En estos tiempos más recientes, en España se ha puesto de moda hablar de la República, la Guerra Civil y el franquismo por razones no propiamente históricas sino más bien de tipo político y no exentas de polémica. Ya he tratado de pasada estos temas en algunos artículos previos, con ánimo de mostrar la historia tal cual fue, sin buenos ni malos, con claros y oscuros por parte todos los implicados, y sobre todo con el propósito de que el conocimiento de la historia nos sirva de algo: apreciar lo que hay detrás de la fachada y luego reflexionar, aprender y evolucionar. Asimismo, me interesa igualmente una cierta visión analítica o especulativa de la historia en la que nos podemos preguntar “qué hubiera podido suceder si…”, y en este sentido la convulsa historia de la España contemporánea nos ofrece múltiples escenarios de historia-ficción.
Precisamente, y con referencia al tema de la posguerra, me gustaría exponer unos hechos que son bastante desconocidos para la gran mayoría de la población española, sin que por ello haya existido ningún tipo de ocultación. Me refiero al intento de golpe de estado de los franquistas contra Franco, un episodio que quedó semienterrado en la historia casi en el mismo momento de producirse, hace más de 70 años. Lo cierto es que los hechos están ahí; otra cosa que se los pase por alto en la educación escolar o que no aparezcan en los espacios documentales, o que simplemente sean sucesos de carácter secundario a juicio de los historiadores. El motivo de esta relativa ignorancia quizás se deba a que actualmente la historia se suele escribir, explicar o enseñar desde ciertas posiciones ideológicas o políticamente correctas, donde se tiende a simplificar todo o incidir más en unos aspectos mientras que otros son ocultados o tergiversados.
De este modo, para la mayoría de la población española, en España sólo existió un golpe por excelencia en el siglo pasado: el llamado “Alzamiento” del 18 de julio de 1936, que –tras fracasar parcialmente– dio paso a la Guerra Civil, que acabó con la República e instauró el régimen franquista durante 40 años. Sin embargo, hemos de recordar que en España se dieron otros golpes de estado, o intentonas fallidas, ya fueran de carácter militar o civil. Hasta la fecha tenemos la siguiente lista:
- En septiembre de 1923 se produjo el golpe militar –sin violencia– del general Primo de Rivera, con el beneplácito del rey Alfonso XIII. El régimen parlamentario fue suprimido y se implantó una dictadura que duró hasta 1930 (prorrogada luego por una dictablanda hasta 1931).
- En junio de 1926 se planeó ejecutar una revuelta militar (la “Sanjuanada”) contra la dictadura de Primo de Rivera. En realidad, la operación fue abortada antes de llevarse a cabo.
- En octubre de ese mismo año se urdió el complot de Prats de Molló, un intento liderado por el político catalán Francesc Macià de invadir Cataluña desde los Pirineos franceses para derrocar la dictadura y proclamar la independencia de Cataluña. El plan fue descubierto poco antes de activarse y los implicados fueron arrestados por la gendarmería francesa.
- En enero de 1929 se intentó un golpe cívico-militar, promovido por el político Sánchez Guerra, contra la dictadura. La conjura apenas tuvo eco entre el estamento militar y fue desmontada enseguida. Sorprendentemente, el político fue sometido a consejo de guerra, pero resultó absuelto, mientras que los militares juzgados fueron condenados a penas de prisión.
- En diciembre de 1930 tuvo lugar una sublevación militar de carácter republicano en la guarnición de Jaca, a cargo de los capitanes Galán y García Hernández. La rebelión fue sofocada en un par de días y los capitanes fusilados. Unos días después se dio otra intentona republicana: la cuartelada de Cuatro Vientos, que fue más una bravuconada que un golpe, siendo protagonistas el general Queipo de Llano y el comandante Franco, que tuvieron que huir a Portugal.
- En abril de 1931, tras las elecciones municipales, se proclamó la República por la agitación callejera y la presión de las fuerzas políticas republicanas, que habían perdido dichas elecciones[1]. El rey abandonó el país y se implantó un régimen provisional republicano.
