción? ¿O simplemente está mal fechada?

En el marco de nuestra hipótesis de que, entre los siglos XI y XV, Roma inventó o embelleció su propia Antigüedad republicana e imperial como propaganda para negarle a Constantinopla su derecho de nacimiento, tiene sentido que Roma también inventara o embelleciera una civilización griega prebizantina como una forma de explicar su propia herencia griega sin reconocer su deuda con Constantinopla. Para explicar cómo la cultura griega había impregnado el mundo entero antes de llegar a Roma, también se inventó Alejandro Magno y su legado helenístico.

Alejandro es una figura legendaria. Según su biografía más sobria, debida a Plutarco, a la edad de 22 años, este príncipe macedonio (educado por Aristóteles) se propuso conquistar el mundo con unos 30.000 hombres, fundó setenta ciudades y murió a la edad de 32 años, dejando una civilización de habla griega completamente formada que se extendía desde Egipto hasta Persia. Sylvain Tristán observa, en honor a Anatoly Fomenko, que los seléucidas (Seleukidós), que gobernaron el Asia Menor después de Alejandro, llevan casi el mismo nombre que los selyúcidas (Seljoukides) que controlaron esa misma región de 1037 a 1194. ¿Es la civilización helenística otra imagen fantasma de la mancomunidad bizantina, empujada hacia atrás en el pasado lejano para ocultar la deuda de Italia con Constantinopla? Tal hipótesis parece descabellada. Pero se vuelve plausible una vez que nos damos cuenta de que nuestra cronología es una construcción relativamente reciente. En la Edad Media, no existía una cronología larga aceptada que escudriñara los milenios. Si hoy Wikipedia nos dice que Alejandro Magno nació el 21 de julio del 356 AC y murió el 11 de junio del 323 AC, es simplemente porque cierto erudito del siglo XVI lo declaró así, usando conjeturas arbitrarias y una cinta métrica bíblica. Sin embargo, con el reciente progreso de la arqueología, se vienen acumulando los problemas con nuestra cronología recibida, hasta llegar a formar una masa crítica [que requiere esclarecimientos y replanteos].

He aquí un ejemplo, mencionado por Sylvain Tristán: el “mecanismo de Anticitera” es un ordenador analógico compuesto por al menos 30 ruedas dentadas de bronce de malla, utilizado para predecir posiciones astronómicas y eclipses con fines calendarios y astrológicos con décadas de antelación. Fue rescatado del mar en 1901 entre los restos de un naufragio frente a la costa de la isla griega de Anticitera. Está fechado en el segundo o primer siglo antes de Cristo. Según Wikipedia, “el conocimiento de esta tecnología se perdió en algún momento de la Antigüedad” y “obras de complejidad similar no aparecieron de nuevo hasta el desarrollo de los relojes astronómicos mecánicos en Europa en el siglo XIV”. Este abismo tecnológico de 1.500 años es quizás más fácil de creer cuando uno ya cree que el modelo heliocéntrico desarrollado por el astrónomo griego Aristarco de Samos en el siglo III a.C. fue totalmente olvidado hasta que Nicolás Copérnico lo reinventó en el siglo XVI d.C. Pero el escepticismo resulta aquí menos extravagante que el consenso académico.

El número de escépticos ha crecido en los últimos años, y varios investigadores se han propuesto desafiar lo que llaman la cronología Scaligeriana (estandarizada por Joseph Scaliger en su libro De emendatione temporum, 1583). La mayoría de estos “recentistas”, que presentaremos en nuestro próximo artículo, se centran en el primer milenio d.C. Creen que el supuesto “primer milenio” es demasiado largo, en otras palabras, que la Antigüedad está más cerca de nosotros de lo que pensábamos. En realidad, están de acuerdo con los humanistas del Renacimiento que, según el historiador Bernard Guenée, consideraban la “edad media” entre la Antigüedad y su época (el término media tempestad aparece por primera vez en 1469 en la correspondencia de Giovanni Andrea Bussi) como “nada más que un paréntesis, un intermedio”[47]. En 1439, Flavio Biondo, el primer arqueólogo de Roma, escribió un libro sobre este período, y lo tituló: Las Décadas de Historia del Deterioro del Imperio Romano. Giorgio Vasari pensaba en aquello como algo que había durado  apenas dos siglos cuando escribió en su Vida de Giotto (1550), que Giotto (1267-1337) “revivió el verdadero arte de la pintura, introduciendo el dibujo de la naturaleza de las personas vivas, que no se había practicado durante doscientos años”[48].

