En Occidente, el liberalismo es presentado como una doctrina que no caduca. Puro producto del genio europeo, el liberalismo da presuntamente origen a las maravillosas proezas de las que tanto se jactan las sociedades desarrolladas.
Pero la ideología dominante no se limita a atribuirle todas las virtudes a domicilio. También le atribuye una influencia benéfica que no reconoce fronteras. Según sus adeptos más entusiastas, ¡las recetas liberales están salvando el mundo! Un editorialista francés afirmó, por ejemplo, en un debate y sin que nadie lo contradijera, que «el liberalismo ha erradicado la pobreza en China». La razón se tambalea ante una afirmación tan perentoria.
¿Cómo convencer a creyentes tan fanatizados de que una doctrina que predica la libre competencia y que prohíbe la intervención del Estado en la economía es algo que simplemente no existe en China? Lo que sí se ve en ese país es, por el contrario, un Estado soberano dirigido por el Partido Comunista y encargado de planificar el desarrollo nacional a largo plazo.
Se trata ciertamente de un Estado fuerte que se apoya en un sector privado floreciente. Pero también existe en China un poderoso sector público [o sea estatal] que posee el 80% de los recursos en las industrias fundamentales. Para quienes todavía no lo han notado, hay que señalar que en China el Estado controla la moneda nacional, que el sistema bancario está bajo control del Estado y que los mercados financieros están bajo estrecha vigilancia.
Es evidente que la apertura internacional que el poder comunista emprendió a partir de los años 1980 permitió captar valiosísimos recursos y obtener transferencias de tecnología. Pero no se percibe ninguna relación entre esa audaz política comercial y los dogmas liberales, como los de la autorregulación del mercado o la competencia pura y perfecta. El liberalismo no inventó el comercio, que ya existía mucho antes de que germinara en el cerebro de Adam Smith la más mínima idea liberal. «Estado fuerte», «planificación a largo plazo» son fórmulas que no huelen precisamente a liberalismo y atribuir a esta doctrina los progresos espectaculares de la economía china no tiene el más mínimo sentido.
¿Se logró vencer la pobreza gracias a las recetas liberales? Eso cabe sólo en la imaginación de los propios liberales. En la vida real, el éxito económico de China se debe más a la mano de hierro del Estado que a la mano invisible del mercado. La economía mixta piloteada por el Partido Comunista de China ha fructificado. En 30 años, el PIB se multiplicó por 17 y la economía china sacó de la pobreza a 700 millones de personas. Como la reducción de la pobreza en el mundo entero durante ese periodo se debe esencialmente a la política económica china, resulta difícil atribuir al liberalismo los progresos que la humanidad ha alcanzado recientemente.
En el plano de la relación entre liberalismo y desarrollo, resulta igualmente instructiva la comparación entre los dos gigantes asiáticos. En 1950, la India y China se hallaban en un estado de ruina y miseria extremas. La situación de China era incluso peor que la de la India, con un PIB inferior al del África subsahariana y un promedio de esperanza de vida de 42 años. Hoy en día China es la primera potencia económica mundial y su PIB es 4,5 veces el de la India. Y no es por falta de progresos en la India.
Después de haber sentado las bases de una industria, luego de alcanzar su independencia en 1947, la India ha registrado, desde hace 20 años, un desarrollo acelerado y hoy ocupa una posición de primer plano en sectores como la informática y la industria farmacéutica. Sin embargo, a pesar de sus insolentes tasas de crecimiento anual, la India sigue caracterizándose por una pobreza a nivel de masas que China sí ha logrado eliminar. Jean Dreze y Amartya Sen, autores del libro Splendeur de l’Inde? Développement, démocratie et inégalités [1], resumen la paradójica situación de la India de la siguiente manera: «La India subió por la escalera del ingreso por habitante al mismo tiempo que resbaló por la pendiente de los indicadores sociales.»
En efecto, a pesar de sus cifras record en materia de crecimiento, la situación de la India no es la mejor. Es mejor nacer en China que en la India, donde la tasa de mortalidad infantil es 4 veces más alta. La esperanza de vida de los indios (67 años) es sensiblemente inferior a la de los chinos (76 años). Una tercera parte de la población india vive sin electricidad ni instalaciones sanitarias, mientras que la malnutrición afecta a un 30% de los indios.
¿Cómo explicar tanta diferencia entre la India y China? Jean Dreze y Amartya Sen estiman que:
«la India es el único país de los BRICS que no ha conocido una fase de expansión importante de la ayuda pública o de redistribución económica. China alcanzó desde muy temprano enormes progresos en materia de acceso universal a la enseñanza primaria, a la atención médica y a la protección social, incluso antes de lanzarse a iniciar reformas económicas orientadas hacia el mercado, en 1979.»
Si un economista indio (Premio Nobel de Economía en 1998) ha llegado a decir que la India debería haber hecho como China –por supuesto, en el plano económico–, es porque debe tener muy buenas razones para pensar de esa manera. Y lo que dice es extremadamente claro: la India, al contrario de China, ha carecido de una inversión masiva del Estado en la educación y la salud. Lo que ha afectado a la India no es un exceso sino un déficit de Estado.