- En agosto de 1932, el general Sanjurjo intentó un golpe de estado (la “Sanjurjada”) contra la República, pero la maniobra –con sede en Sevilla– apenas consiguió arrastrar a unos pocos seguidores y fracasó a las pocas horas de iniciarse.
- En octubre de 1934 el President de la Generalitat Lluís Companys se alzó contra el gobierno cedista-radical y declaró la República Catalana con el apoyo de elementos radicales catalanistas, pero el golpe apenas duró un día y fue sofocado por el general catalán Domingo Batet. En las mismas fechas hubo un movimiento de revolución obrera en Asturias, a modo de golpe popular impulsado por las izquierdas, que duró dos semanas y que fue duramente reprimido por el ejército.
- En marzo de 1939, las facciones republicanas no comunistas, lideradas por el coronel Segismundo Casado, dieron un golpe de estado contra el gobierno establecido y después de una semana de combates se hicieron con el poder. El gobierno resultante, el Consejo Nacional de Defensa (compuesto por anarquistas, sindicalistas, socialistas y republicanos moderados), fue el encargado de poner fin a la Guerra Civil al rendirse al general Franco.
- En 1978 se desbarató un proyecto de golpe de estado –llamado “operación Galaxia”– a cargo de una cúpula de militares.
- El 23 de febrero de 1981 un grupo de militares intentó dar un golpe de estado, llegando a ocupar el Congreso y sacando tanques a la calle, pero fue neutralizado en cuestión de horas.
- En octubre de 2017 las autoridades catalanas procedieron a dar un “golpe institucional”[2] contra el estado y la constitución al proclamar unilateralmente la separación de Cataluña del resto de España. En la práctica no pasó apenas nada y luego los gobernantes dijeron que todo había sido simbólico, sin efecto, pero las consecuencias se desataron en el terreno judicial, como ya es harto sabido.
Hasta aquí todo es conocido y ha sido más o menos abordado por muchos historiadores, aunque está claro que el golpe del 36 ha concentrado el mayor número de investigaciones por su impacto y sus trágicas consecuencias. En cambio, y quizá por el hecho de que la conjura contra Franco no pasó del ruido de sables, se considera este episodio como un hecho menor y casi anecdótico, y más aún por cuanto no hubo participación directa o significativa de potencias extranjeras ni de opositores republicanos. No obstante, esa conspiración existió y estuvo cerca de llevarse a cabo, lo cual nos muestra que el bloque franquista no era tan monolítico como a veces se quiere presentar en la actualidad. Por supuesto, al final no hubo golpe efectivo, pero sí un proyecto de golpe contra el dictador por parte del más alto estamento militar, y que de haber triunfado muy posiblemente habría cambiado la historia de España. Esto es lo que voy a tratar de exponer seguidamente a través de los hechos y protagonistas principales.
Antes de ir directamente al asunto, empero, es preciso citar unos antecedentes y un contexto previo para entender lo que vino después. Nada más iniciarse la guerra en julio de 1936, todas las tendencias sociales y políticas se polarizaron rápidamente hacia los dos extremos en liza, aunque retuvieron su identidad dentro de cada bando. En la zona republicana las diferencias y disensiones entre las facciones fueron continuas y acabaron por minar gravemente la eficacia del esfuerzo militar. De hecho, aparte de numerosas disputas puntuales, se dieron dos pequeñas guerras civiles (entendidas como enfrentamientos armados) dentro del bando republicano, una en 1937 y la otra en 1939. En la llamada “zona nacional” había básicamente cuatro grupos sociales que apoyaban la sublevación: el centro-derecha republicano, los monárquicos de Renovación Española, los tradicionalistas (o carlistas/requetés) y los falangistas. Los dos primeros se acabaron por diluir o encuadrar en posiciones más extremistas. En cuanto a los requetés y falangistas, se pusieron al servicio de los militares sublevados y formaron sus propias milicias o columnas.