Si nuestra Edad Media ha sido estirada artificialmente hasta cubrir siete siglos o más, ¿significa eso que la mayor parte es pura ficción? No necesariamente. Gunnar Heinsohn, usando la arqueología comparativa y la estratigrafía (explore sus artículos o vea su video conferencia), argumenta que los eventos difundidos a lo largo de [lo que llamamos] la Antigüedad, la Baja Antigüedad y la Alta Edad Media eran de hecho contemporáneos. En otras palabras, el Imperio Romano de Occidente, el Imperio Romano de Oriente (Bizantino) y el Imperio Romano Germánico deben ser resincronizados y vistos como partes de la misma civilización que se derrumbó hace poco más de diez siglos, después de un evento cataclísmico mundial que causó una conmoción de la memoria y suscitó un gusto por los cultos de salvación apocalípticos.

Laurent Guyénot, 5 octubre 2020

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Texto original: https://www.unz.com/article/how-fake-is-church-history/

Publicacion original al espanol: Red Internacional

Traducción: María Poumier

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Notas

[1] Claire Levasseur et Christophe Badel, Atlas de l’Empire romain : Construction et apogée: 300 av. J.-C. – 200 apr. J.-C., Édiions Autrement, 2020 p. 76.

[2] Most influential was Émile Littré with his Histoire de la langue française, 1862.

[3] Angelo Mazzocco, Linguistic Theories in Dante and the Humanists: Studies of Language and Intellectual History in Late Medieval and Early Renaissance Italy, E.J. Brill, 1993, p. 175 (read on books.google.com).

[4] In the words of Jerry Brotton, The Renaissance Bazaar: From the Silk Road to Michelangelo, Oxford UP, 2010, p. 66, as already quoted in “How Fake is Roman Antiquity?”

[5] Jacques Heers, Le Moyen Âge, une imposture, Perrin, 1992, pp. 55-58.

[6] Bart D. Ehrman, Forgery and Counterforgery: The Use of Literary Deceit in Early Christian Polemics, Oxford University Press, 2013 (on books.google.com), pp. 1, 27.

[7] Heribert Illig, “Anomalous Eras – Best Evidence: Best Theory,” June 2005, on www.bearfabrique.org/Catastrophism/illig_paper.htm.

[8] Herbert Edward John Cowdrey, The Cluniacs and the Gregorian Reform, Clarendon, 1970.

[9] Marc Bloch, Feudal Society, vol. 1: The Growth of Ties of Dependance, University of Chicago Press, 1964, p. 107.

[10] Robert I. Moore, The First European Revolution, c. 970-1215, Basil Blackwell, pp. 11, 174.

[11] Harold Berman, Law and Revolution, the Formation of the Western Legal Tradition, Harvard UP, 1983, pp. 15, 108.

[12] Laurent Morelle, “Des faux par milliers” L’Histoire, n° 372, February 2012.

[13] Reproduced from from F. Henderson, (Ed.), Select Historical Documents of the Middle Ages, George Bell and Sons, 1910 (on archive.org), pp. 329-333.

[14] John Romanides, Franks, Romans, Feudalism, and Doctrine: An Interplay Between Theology and Society, Patriarch Athenagoras Memorial Lectures, Holy Cross Orthodox Press, 1981, on www.romanity.org/htm/rom.03.en.franks_romans_feudalism_and_doctrine.01.htm

[15] John Meyendorff and Aristeides Papadakis, The Christian East and the Rise of the Papacy, St Vladimir’s Seminary Press, 1994, pp. 55, 167, 27.

[16] Aviad Kleinberg, Histoires de saints. Leur rôle dans la formation de l’Occident, Gallimard, 2005, p. 72.

[17] Andrew J. Ekonomou, Byzantine Rome and the Greek Popes: Eastern Influences on Rome and the Papacy from Gregory the Great to Zacharias, A.D. 590-752, Lexington Books, 2009, p. 43.

[18] Michel Kaplan, Pourquoi Byzance ?: Un empire de onze siècles, Folio/Gallimard, 2016, p. 55.