¿Pero por qué? Los dos economistas anteriormente citados presentan una explicación particularmente interesante, relacionada con la política educativa:
«Los planificadores indios eran lo contrario de sus homólogos de los países comunistas, en Moscú, Pekín y La Habana. Estos últimos prestaban mucha atención a la educación escolar universal, considerada como una exigencia fundamental del socialismo, y ninguno de ellos hubiese permitido que grandes cantidades de niños se quedaran sin ser escolarizados.»
En la India, por el contrario, «la predisposición de las clases y de las castas superiores contra la educación para las masas» frenó la generalización de la enseñanza primaria, provocando un retraso considerable en cuanto al acceso a la educación. No es una obscura fatalidad sino la orientación ideológica lo que explica la diferencia de los niveles de desarrollo entre China y la India. Aunque proclamaban ideales progresistas, las élites dirigentes de la India no apostaron por la elevación del nivel escolar de las masas indias, manteniéndose así a los «Intocables» condenados a quedar al margen de una sociedad jerarquizada, muy lejos del igualitarismo –incluso entre hombres y mujeres– predicado por la ideología maoísta de la China popular.
Subrayando ese contraste, Amartya Sen cita un comentario del escritor indio Rabindranath Tagore sobre su viaje a la Unión Soviética (en 1930):
«Al poner pie sobre el suelo de Rusia, lo primero que llamó mi atencion fue que, al menos en materia de educación, el campesinado y la clase obrera habían hecho progresos tan grandes en unos pocos años que no se ha visto nada comparable ni siquiera entre nuestras superiores en siglo y medio.»
Cada cual podrá decir lo que quiera sobre los regímenes comunistas pero es indiscutible que apostaron por la educación universal, por la salud para todos y por la emancipación de la mujer. Como las continuidades históricas son a veces sorprendentes, podemos por cierto vincular ese comentario desconocido de Tagore sobre la URSS de los años 1930 con otro documento: el resultado del estudio internacional sobre la lectura [2] que realiza la Asociación Internacional para la Evaluacion del Rendimiento Educativo (IEA, siglas en inglés). Aplicado en 2016 a 319 000 alumnos de la enseñanza primaria en 50 países, este estudio compara las capacidades de los alumnos en lectura y en compresión de un texto escrito. Rusia quedó en primer lugar (en un empate con Singapur).
La realidad es que en China, al igual que en la URSS, la enseñanza pública –principalmente la enseñanza primaria, o sea el aprendizaje de la lectura y la escritura y del cálculo– era una prioridad. Si China ha sido capaz de resolver problemas que hoy siguen existiendo en la India (el analfabetismo, la insalubridad y la alta mortalidad infantil), seguramente no es porque sea más adepta al «liberalismo».
En realidad es exactamente lo contrario. Al dotar al país de sólidas infraestructuras públicas, el socialismo chino –a pesar de sus errores– creó las condiciones de un desarrollo a largo plazo. A pesar de todos sus elogios al libre comercio, los dirigentes del Partido Comunista saben bien que la cohesión de la sociedad chino no se basa en el comercio internacional. Antes de abrir su economía, China se dotó de un sistema educativo y de salud que le permite hacer frente a la competencia económica mundial. Es evidente que hoy está recogiendo los frutos de sus esfuerzos.
Por supuesto, no fue tampoco el liberalismo lo que llevó a Deng Xiaoping a imponer la política del hijo único. Con esa injerencia en la vida privada, Pekín ganó la apuesta de un control de la natalidad indispensable para el desarrollo. Todo el mundo está hoy de acuerdo en que valía la pena. ¡Pero es difícil atribuir al liberalismo el éxito de una drástica regulación de los nacimientos impuesta por el Partido Comunista! Bajo un régimen pluralista, esa política sería simplemente inconcebible. No siendo pluralista ni liberal, el régimen chino podía planificar el desarrollo del país sacrificando los intereses privados al interés general. Mientras tanto, los resultados hablan por sí mismos y es probable que los chinos comprendan mejor la decisión en la medida en que se ha suavizado esa política. En la India, los intentos de Indira Gandhi no tuvieron el mismo éxito y el desarrollo del país sigue hipotecado por la demografía.
Pero el ejemplo de la demografía demuestra precisamente que la cuestión del desarrollo puede verse de otra manera si se reexamina más cuidadosamente la situación de la India. Jean Dreze y Amartya Sen plantean que:
«Los Estados indios con éxito son los que crearon las sólidas bases de un desarrollo participativo y de una ayuda social y promovieron activamente la extensión de las capacidades humanas, particularmente en los sectores de la educación y la salud.»
Con un índice de desarrollo humano que clasifica ampliamente como el más alto del país, el Estado indio de Kerala (en el suroeste) es considerado la vitrina social del subcontinente. Es también el Estado indio que ha tenido la mejor transición demográfica, lo cual favorece la evolución positiva de la condición femenina. La disminución de la natalidad está en correspondencia directa con la elevación del nivel de educación. Muy pobre en el momento de la independencia (1947), el Estado de Kerala emprendió un ambicioso programa de desarrollo en los sectores de la educación y la salud, creando las condiciones de un desarrollo económico cuyos frutos recoge actualmente. Con el ingreso promedio por habitante más elevado de toda la India (70% superior a la media nacional), un 98% de escolarización, una tasa de mortalidad infantil 5 veces más baja que la tasa media de los Estados indios, el Estado de Kerala –que a pesar de contar 34 millones de habitantes nunca se menciona en la prensa occidental– también se caracteriza por favorecer el papel político y social de la mujer.
