La quiebra de la Autoridad – por Javier Benegas
Es cierto que a Donald Trump lo que le pierde no es tanto la razón o sinrazón como las formas. La última demostración tuvo lugar durante una rueda de prensa, donde el presidente de los Estados Unidos cayó, una vez más, en la trampa de la provocación de ese agitador profesional que es Jim Acosta, corresponsal de la CNN.
Ocurre que hoy en día muchos periodistas han devenido en activistas. Y abusan de su posición y del “sagrado” derecho de informar, olvidando con toda intención que, por muy sagrado que sea su oficio, en democracia existe una jerarquía que deben respetar.
Se llame Barack Obama o Donald Trump, un presidente encarna una autoridad que no es arbitraria ni proviene, como sucedía en tiempos pretéritos, de la divinidad, sino que emana de los ciudadanos y su derecho, este sí sagrado, de elegir a sus gobernantes.
Así, cuando Acosta interpela a Trump de manera chusca no está faltando al respeto a un tipo que, en ocasiones, puede resultar bastante antipático, está faltando a los electores. Exactamente lo mismo cabría decir si el presidente fuera un demócrata, y un corresponsal de la Fox emulara a Jim Acosta.
Pero, volviendo al principio, a Trump lo que le pierde son sobre todo las formas, no la razón. En realidad, para neutralizar a alborotadores como el corresponsal de la CNN, bastaría con que el viejo principio de Autoridad prevaleciera. Así Trump no tendría que hacer aspavientos ni sobreactuar para recordarle a alguien que él es el presidente y todo lo que eso significa.
La “auctoritas”
Ya en la Roma clásica identificaron los dos aspectos fundamentales en que debe basarse el equilibrio del poder: la “potestas” y la “auctoritas”.
La auctoritas significa literalmente autoridad. Es un poder no vinculante pero socialmente reconocido. Se basaba en el prestigio personal y otorgaba al sujeto una capacidad moral. Quien estaba investido de auctoritas era obedecido, no porque ostentara el poder, sino porque sus decisiones se consideraban sabias y justas.
Por el contrario, la potestas era el poder formal. Las decisiones de quien estaba investido por la potestas eran obligatorias, no porque fueran sabias y justas, sino porque lo decía la Ley.
A Trump lo que le faltaría es la auctoritas, no la potestas. Sin embargo, hay que reconocer que no lo tiene nada fácil. Los Estados Unidos de hoy no se parecen demasiado a la antigua Roma; tampoco a los Estado Unidos de hace apenas unas décadas, cuando el común hacía gala de un respeto exquisito a la autoridad.
Hoy, sin embargo, proliferan los personajes como Jim Acosta, tipos que se niegan a reconocer la autoridad de un presidente cuando éste no encaja con sus preferencias. Y muchos ciudadanos son propensos a resistirse a la autoridad. Cada vez hay más sucesos en los que, por ejemplo, un simple conductor, se enfrenta a la policía porque considera que ninguna persona, por más que vaya de uniforme, tiene derecho a sancionarle.
Algunos, incluso, terminan siendo reducidos a la fuerza por resistirse a atender una solicitud tan elemental como identificarse en un control policial. Lo llamativo es que no se trata de delincuentes, sino de personas corrientes, padres y madres sin antecedentes, que ven en una simple comprobación de identidad una agresión injustificada a su Yo. “¿Pero cómo se atreve este uniformado a ordenarme que me identifique?”
Estas neurosis, junto al pésimo ejemplo de personajes populares como Jim Acosta, nos advierten de que el principio de Autoridad se desvanece definitvamente. Una circunstancia que, lejos de suponer una mayor libertad, anticipa la desvertebración de la sociedad y la emergencia del abuso de poder y de la arbitrariedad.
La posmodernidad y el fin de “un mundo viejo”
Explicaba Joseph Epstein que, en un momento determinado de la historia, la sociedad dejó de ver la adolescencia como una fase transitoria de la vida, esa etapa que todos debían dejar atrás. En su lugar, se comenzó a idolatrar la juventud, a otorgarle un elevado estatus moral. Esta adoración a la juventud y a “lo nuevo” convirtió la adolescencia, no en una fase transitoria de la persona, sino en una condición permanente.
