Falsa moral: Bajando por el tobogán de la decadencia
Tal vez la más palpable y a la vez más ignorada consecuencia de comprender que la planificación humana no sirve para nada es la agónica desaparición del arte. Arte es voluntad de creación y, a la vez, la ilusión de que nos es posible crear. El hecho de que hoy sea prácticamente imposible hacer arte (en mi caso consumirlo) es consecuencia del desenmascaramiento de la hybris humana: siempre hemos querido parecernos a Dios, a un Dios. “Dios”, eso que no es más que nuestra propia hybris fantasmagorizada: ¡quién hubiese podido crear algo tan perfecto si no la perfección misma! Cervantes lo creía, Quevedo lo gritaba con rabia malhumorada y Neruda terminó por llevarlo al hueco que le correspondía: la imaginería humana.
“Dios” no existe, no hay magia más allá de lo cotidiano, de lo que nos rodea. Y los nuevos “artistas” se diluyen entre tanta cotidianeidad, terrenalidad, insignificancia. Cualquier intento de sublimar lo que realmente somos se nos antoja una hipérbole de mal gusto, o se convierte en arma de opresión; cualquier intento de no hacerlo se nos antoja despreciablemente grosero, parco, bruto, intranscendente… o se convierte en “arte”.
Tal vez deberíamos concentrarnos en volver a ser operarios efectivos de lo que tenemos a mano. Y buscar sentido a lo que hacemos no más allá de las nubes, sino aquí al lado. Es más: podemos reaprender a ver como efectivo y con sentido sólo aquello que cada uno, en su propia circunstancia vital, percibe como contenido significante de su “sinsentido” particular.
¿Y si se trata de un problema moral? Decía Nietzsche:
¿Y si sucediese más bien al contrario? ¿Y si en lo “bueno” residiese un síntoma de retroceso, e igualmente un peligro, una tentación, un veneno, un narcótico gracias al cual acaso el presente viviese a costa del futuro, quizá con más comodidad, menos peligrosamente, pero con menos estilo, de modo más bajo? … ¿De manera que justo la moral fuese culpable de que el tipo humano jamás pueda alcanzar el mayor poder y esplendor posibles? ¿De manera que justo la moral fuese el peligro de los peligros?
Describe desde una visión fascinante un sistema en el que lo bueno se hace principalmente a expensas del futuro, poniendo de relieve la instrumentalización de la moralidad. Describe la realidad política y social de Europa en 2018.
Nunca la acción social ha sido tan “moral” como lo es hoy en día. En actos de altruismo ilimitado subvencionamos a los inmigrantes, a las familias monoparenterales, a insatisfechos con su anatomía, asociaciones anti-tabaco, empresarios y banqueros atribulados, artistas de todo tipo, promocionamos energías renovables, salvamos las ranas, el haya roja, los ratones de campo, ¡a la mismísima Gaia! Todo bajo el estandarte de una moral inmaculada, desde la absoluta impunidad que nos confiere “estar haciendo el bien”.
Yo sostengo que esa moral es una falsa moral. Al igual que Nietzsche profetizó, se trata de una moral que destruye más de lo que pretende mejorar. La base de la contraproductividad de la moralidad de hoy es la eliminación de la responsabilidad personal del concepto de la conducta moral. El requisito previo para ello fue la introducción de contratos a favor de terceros. Hasta el siglo XVIII los contratos eran básicamente entre dos partes en los que cada parte respondía ante la otra del correcto cumplimiento del mismo.
Rousseau abrió el camino a los contratos en los que el beneficiario o perjudicado ni siquiera es parte contratante. El gobernante, mediante la Ley, se liberó repentinamente de las obligaciones propias de un contratante obligando a los ciudadanos a asumir relaciones en las que el único beneficiario será el Estado. Éste y sus agentes son libres, por lo tanto, de definir lo que consideran que es bueno y malo, qué clase de moral prefieren y subvencionan. Tienen el poder de definir las formas de convivencia humana. La pantomima votacional cada cuatro años es apenas un acto litúrgico que ellos llaman legitimación democrática.
Otro paso más en la perversión de la moral fue la transformación de la solidaridad personal, basada en el sacrificio voluntario individual, en solidaridad colectiva estatal, basada en el sacrificio obligatorio de terceros. Ambas premisas, la práctica estatal de obligar a contratos en beneficio o perjuicio de terceros y la perversión de la caridad genuina –individual y voluntaria – son ahora los pilares del estado y la industria del bienestar. Y nos llevan a la descomposición social/moral de diferentes maneras.