Cuando Franco asumió el máximo poder civil y militar el 1 de octubre de 1936, en calidad de jefe del “Estado español” y Generalísimo, su preocupación fue lograr la unidad política completa y la sumisión de todas las facciones bajo su mando para evitar problemas y disputas internas que perjudicaran la lucha militar, por lo que las milicias se acabaron integrando en el ejército regular. En lo político, Franco ninguneó a la derecha republicana y a su líder Gil Robles, neutralizó al líder tradicionalista Fal Conde y mantuvo fuera de España a Juan de Borbón –el heredero a la Corona– para que no estorbara ni agitara a los monárquicos[3]. En cuanto a la Falange, que era la fuerza política más activa e independiente, Franco no hizo ningún esfuerzo por salvar de la muerte a José Antonio Primo de Rivera, que era un referente político de mucho mayor calado que él, y se esmeró en controlar a la dirección de Falange para que no actuara demasiado por su cuenta ni llegase a poner en práctica su revolución nacional-sindicalista.
Llegado el momento, en 1937, y ante la insistencia de Falange de mantener su autonomía, Franco juzgó por rebelión a su líder, Manuel Hedilla, y lo condenó a muerte, aunque luego le conmutó la pena. Él mismo decidió entonces hacerse jefe de un partido único, el “Movimiento” nacional, construido en torno a una formación llamada F.E.T. y de las J.O.N.S.[4], un conglomerado de falangistas y requetés. En realidad, era una alianza forzada y mal avenida, pues los dos integrantes diferían fuertemente en muchos aspectos e incluso estaban enfrentados. Así, una vez concluida la guerra, ambas tendencias pugnaron por el poder y chocaron no pocas veces, llegando incluso a actos violentos[5], aunque a la postre los falangistas consiguieron la preponderancia. En todo caso, Franco tenía bajo control a la gran masa social vencedora de la guerra y también a la tropa y oficialidad militar.
Otra cosa era la diversidad de opiniones entre los altos mandos militares, y este fue un problema no menor que tuvo que afrontar Franco nada más finalizar la contienda. Así, en el bando franquista hubo generales de diversa adscripción ideológica: republicanos, conservadores, liberales, carlistas, monárquicos y falangistas. Todos le fueron leales durante la guerra, si bien a veces mostraron discrepancias en cuestiones técnicas militares, pero fue luego –al alcanzarse el objetivo que les unía, vencer al enemigo– cuando se empezó a producir una separación entre los fieles a prueba de toda sospecha y los críticos, que no eran pocos ni poco importantes.
Franco, como ya se ha dicho, había acumulado todos los poderes y actuaba como un semidiós sin que nadie le pudiera alzar la voz, y para el control directo de Falange y del aparato del estado había colocado a su cuñado Ramón Serrano Suñer en las más altas posiciones políticas del régimen, mientras trataba de ubicar y contentar al resto de tendencias de uno u otro modo. El problema real, sin embargo, es que los generales tenían ideas firmes sobre el futuro del país y algunos consideraban a Franco como un igual, un primus inter pares, y por tanto creían tener la potestad de discutir con él y formular sus propuestas y opiniones abiertamente, como en una junta de generales. En todo caso, esperaban que –como mínimo– Franco les consultase para las decisiones más importantes.
Ese fue su gran error y desengaño, el que iba a provocar cada vez más roces y distanciamientos en los primeros años de posguerra hasta el punto de formarse un sólido grupo de generales críticos a Franco, la flor y nata de los mandos que habían ganado la guerra. Entre estos cabe citar a Kindelán, Varela, Queipo de Llano, Ponte, Orgaz, Aranda, García Valiño, Dávila, Beigbeder, de Orleans, Rolando de Tella, Barrón, Vigón, Monasterio, Sánchez González, etc. En principio, querían hacer entrar en razón a Franco sobre la evolución del régimen, pero sin tensar la cuerda. No obstante, con el paso del tiempo se mostraron más decididos –sobre todo Kindelán y Aranda– y se plantearon como objetivo final sacar a Franco del poder si no se avenía a aceptar sus propuestas (o exigencias). Aparte, existían otros malestares hacia Franco causados por cuestiones más de tipo personal o profesional, y en esos casos –y según las circunstancias– Franco actuó con mesura o con dureza, no dudando en marginar y castigar a generales de primer nivel, como ocurrió en particular con el propio Gonzalo Queipo de Llano[6].