Este cambio crítico suele situarse en las décadas de los 60 y 70, pero los indicios apuntan a que el proceso de trasformación se inicia en el periodo de entreguerras. Ya Stefan Zweig describía en El mundo de ayer. Memorias de un europeo (1941) el súbito cambio de mentalidad que tuvo lugar en el periodo que medió entre la primera y segunda guerra mundial
“La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven; de pronto desaparecieron las barbas, primero entre los más jóvenes y, luego, entre los mayores, que imitaban a los primeros para no parecer viejos. La consigna era ser joven y vigoroso (las negritas son mías) y dejarse de apariencias dignas y venerables. Las mujeres tiraron a la basura los corsés que les apretaban los pechos, renunciaron a las sombrillas y los velos, porque ya no temían al aire y al sol, se acortaron las faldas para poder mover mejor las piernas cuando jugaban a tenis y ya no se avergonzaban de dejarlas al descubierto y exhibirlas. Los hombres llevaban bombachos, las mujeres se atrevieron a montar a caballo como los hombres, nadie se tapaba ni se escondía de los demás. El mundo se había vuelto no sólo más bello, sino también más libre.”
En un principio, tal y como Zweig lo percibió, esta transformación supuso más libertad. La sociedad se liberó de las reglas que habían atenazado a las generaciones precedentes. Y no sólo los jóvenes, también los adultos se dejaron llevar por el viento de la posmodernidad, creyendo que la negación de “lo viejo” aseguraría la paz y que al erradicar el viejo principio de Autoridad desaparecería cualquier autoritarismo. Pero pronto descubrirían su error. La liquidación del principio de Autoridad no supuso una paz permanente, sino la emergencia de totalitarismos que ocuparon su lugar.
La quiebra de la Autoridad
Fue Hannah Arendt, en Entre el pasado y el futuro (1954), quien arrojó luz sobre este suceso. En opinión de Arendt, el principio de Autoridad que vertebraba a la sociedad (cuya expresión primordial era la autoridad de los padres, es decir, de la familia tradicional) había servido históricamente como modelo para muchas formas de jerarquía y de gobierno.
Por lo tanto, al remover el viejo orden y eliminar todo lo que era “viejo”, esta comprensión y aceptación de la autoridad desapareció. Y todas las metáforas comúnmente aceptadas en las relaciones de autoridad perdieron su valor. Así, para Arendt, ya no estamos en condiciones de saber qué es verdaderamente el principio de Autoridad, mucho menos acatarlo.
La mayoría de los sucesos sociológicos que los politólogos hoy no saben cómo interpretar consisten en la confrontación de dos visiones antagónicas: de un lado un adanismo cuya expresión es un creciente infantilismo, y del otro la recuperación del principio de Autoridad.
Como apuntaba Marcel Danesi, nuestra época vive en el espejismo de una fuente de la juventud al alcance de todos. Una alucinación incompatible con la figura de la autoridad encarnada en el “viejo sabio” (los abuelos, los padres, los maestros…), aquella autoridad primordial que la comunidad aceptaba tácitamente, sin violencia ni coacción. Hoy se pretende hacer ver la autoridad como una imposición o, peor aún, como una agresión a nuestro Yo.
Así, en lugar de pedir consejo a los padres, abuelos y maestros, muchos buscan consuelo en los políticos, en los medios de comunicación, en los psicólogos, en los libros de autoayuda…. Sin embargo, ellos no pueden sustituir la figura del “viejo sabio”, porque jamás dirán la verdad, aquello que la gente no quiere oír. Al contrario, tratarán de confortarnos, nunca de contravenirnos. Por eso el mundo parece volverse cada vez más peligrosamente infantil. Y por eso está en curso una fuerte confrontación que personajes como Acosta y Trump caricaturizan, pero también escenifican con inquietante claridad.