Una moral que reclama el sacrificio individual es también una moral que exige la productividad individual. Sólo se puede regalar lo que ya se ha producido y es propio. Todo acto moral individual no es sólo fruto de una intención, sino –y principalmente – valorable en cuanto a sus resultados. La moral colectiva no requiere de ningún resultado, basta con una buena intención para justificar el asalto a las carteras de los demás. No es el objetivo primordial de la moral colectiva, con los capitales empleados, lograr resultados. El objetivo principal es encontrar razones para desplegar gasto (obviamente se trata entonces de “gasto social”). Lógico si pensamos que tanto los diseñadores como los ejecutores de la moral colectiva son a su vez los primeros beneficiarios de ese gasto (mantenimiento y crecimiento del propio aparato). De este modo transformamos el sacrificio personal voluntario, basado en la productividad y moral individuales en la entrega forzosa del fruto de nuestro afán a un grupo de especuladores y administradores de la moral de todos. Nace la moral de los parásitos. Ésta sustituye el sacrificio por la necesidad y la responsabilidad por la intención.
“Una moralidad que considera la necesidad como una reivindicación, considera el vacío – la no-existencia – como su norma, su criterio de valor; recompensa una ausencia, un defecto: debilidad, ineptitud, incompetencia, sufrimiento, enfermedad, desastre, la falta, la lacra, el fallo – el cero.” Ayn Rand
Aquellos que permiten el cumplimiento de estas demandas, el ahorrador, el productivo, el emprendedor, el innovador sólo tienen un lugar en esta moral: ser huéspedes/víctimas. Ayn Rand observó: “Si las necesidades son el punto de referencia, cada uno es a la vez víctima y parásito. Como víctima, tiene que trabajar para satisfacer las necesidades de los demás, pero sigue siendo un parásito cuyas necesidades deben ser satisfechas por otros. Sólo podrá presentarse ante los demás como mendigo o como esquilmado.”
Esta perversión de la moral, la moral de los parásitos es la que prevalece hoy en día en todos los campos. Consume nuestro capital únicamente para la satisfacción de requisitos impostados (los “tengo derecho a”), vive a expensas del futuro sin tener que medirse a las consecuencias hoy. Ello es posible porque se ha extirpado la responsabilidad de la moral y porque sus ejecutores pueden tomar decisiones en su propio beneficio a costa de los demás. Por lo tanto, las pensiones están a salvo porque supuestamente alguien (otro) las pagará mañana. El dinero está a salvo porque supuestamente otro lo ganará mañana. El suministro de energía está asegurado porque pagamos hoy para que mañana aparezcan tecnologías que aún no existen, siempre mañana. Observamos en todas partes la victoria de la intención sobre los resultados, del deseo sobre la realidad.
La moral de hoy no se limita a las personas o las maquinaciones de la política y la burocracia. Crea de las nada nuevas ideologías. La idea del ambientalismo, por ejemplo, no es más que la perversión de principios morales anteriores. Durante miles de años el mayor logro cultural del ser humano consistió en diferenciarse de los animales para mejor adaptarse a su medio ambiente y transformarlo para mejor cubrir sus necesidades. Las numerosas intervenciones en una naturaleza completamente despiadada con nosotros fueron y son la base de todas las formas de la civilización.
Apenas cuatro generaciones de prosperidad y enseñanza pública/gratuita/obligatoria han bastado para convertir al conquistador en un abusador. Hoy cualquier estrella del pop canta un “la tierra es buena, ¿por qué nosotros no?” y a nadie le sorprende. Uno se pregunta por qué esta Gaia tan amable necesita de nuestra intervención para alimentarnos o para protegernos de sus estados de ánimo atmosféricos. ¿Por qué, en su bondad infinita, nos expone a virus y bacterias, tsunamis, huracanes, sequías, inundaciones y erupciones volcánicas? ¿Por qué comer y ser comido es el principio rector y el sustento de toda vida en su superficie?
¡Bobadas! La tierra es buena, nosotros no. Somos parásitos del planeta, abusadores inmorales de nuestro medio natural.
Que tales efusiones intelectuales no sólo no sean criticadas, sino consideradas una expresión admirable de conciencia profunda e integridad moral, es una forma de decadencia en el sentido más original de la palabra. Cuando una sociedad convierte la negación de sus propios logros y oportunidades en principio moral inicia el hundimiento vertiginoso hacia su desaparición.
Cuando la moral mide los actos en función de la pura necesidad y no de la capacidad para superarla, convertimos la mediocridad en meta a conseguir y a todo productor en huésped a parasitar. Mantener la mediocridad como meta final no sólo consume los recursos, impide la producción de otros nuevos. Cuando la dualidad inseparable entre riesgo y oportunidad se resuelve siempre y cobardemente en detrimento del riesgo, no estamos sólo ante un estancamiento, nos abocamos a la regresión. Lo que necesitamos no es una nueva política o un partido nuevo, necesitamos una nueva moral. Una moral que tenga su base en lo que existe y no en lo que no existe. Una moral que reconozca al menos que usted no puede preparar, comer y regalar su pastel al mismo tiempo.