Para resumir la situación a partir de 1939, podemos decir que el descontento y la discrepancia de los generales hacia Franco se centraban fundamentalmente en estos tres asuntos:
En primer lugar, muchos generales no veían bien el absoluto protagonismo que había cobrado Falange en todas las esferas. Criticaban la ineficacia y la corrupción de la burocracia falangista y el poder casi ilimitado de Serrano Suñer. Además, consideraban que en las filas falangistas había muchos fanáticos y arribistas, con la potestad de hacer casi lo que quisieran mientras Franco miraba hacia otra parte. Así, los roces y recelos entre militares y falangistas fueron abundantes. Por poner un ejemplo, en enero de 1940 los falangistas efectuaron sacas de presos republicanos en las cárceles de Valencia y los ejecutaron sin más (al estilo de lo que se había hecho en la zona republicana en 1936). El gobernador militar de la región, el general Antonio Aranda, se indignó por estos hechos y mandó fusilar a los falangistas responsables, lo que provocó un gran malestar en el gobierno. De hecho, en algunos casos, los generales se negaron a implantar la represión más dura que exigía Franco y lamentaron la falta de medidas de gracia o de acercamiento hacia la oposición o los vencidos de cara a reconstruir el país.
En segundo lugar, al iniciarse la 2ª Guerra Mundial, la posición del régimen, sobre todo por la influencia de Falange, estaba del todo comprometida con las potencias del Eje, en particular con la Alemania nazi, que quería cobrarse debidamente el apoyo decisivo dado a Franco durante la Guerra Civil. La situación era incómoda para algunos generales, que veían aquí una fuerte injerencia alemana en la política y la economía de España, sostenida sobre todo por Falange y Serrano Suñer. Los alemanes no sólo deseaban materias primas y apoyo logístico, sino también la implicación de España, de uno u otro modo, a favor del Eje en la guerra. Así, aunque Franco vendió al mundo su no-beligerancia[7], los generales críticos –entre los que había algunos anglófilos– temían que España, que no estaba en absoluto preparada para una nueva contienda, acabase entrando en la guerra junto a Alemania arrastrada por los sectores más radicales del régimen o bien que se hiciese un seguidismo tan sumiso hacia los nazis que al final provocase la intervención militar aliada contra España.
En último lugar, estaba muy presente la cuestión monárquica como punto principal de discordia. Muchos generales eran sinceramente monárquicos y esperaban que, una vez pasado un periodo transitorio, Franco se apartara del poder y se reinstaurase la monarquía borbónica en la figura de Don Juan, con un régimen constitucional y parlamentarista. Pero no tardaron mucho en comprobar que Franco tenía ideas propias, que deseaba mantenerse en el poder y, mientras tanto, daba largas a Don Juan y a los monárquicos y consolidaba un régimen dictatorial basado en el Movimiento, que en la práctica se reducía a Falange, aunque había ministros de otras tendencias. Con el paso de los años la cuestión se agravó enormemente y se acabó de envenenar con el llamado Manifiesto de Lausana (1945), por el cual el heredero borbónico se separaba de Franco y abogaba por la implantación en España de una monarquía constitucional homologable por las potencias democráticas. Pero ya antes de tal proclama, los generales se vieron inmersos en esta lucha y creyeron que debían actuar, lo que los colocó directamente contra Franco.
La tensión entre Franco y sus generales críticos arrancó en 1940 y se iba a acentuar en los años siguientes, en plena Guerra Mundial. El dictador era consciente de este estado de ánimo y trató de ganar tiempo y contemporizar, haciendo pequeñas concesiones y gestos cuando era preciso. En la práctica, Franco echó mano de Falange, a la que tenía domesticada y que era pura fachada, pues su programa radical de izquierdas nunca se aplicó[8]. De este modo, le resultaba muy útil como aparato de dominio e influencia, usándola como contrapoder frente a los militares díscolos. Sin embargo, algunos generales se impacientaban y se sentían molestos por la política tan pro-nazi del régimen, en un momento de victorias alemanas. En 1941 ya había una conjura en marcha y los generales planeaban dar un golpe contra Franco si éste no rectificaba. El general Aranda se mostraba como el más diligente (no paraba de hablar con los ingleses, los monárquicos e incluso los izquierdistas), pero a la hora de la verdad los generales no acababan de decidirse sobre el momento y la forma de actuar. Hubo un momento de particular crisis hacia mayo de 1941 cuando el general Beigbeder planteó el alzamiento de Marruecos, pero al final no se concretó nada. La posibilidad real de derrocar a Franco estuvo flotando sobre el ambiente, pero llegados a 1942 las cosas cambiaron. Así, Franco decidió al fin hacer una gran concesión política para apaciguar a sus colegas hartos de tanta prepotencia falangista y, aprovechando las repercusiones del incidente de Begoña, cesó al cuñadísimo Serrano Suñer, despojándolo de todos sus cargos.