[19] Robert Favreau, Bernadette Mora and Jean Michaud, “Chrismes du Sud-Ouest,” CNRS Editions, 1985 (Corpus des inscriptions de la France médiévale, 10), on www.persee.fr

[20] Patricia Stirnemann, Saint Augustin, Contre Faustus”, sur www.bibliotheque-virtuelle-clairvaux.com, quoted in Wikipedia.

[21] Edwin Johnson, The Rise of Christendom (1890)on archive.org, p. 360.

[22] Edwin Johnson, The Rise of Christendom, op. cit., p. 50.

[23] Edwin Johnson, The Rise of Christendom, op. cit., pp. 7, 80.

[24] James Watson, Interpolations in Bede’s Ecclesiastical history and other ancient annals affecting the early history of Scotland and Ireland, Peebles, 1883 (archive.org), p. 9.

[25] Grégroire de Tours, Histoire des rois francs, Gallimard, 1990, chapitre IV, p. 103

[26] Raoul Glaber, Histoires, éd. et trad. Mathieu Arnoux, Turnhout, Brépols, 1996, IV, §13, pp. 163-165.

[27] Thomas Creissen, “La christianisation des lieux de culte païens : ‘assassinat’, simple récupération ou mythe historiographique ?”, Gallia – Archéologie de la France antique, CNRS Éditions, 2014, 71 (1), pp. 279-287, on hal.archives-ouvertes.fr

[28] Polydor Hochart, De l’authenticité des Annales et des Histoires de Tacite, 1890 (on archive.org), pp. 3-5.

[29] Sylvain Gouguenheim, Aristote au Mont Saint-Michel. Les racines grecques de l’Europe chrétienne, Seuil, 2008.

[30] Einar Joranson, “The Problem of the Spurious Letter of Emperor Alexis to the count of Flanders,” The American Historical Review, vol. 55 n°4 (July 1950), pp. 811-832, on www.jstor.org.

[31] Jonathan Harris, Byzantium and the Crusades, Hambledon Continuum, 2003, p. 56.

[32] Robert de Clari, La Conquête de Constantinople, Champion Classiques, 2004, p. 171.

[33] Steven Runciman, A History of the Crusades, vol. 3: The Kingdom of Acre and the Later Crusades (1954), Penguin Classics, 2016, p. 123.

[34] Jonathan Harris, Byzantium and the Crusades, op. cit., p. 50.

[35] Steven Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, op. cit, p. 130.

[36] Edwin Hunt, The Medieval Super-Companies: A Study of the Peruzzi Company of Florence, Cambridge UP, 1994.

[37] Jerry Brotton, The Renaissance Bazaar: From the Silk Road to Michelangelo, Oxford UP, 2010, p. 103.

[38] In his book Re-Dating Ancient Greece (2008), Sylvain Tristan points to intriguing paralells between Plato’s and Pletho’s lives, and makes the hypothesis that Plato is in reality a fictional personae of Pletho.

[39] Paul Stephenson, The Byzantine World, Routledge, 2012, p. xxi.

[40] John Meyendorff, Byzantium and the Rise of Russia, Cambridge UP, 1981, p. 2.

[41] Steven Runciman, The Fall of Constantinople 1453, Cambridge UP, 1965, p. 190.

[42] Michel Kaplan, Pourquoi Byzance? Un empire de onze siècles, Folio/Gallimard, 2016, p. 39.

[43] Roderick Saxey II (1998-99), “The Greek language through time,” http://linguistics.byu.edu/classes/ling450ch/reports/greek.html

[44] Margaret Alexiou, “Diglossia in Greece,” in William Haas, Standard Languages: Spoken and Written, Manchester UP, 1982.

[45] Sylvain Tristan, Re-Dating Ancient Greece: 500 BC = 1300 AD?, independently published, 2008.

[46] William Miller, The Latins in the Levant: A History of Frankish Greece (1204-1566), P. Dutton & Co., 1908 (on archive.org), pp. 315, 327.

[47] Bernard Guenée, Histoire et culture historique dans l’occident medieval, Aubier, 2011, p. 9.

[48] David Carrette, L’Invention du Moyen Âge. La plus grande falsification de l’histoire, Magazine Top-Secret, Hors-série n°9, 2014, pp. 43, 53.

 

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