Para vencer la resistencia de los pueblos nunca han sido suficientes las armas. A la guerra, las ocupaciones y colonizaciones, les acompaña y muchas veces les antecede, la imposición de la cultura del invasor.
Entre los años 58 y 52 A.N.E. las legiones romanas, bajo el mando de Julio César, invadieron las Galias. Ochocientas ciudades conquistadas, un millón de prisioneros vendidos como esclavos y unos tres millones de muertos fue el saldo, según Plutarco, de la conquista.
Para extender la campaña hasta más allá del Rin, César necesitaba el apoyo del Senado; para lograrlo creó una amenaza, la amenaza germana. Tiberio, sucesor de Augusto, prefirió no usar la guerra para someter a los belicosos germanos, pero lo intentó a través de la cultura. A orillas del Rin, el emperador construyó una ciudad romana con termas, teatros, templos y avenidas, les ofreció las “ventajas” de la civilización romana.
Construir una amenaza, demonizar al enemigo, usar el miedo, han sido recursos muchas veces utilizados por los invasores para obtener el apoyo de sus pueblos y movilizarlos o desmovilizarlos según sus intereses.
Después de la 2da. Guerra Mundial, el Miedo Rojo fue manejado eficazmente por el imperio norteamericano, si el pueblo estadounidense se intranquilizaba, se tocaba a rebato: ¡Qué vienen los rusos!
Destruir la identidad de los pueblos, imponer la cultura del conquistador a sangre y fuego, borrar la memoria histórica, es primordial para perpetuar el saqueo y la dominación, un pueblo sin memoria es fácilmente encadenado y explotado.
La Ciudad de México se construyó sobre las ruinas de Tenochtitlan, los conquistadores españoles no dejaron piedra sobre piedra. En las Américas “descubiertas” destruyeron los quipus incas, los códices mayas, los observatorios astrológicos, los calendarios, los templos, las imágenes y símbolos religiosos, los monumentos, ciudades y pueblos e impusieron su idioma y su religión.
Durante la guerra de Iraq las tropas estadounidenses saquearon cientos de monumentos históricos, robaron piezas museables de incalculable valor, libros irremplazables; desvalijaron el Museo Nacional de Iraq, en 48 horas el edificio fue destrozado y saqueado y, al menos, 50 mil piezas fueron robadas.
La Biblioteca Nacional de Iraq en Bagdad fue asaltada e incendiada, la Universidad de Bagdad ardió dos veces el mismo día. “Al destruir la herencia de Iraq, su pueblo, su arquitectura, milenios de cultura de la humanidad quedaron barridos”.[1]
Durante el periodo de reconstrucción, en el país destruido por la guerra, una de las primeras propuestas realizadas por los “libertadores”, fue edificar un Disney World.
Mir Ahmad Joyenda, diputado del Parlamento afgano, afirma que en el caso de esa nación, soldados extranjeros, por la noche, socavaban los muros y penetraban en el Museo Nacional para robar. Afganistán ha sido víctima del robo y destrucción intencionados de sus riquezas arqueológicas.
Sobre los pueblos pesan siglos de engaño, engaño que con la llegada de los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, ha tomado dimensiones muy difíciles de medir en toda su magnitud.
Según Luis Brito García, mediante la cultura se impone la voluntad al enemigo y se inculcan concepciones del mundo, valores y actitudes. “A la larga el aparato político no puede defender victoriosamente en la guerra, o imponer en la paz, lo que la cultura niega”.[2]
El poder global capitalista, cuenta hoy con poderosas armas culturales. “Con operaciones de penetración, de investigación motivacional, de propaganda y de educación, los aparatos políticos y económicos han asumido la tarea de operar en el cuerpo viviente de la cultura. La operación tiene como instrumental quirúrgico un arsenal de símbolos; como campo el planeta, como presa la conciencia humana. Sus cañones son los medios de comunicación de masas, sus proyectiles las ideologías”.[3]
Los grandes capitalistas saben que el control ideológico es fundamental para que los pueblos no se rebelen contra la explotación de las transnacionales, e invierten y se adueñan de los medios masivos de comunicación, un tejido multifactorial que actúa para influir y manipular la opinión pública.
¿Cómo nos libramos de la americanización de nuestros hábitos, gustos, costumbres y pensamiento? ¿Cómo privamos a la gente de sus gustos y prácticas de toda la vida? Los juegos, el entretenimiento, los espectáculos, forman parte de nuestra forma de ser, de vivir. ¿Cómo renunciar a la manera de vestirnos, a las series de televisión que nos gustan, a la música que escuchamos, al deporte que vemos; a todo eso que nos causa placer, cuando apoltronados en la sala de nuestra casa, frente al televisor, esperamos “distraernos” un rato, descansar, “desconectar”?
La influencia romana llegó solo a una parte del planeta, los imperios sucesivos tuvieron sus zonas limitadas a espacios más o menos extensos. Del imperio de Carlos V se decía que en él nunca se ponía el sol. El influjo cultural de España, Gran Bretaña y Portugal fue enorme, extendieron por buena parte del mundo su lengua, hábitos y costumbres, pero Estados Unidos ha logrado llevar su influencia a todo el orbe, desde lo político hasta la moda.
Los habitantes de este mundo, hasta en el más remoto rincón de la tierra, usan blue jeans, consumen hamburguesas, toman Coca-Cola, mastican chicles, llevan gorras y pulóveres con imágenes o letreros estadounidenses, son seguidores de los grupos y cantantes norteamericanos, son fanáticos de las series de televisión y del cine de Hollywood, siguen las noticias y chismes de las estrellas de cine, se entretienen con las imágenes morbosas que destapan los paparazzi, el amor, el sexo, la moda, los sueños son cada vez más made in USA.
La globalización de la cultura es una realidad, pero habría que agregarle un apellido, globalización de la cultura estadounidense.
El poder del imperio tiene hoy una enorme experiencia, su dominio de la industria cultural, de los medios de comunicación e información, les da una gran ventaja, pero ese poder tiene como contrapartida al proyecto socialista cubano, un proyecto cultural validado por 60 años de existencia, que posee, además, por su propia autenticidad, la virtud de nutrirse de las contraculturas que genera. Su ejemplaridad fomenta el surgimiento de proyectos similares, autónomos, en otros lugares del mundo.
El poder de una cultura, decía Antonio Gramsci, se mide por su nivel de asimilación crítica y de superarse ante las nuevas realidades. Libre de todo determinismo histórico, Cuba es una “anomalía” que no puede ser aceptada por el orden capitalista mundial.
Antagonista de la religión del mercado impuesta al mundo como la última estación de su camino, en un mundo que pretende negar la historia, cuenta con su cultura como primera, segunda y última líneas de defensa.
Raúl Antonio Capote (*), 4 diciembre 2018