Esa fue la primera oportunidad para ejecutar el golpe, pero no la última. La caída de Serrano Suñer se mostró insuficiente, pues Franco se mantenía en su línea de apoyar la causa alemana –aunque seguía jugando a dos barajas para protegerse de cualquier eventualidad– y de rechazar las propuestas acerca de un retorno próximo de la monarquía, con lo cual no disminuía el descontento de los generales críticos. De hecho, en 1943 Franco hizo oídos sordos a una carta firmada por 27 procuradores en las recién creadas Cortes (el “Manifiesto de los 27”) en la que le urgían sobre la necesidad de volver a la monarquía, pues sólo con tal régimen –argumentaban– se podrían evitar las represalias aliadas. Los generales se reunieron entonces para decidir qué rumbo tomar y se plantearon un escenario que contenía estas cuatro premisas: 1) Deponer a Franco; 2) Restaurar el régimen monárquico; 3) Disolver la Falange; y 4) Aplicar una política exterior realmente neutral. En esos momentos ya se pensaba en pasar a la acción y, en concreto, el general Orgaz ofrecía sublevar las tropas de Marruecos (unos 100.000 hombres). No obstante, el 8 de septiembre de 1943, antes de ir más lejos, ocho tenientes generales –Kindelán, Varela, Orgaz, Monasterio, Ponte, Saliquet, Dávila y Solchaga– redactaron y firmaron una carta que Varela entregó en persona a Franco una semana después. En dicho documento, de tono respetuoso[9], se instaba al dictador a reconocer que había llegado el momento de recuperar la monarquía.
Posiblemente, este fue el punto culminante de la crisis, que ocurrió pocos meses después de que Mussolini hubiera sido defenestrado en Italia por los suyos. No obstante, pese a la amenaza, Franco no se inquietó demasiado, al ver que bastantes de los críticos no habían firmado la carta y que el resto del Ejército le era absolutamente fiel. Para dividir e impresionar a los firmantes, los recibió luego uno a uno y les dijo que “tomaba nota”. Aparte de esto, su reacción fue la de seguir como si nada hubiese sucedido, empleando la política del palo y la zanahoria; esto es, premiando a los fieles y desactivando a los descontentos con prebendas o con mano dura (marginaciones, ceses, arrestos, exilios…). Eso sí, en ningún momento se atrevió a fusilar a ninguno de sus compañeros de armas por temor a las repercusiones dentro del mismo cuerpo militar. A partir de aquí, la mayoría de generales no quisieron comprometerse más, ya fuera por seguridad personal, por falta de unidad de acción, o por temor a una nueva guerra civil o intervención extranjera. También eran conscientes de que había otros compañeros muy fieles a Franco –en particular los generales falangistas[10]– y que la casi totalidad de la oficialidad estaba con Franco a muerte. De este modo, el proyecto de golpe de estado quedó prácticamente desactivado, aunque no todos arrojaron la toalla.
Así, al menos Kindelán y Aranda quisieron seguir adelante con un último proyecto de golpe contra el régimen, siendo Alfredo Kindelán estrictamente monárquico y Antonio Aranda más abierto a la posibilidad de establecer una nueva república. Así pues, diseñaron un hipotético Consejo de regencia –compuesto por civiles y militares– que tendría como objetivo implantar un régimen democrático, con una etapa de transición previa. En dicha etapa se disolvería la Falange, se aplicaría una amnistía, se proclamaría la libertad de prensa y asociación y se llevarían a cabo unas elecciones municipales y parlamentarias. Más adelante, incluso, se implementaría un plebiscito o referéndum para que la población optase por un régimen monárquico o uno republicano. Entretanto, Aranda seguía mostrándose muy activo en sus relaciones con ingleses y americanos para tratar de ganarse su confianza y apoyo, sin por ello olvidar sus contactos con los políticos españoles de la oposición.
