Llega la hora del khmer rosa
La ideología de género se ha vuelto credo con dogmas, santo oficio, rituales y un histérico puritanismo represor que ve en el hombre el “vas impurum”, la sentina del pecado, el origen de todos los males.
Desde que mandan, los demócratas nos lo prohíben todo: fumar, automedicarnos, comer un croissant mientras conducimos, decir maricón o subnormal, beber aguardiente casero y un largo etcétera de pejigueras que se compensan, por fortuna, con el intenso placer de votarles cada cuatro años. Ahora que somos iguales y podemos expresar con orgullo nuestra condición sexual, las catequistas rojas nos quieren sancionar a los hombres por sentarnos con las piernas abiertas, tocarnos la barba, ceder el paso a las damas y —abominación de la desolación— piropearlas. A veces creo que estoy leyendo el Mortadelo en lugar del periódico.
Desde hace unos años se celebra en Francia “La Journée de la Jupe” (El Día de la Falda), señalada fecha en la que los chicos (no todos aún, sin embargo) cambian pantalón por falda a fin de protestar contra las “desigualdades” entre ambos sexos.
Ante este arranque sancionador de la cofradía de las Beatas Hermanas Capadoras, uno no puede sino interrogarse como un Segismundo en su celda: ¿Qué pecado cometí contra vosotras naciendo? Pues precisamente ese: ser hombre. Algo que no tiene cura, aunque nuestra sociedad hace todo lo posible para que los machos heterosexuales, católicos, hispanoparlantes, fumadores, bebedores, futboleros, cazadores y taurinos desaparezcamos de la faz de la tierra. Pero, pese a sus intentos, no todos alcanzamos a calzar bragas ni a ser modistos, ni tertulianos del corazón, ni podemitas con coleta, ni moñas vegetarianas, ni blandengues aurigas del carrito del Fary: el heteropatriarcado feroz anida en nuestras gónadas y se revuelve con energías renovadas cada vez que los y las vulvócratas lo creen difunto. El género no está en los genes.
La proscripción de la virilidad obedece a una lógica que va más allá de los impulsos castradores de los peones feministas del Sistema, que forman una simple fuerza de policía moral a pie de calle. La oligarquía mundialista está emprendiendo una obra de ingeniería social sin paralelo histórico: una desnaturalización de los pueblos, una pauperización en masa de Occidente y una deportación masiva de millones de personas —lo que el vulgo llama migraciones— bajo la excusa de las inevitables servidumbres de una sociedad abierta. Un proceso semejante ha de provocar reacciones. Es fundamental evitarlas, inhibir al elemento que tradicionalmente se subleva, se lía la manta a la cabeza y revienta en un arrebato vandálico las sacrosantas leyes de hierro: el hombre. Para ello hay que feminizarlo, avejentarlo, volverlo pacífico, consumista, urbano, cocinillas y empático observante de las convenciones sociales; hacer que se sienta culpable de ser hombre, cristiano y blanco, de haber creado esta patológica cultura europea que tan deleznables frutos ha cosechado: el Partenón, Beethoven, la catedral de Chartres, Goya, Rembrandt, Goethe…: una impresentable civilización macho. Como todas, por cierto.
La mitad del trabajo ya se ha hecho: los varones occidentales estamos mentalmente emasculados y nuestro cerebro ya mea en cuclillas, gracias a cincuenta años de lavarlo con el jabón Lagarto de la corrección política y de aplicar el Zotal de los inmortales principios del ‘68. Fueron muchas las cobardes claudicaciones que hemos realizado todos a lo largo de unas vidas demasiado cómodas y complacientes (…).