Pero esos éxitos son resultado de una política que empezó hace mucho. Como en China, el desarrollo de la India se acompaña de la preocupación por hacerlo duradero. Jean Dreze y Amartya Sen indican:
«El Estado de Kerala ha sido constantemente objeto de denuncias por parte de los comentaristas que desconfían de la intervención estatal, juzgándola insostenible y engañosa, e incluso capaz de conducir a la debacle. Sin embargo, ha resultado que el mejoramiento de las condiciones de vida en ese Estado no sólo ha continuado sino que incluso se ha acelerado con ayuda de un rápido crecimiento económico, favorecido a su vez por la atención prestada a la instrucción primaria y a las capacidades humanas.»
Este avance de Kerala en relación con los demás Estados de la India no es herencia del periodo anterior a la independencia ya que en 1947 el Estado de Kerala era extremadamente pobre. Ese progreso es fruto de un combate público cuyo momento clave se sitúa en 1957, cuando Kerala fue el primer Estado indio en elegir una coalición dirigida por los comunistas. Desde entonces, los comunistas ejercen allí el poder alternando con una coalición de centroizquierda dirigida por el Partido del Congreso. En todo caso, no parece que los comunistas del Partido Comunista de la India (Marxista) [CPI-M, según sus siglas en inglés] y sus aliados –nuevamente en el poder desde 2016 después de haber convertido el Estado de Kerala en el más desarrollado de la India– se hayan inspirado en las doctrinas liberales.
En resumen, para justificar la imagen de salvador del mundo, el liberalismo tendrá que demostrar que tiene algo nuevo que aportar a los dos países más poblados del planeta. Que la China comunista sea responsable de la parte fundamental de lo que se ha hecho por erradicar la pobreza en el mundo y que ese hecho no se dé a conocer a la opinión occidental es algo que dice mucho sobre la ceguera ideológica prevaleciente. Pudiéramos continuar este análisis mostrando que un pequeño país del Caribe sometido a un bloqueo ilegal ha sido capaz, a pesar de ese bloqueo, de construir un sistema de educacional y de salud sin equivalente entre los países en desarrollo.
Con el 100% de sus niños y adolescentes escolarizados y con un sistema de salud ampliamente reconocido por la Organización Mundial de la Salud (OMS), Cuba realizó recientemente la proeza de ofrecer a su población una esperanza de vida superior a la de Estados Unidos y una tasa de mortalidad infantil equivalente a la de los países desarrollados.
Los métodos que han permitido a Cuba alcanzar esos resultados nada tienen de liberal, pero cada cual tiene su propia concepción en materia de derechos humanos: al reducir la mortalidad infantil de 79 por mil (en 1959) a 4,3 por mil (2016), el socialismo cubano salva miles de niños cada año.
Para comprobar los maravillosos efectos del liberalismo basta con ver lo que sucede en el resto de la región. Por ejemplo, en Haití, protectorado estadounidense con una esperanza de vida de 63 años (en Cuba es de 80 años), y en la República Dominicana –un poco mejor que Haití– donde la esperanza de vida de 73 años y la mortalidad infantil es 5 veces superior a la de Cuba.
Pero esas nimiedades no interesan a los adeptos del liberalismo. Estos ven esa doctrina como una panacea –término perfecto ser por la panacea un remedio mitológico y por tanto inexistente– cuyas virtudes iluminan a todos desde este Occidente que ya lo aprendió todo y que desea extender sus beneficios a poblaciones derretidas de emoción ante tanta bondad y dispuestas a poner su fe en el homo œconomicus, la ley del mercado y la libre competencia. Tomando el fruto de sus elucubraciones por hechos del mundo real, confunden iniciativa privada –que existe en diversos grados en todos los sistemas sociales– y liberalismo, una ideología desconectada de la realidad, que sólo existe en las mentes de los liberales para justificar sus propias prácticas.
Si la sociedad fuese como los liberales dicen, funcionaría con tanta regularidad como el movimiento de los planetas. Las leyes del mercado serían tan inflexibles como las leyes de la naturaleza. Como un director de orquesta, el mercado armonizaría los intereses divergentes y distribuiría los recursos de forma equitativa. Toda intervención estatal sería nociva dado que el mercado genera espontáneamente la paz y la concordia. La fuerza del liberalismo reside en que esa creencia legitima la ley del más fuerte y presenta como algo sagrado el acto de apropiarse del bien común.
Por eso el liberalismo es la ideología espontánea de las oligarquías sedientas de dinero, de las burguesías avariciosas.
El drama del liberalismo es, en cambio, que se ve desechado por inservible cada vez que una sociedad prioriza el bienestar de todos y pone el interés común por encima de los intereses particulares.