Sin embargo, Franco estaba muy al tanto de todos los movimientos y tanto Kindelán como Aranda ya estaban sentenciados. La guerra mundial acabó y Franco –tras sortear todos los peligros– se había mantenido en su puesto y pudo aguantar el posterior chaparrón de amenazas y verborrea condenatoria hacia su régimen. Además, supo sacar rédito de tanta oposición exterior, pues así consiguió crear un clima de victimismo y épica en la defensa de España y del régimen, que a la postre se tradujo en una mayor adhesión popular hacia su figura. Con este escenario, y pese al ya citado Manifiesto de Lausana, la oposición interior monárquica se fue diluyendo, si bien Juan de Borbón siguió buscando todas las complicidades posibles para hacer valer sus derechos.
Kindelán, empero, no se resignó y en un discurso realizado en agosto de 1945 atacó duramente a Franco, y a éste le faltó tiempo para destituirlo de su cargo en la Escuela Superior del Ejército. Posteriormente, ya en 1946, lo envió al exilio en las islas Canarias para que cesara en sus actividades pro-monárquicas y sólo se salvó de ir a prisión porque el general Dávila intercedió por él ante Franco, haciendo hincapié en su avanzada edad y en su hoja de servicios. En cuanto a Aranda, fue perdiendo credibilidad y capacidad de actuación, y hasta la oposición empezó a marginarlo. Franco decidió arrestarlo en enero de 1947 alegando incumplimiento de sus deberes militares y lo envió a una batería de Mallorca durante dos meses. Finalmente, acabó por neutralizarlo en 1949 decretando su pase a la reserva, con lo cual su actividad conspiradora se redujo notablemente, hasta refugiarse en su vida privada con el paso de los años y la evidencia de que su causa estaba perdida.
Lo cierto es que con el descalabro de Kindelán y Aranda se acabó definitivamente cualquier posibilidad de un golpe de estado en la España franquista de la posguerra, quedando como únicas molestias reales las acciones esporádicas de los maquis. El resto de la historia ya la sabemos: en 1947 Franco montó un plebiscito[11] –bien calculado y controlado– para aprobar la Ley de Sucesión, que debía dar una apariencia monárquica al régimen, si bien con la paradoja de que había reino pero no rey (o más bien lo era él, en calidad de regente a título vitalicio). La presión externa fue cediendo y la comunidad internacional acabó reconociendo al régimen, lo apuntaló –mediante los pactos con EE UU– y permitió su participación en los organismos internacionales. Asimismo, Don Juan de Borbón se acabó doblegando ante Franco, que le negó el trono y sólo aceptó a su hijo Juan Carlos como su sucesor y futuro rey bajo el régimen del Movimiento.
Pero… ¿qué hubiera sucedido si hubiera triunfado el golpe? Es complicado construir un escenario sólido, pues tanto la situación interna como externa de España en los años 40, en medio de la guerra mundial, eran complejas y con muchos actores en juego. Quizá en el mejor de los casos se hubiera podido restablecer la monarquía –supuestamente constitucional– y tal vez se hubiese implementado un proceso similar de apertura al que se dio entre 1976 y 1978. En el peor, es posible que el golpe hubiera tenido una fuerte contestación interna por parte del falangismo, y eso sin contar con la incierta reacción de las izquierdas y de los elementos más radicales del exilio. Por supuesto, si el golpe hubiera resultado fallido, por la oposición de los fieles a Franco, se hubiera podido desencadenar una nueva guerra civil, con consecuencias imprevisibles, aunque resulta muy difícil de imaginar otra contienda, pues el país estaba deshecho.
Ahora bien, suponiendo que el golpe hubiera sido ejecutado sin violencia y que todas las facciones hubieran aceptado adoptar un sistema monárquico democrático, posiblemente los aliados hubieran incluido a España en el Plan Marshall para la recuperación europea, y así el país hubiera remontado el vuelo mucho antes, aunque quedaría pendiente el tema de la reconciliación, pues entonces el trauma de la guerra todavía estaba muy vivo en la memoria de la gente. En este escenario hipotético más benévolo, muy posiblemente Franco habría tenido que exiliarse y tal vez los falangistas más dialogantes hubieran aceptado la monarquía y muchos se hubieran reconvertido a una nueva CEDA. A su vez, los republicanos moderados exiliados –incluyendo a los militares de carrera que fueron fieles a la República– hubieran podido unirse al régimen y la represión hubiese cesado, si bien no sería de esperar una vuelta al multipartidismo de 1931 ni a la aceptación inmediata de la presencia comunista en el juego político.
Asimismo, y pese a un eventual plebiscito, una vuelta a la República sería improbable. Si alguna cosa necesitaba el país era moderación y apoyo exterior, y bastantes generales eran bien conscientes de lo que había sucedido tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera: la implantación de la República acentuó las contradicciones y tensiones del sistema y llevó al país a un extremismo fatal. En ese sentido, es posible que el nuevo rey –que debería haber sido Juan III– se sustentara en una constitución quizá no muy distinta a la de 1978, con una amplia representación de todas las facciones que habían participado en la guerra, lo que de hecho sucedió luego con Juan Carlos I. Todo esto, desde luego, es pura especulación, pero creo que difícilmente se habría dado un escenario muy diferente al que tuvo lugar a partir de 1976.
Para concluir, en todo este asunto está claro que los generales no calcularon bien la situación ni su poder real, pues Franco tenía muchos ases en la manga y mediante la astucia y la ambivalencia los usó todos en su favor, tanto en la esfera interna como en la internacional. Eso sí, todo ello con la evidente complicidad de las principales potencias occidentales que –más allá de los aspavientos– facilitaron por acción u omisión su victoria en la Guerra Civil y su mantenimiento en el poder en los años 40. No obstante, parece extraño que los generales no supieran medir adecuadamente ni el carácter ni las ambiciones de Franco, vista su trayectoria y sus fulgurantes ascensos.
Así, el general republicano y masón Miguel Cabanellas, que ejerció la presidencia de la junta de militares sublevados en los inicios de la guerra, se expresó muy claramente nada más ser escogido Franco por el resto de sus colegas para la dirección suprema del bando insurrecto: “Ustedes no saben lo que han hecho. No conocen a Franco como lo conozco yo, que lo tuve a mis órdenes en África. Si, como quieren, va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie lo sustituya en la Guerra ni después de ella, hasta su muerte.” Y el propio Kindelán, que había apoyado firmemente la candidatura de Franco en 1936, hizo el siguiente retrato del dictador, ya en la posguerra: “Es un enfermo de poder decidido a conservar éste mientras pueda, sacrificando cuanto sea posible, ciñéndolo con garras y con pico. Muchos le tienen por hombre perverso y malvado; no lo creo así. Es taimado y cuco, pero yo creo que obra convencido de que su destino y el de España son consustanciales.”
En el bando republicano también fueron muy conscientes de este halo mesiánico y voluntad de resistencia, pues el coronel Segismundo Casado, otro veterano africanista, dijo: “Franco encarna la mentalidad del Tercio [la Legión]. Se nos dice: Ve con tantos hombres, ocupa la cota tal y no te muevas de allí sin recibir órdenes. Franco ha ocupado la cota nacional y como no tiene Jefe, de allí no se moverá.” Y eso fue exactamente lo que sucedió.
Xavier Bartlett, 18 octubre 2019
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Nota: Obviamente, este artículo ha sido enfocado y escrito desde una óptica historicista convencional. He consultado varias obras, pero sobre todo la biografía de Franco de Paul Preston y el estudio del primer franquismo (1939-1945) a cargo de Ricardo de la Cierva. Otra cosa sería abordar los hechos desde una clave interpretativa más profunda, que yo denomino metahistoria, en la cual deberíamos replantearnos todas las convenciones y prejuicios que tenemos sobre la historia de la Humanidad para destapar todo lo que subyace debajo de la fachada teatral. Esto lo dejaré para otra ocasión.
[1] Realmente, en el global de resultados ganaron con mucho las candidaturas monárquicas, pero en las grandes ciudades ganaron las candidaturas republicanas y la gente se echó a las calles. Por otro lado, hay autores que incluyen otro golpe civil o institucional en el periodo republicano al referirse a las elecciones generales de febrero de 1936, cuya irregularidad y opacidad fue manifiesta en muchos aspectos, hasta considerarlo un abierto fraude o pucherazo a favor del Frente Popular, lo que justificaría la calificación de “golpe”.
[2] Doy por hecho que este asunto está sujeto a la controversia y la opinión política más exacerbada, pues para los soberanistas no hubo tal golpe de estado, sino un ejercicio democrático respaldado por las decisiones políticas tomadas en la cámara catalana. Lo he incluido en el listado porque, desde el punto histórico, se corresponde con la intentona de Companys en 1934 de quebrar el orden constitucional republicano.
[3] Cabe apuntar que el general Mola ya había expulsado de España a Don Juan en agosto del 36, cuando éste quiso sumarse al Alzamiento.
[4] Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista.
[5] El más sonado fue el altercado de Begoña (1942), que provocó numerosos heridos.
[6] La discordia entre Franco y Queipo se arrastraba de tiempo atrás, y no sólo se debía a que este último había sido un señalado republicano, sino que había una rivalidad personal y un choque de egos, sobre todo porque Queipo actuó como un “virrey de Andalucía”, tomando sus decisiones y haciendo su guerra particular. Además, en los primeros días de la sublevación Queipo había mandado fusilar al general Campins, amigo de Franco, sin consultar a éste previamente, lo que se tomó muy a pecho. Pero poco después le devolvió el golpe a Queipo, haciendo fusilar al general Batet, desoyendo entonces las súplicas de Queipo, que era amigo del militar catalán. En todo caso, Queipo mostró siempre una especial antipatía por Franco, e incluso le llegó a decir esto al general Cabanellas en 1936: “Franco es un canalla y no siento ni sentiré simpatía por él.”
[7] A partir de la famosa entrevista de Hendaya de octubre de 1940, Franco vendió su firme posición en defensa de los intereses de España, pero por los documentos revelados posteriormente se sabe que se comprometió con la suerte de Alemania en la guerra y que cedió en muchas cuestiones a los deseos de Hitler.
[8] Muchos historiadores coinciden en afirmar que el programa original de Falange fue desnaturalizado y que sólo quedó el puro simbolismo, las formas y la parafernalia. Cabe señalar que, ante esta realidad, una parte de Falange se sintió traicionada políticamente por Franco y se separó de la Falange oficial, pero nunca tuvo capacidad de influencia ni de oposición seria.
[9] Los generales se mostraron en la carta como “unos compañeros de armas que vienen a exponer su inquietud y preocupación a quien alcanzó con su esfuerzo y por propio mérito el supremo grado en los ejércitos de Tierra, Mar y Aire”. Eso sí, la petición a Franco fue muy mesurada: “Quisiéramos que el acierto que entonces nos acompañó no nos abandonara hoy al preguntar con lealtad, respeto y afecto a nuestro Generalísimo, si no estima como nosotros llegado el momento de dotar a España de un régimen estatal, que él como nosotros añora, que refuerce el actual con aportaciones unitarias, tradicionales y prestigiosas inherentes a la forma monárquica”.
[10] De todos modos, es oportuno citar que –dada la ambivalencia y los personalismos de Franco– algunos generales falangistas muy fieles, como Muñoz Grandes o Yagüe, más de una vez se sintieron descontentos o desconcertados por las decisiones del dictador y llegaron a representar una oposición azul a Franco (Yagüe en particular fue muy crítico con Franco y topó con él varias veces, en la guerra y en la posguerra.) Igualmente, un pequeño sector de la Iglesia también se enfrentó a Franco por no querer someterse a dictados estrictamente políticos.
[11] Véase el artículo específico que publiqué en este blog sobre este tema.