Una de las causas de esta absurda situación es el no habernos tomado en serio la cosa en sus inicios; ciertamente eran risibles las chorradas de la Beauvoir, las falsedades de la Murray y los disparates de la Wittig. Hoy sabemos de dónde Kinsey sacó su muestreo (de las cárceles) y de por qué sus datos producían semejantes resultados, aunque hubieran sido aún más políticamente correctos de repartirse las encuestas cuando falta el bromuro en un frenopático. Así se escribieron y se escriben las mejores páginas de la ideología de género, ese motor que se gripa cada vez que entran un poco de biología y de genética por sus conductos. La ciencia y la vida refutaban día sí y día también estos mitologemas, pero las sacerdotisas y los castrati de la nueva religión continuaban con su monserga, pese a la obstinación de la Naturaleza y del sentido común en llevarles la contraria. Fieles a Lenin, a Lyssenko y a Mao, pensaban que si la realidad se opone al dogma, ¡peor para la realidad! Y la Historia, esa furcia miliciana, les ha dado la razón que la Ciencia les niega.
Seamos francos: la ideología de género es un batiburrillo de melonadas mutuamente contradictorias que mueven a risa más que a indignación. Ese gazpacho maldigerido de pseudociencia, psicoanálisis barato y antropología de feriante ha producido una epidemia de diarrea mental que resulta particularmente aguda —¡cómo no!— en la Academia, siempre en busca de nuevos dogmas que sustituyan al credo fosilizado del marxismo. En el ambiente estrecho, sectario, cerrado, malsano y tóxico de un departamento universitario puede criarse cualquier golem (véase a los dirigentes de Podemos) y, además, la perspectiva de género proporciona nuevas oportunidades para engordar el curriculum con publicaciones, congresos y otras mamandurrias. Hasta aquí nada especialmente novedoso. El argumento se complica cuando esas ideas son agua de mayo para las políticas maltusianas del gran capital mundialista y su proyecto de invierno demográfico: entonces las cañas del ridículo se tornan lanzas de la ley.
De no ser por el exceso de población, que amenaza el bienestar y la tranquilidad de la plutocracia mundialista, todo este circo de la ideología de género no habría rebasado los límites de nuestro peculiar invernadero universitario, que es donde ahora estarían ajándose las flores venenosas del 68. Pero la sustitución de la guerra de clases por la guerra de géneros, el fomento de la homosexualidad, el odio a la familia, la mentalidad hedonista y contraria a la asunción de deberes que supone el criar hijos, el desprecio de la maternidad y la decadencia y ruina del matrimonio clásico, producen un resultado evidente: el crecimiento cero. Al tener como principal escenario Europa, añaden otra ventaja más: permiten la sustitución progresiva de la cara y exigente mano de obra indígena por emigrantes más baratos y con menos pájaros en la cabeza, a la vez que así se alivia la presión humana del Tercer Mundo que ellos, los plutócratas, han creado y quieren mantener como reserva de carne de cañón laboral. La ideología de género es la excelente coartada ideológica y hasta ética para facilitar la servidumbre voluntaria de millones de televidentes. Y como nuevo credo, a medida que crece su fuerza, crece su compulsión.
Existe, además, otra ventaja de tipo antropológico: la supresión de las diferencias entre los seres humanos permite la homogeneidad universal: ya no hay hombres y mujeres, españoles o belgas, cristianos o musulmanes, sino individuos, átomos sin sexo, nómadas sin patria, contenedores sin espíritu, ceros a la izquierda, factores de producción y consumo uniformes, habitantes de una Gotham o Cosmópolis sin otros lazos sociales que los del dinero, que vegetan en una realidad sustitutoria fabricada por las series de televisión, encargadas de difundir los valores de la nueva mentalidad post-humanista: la ideología de género y el libre mercado. Es la apoteosis de la normativización capitalista a escala planetaria, algo muy provechoso como para dejar que lo estropeen viejos dioses, rancios patriotismos, tradiciones obsolescentes y primitivos impulsos sexuales.
La ideología de género se ha vuelto credo con dogmas, santo oficio, rituales y un histérico puritanismo represor que ve en el hombre el vas impurum, la sentina del pecado, el origen de todos los males. De ahí las prohibiciones, tan neuróticas como los tabúes de cualquier pueblo primitivo, con sus palabras malditas y sus rituales de purificación. Basta con leer las leyes de género recientes para comprender hasta qué punto es un casus belli la disidencia y cómo, con esta legislación en la mano, la libertad de conciencia ha dejado de existir. Al igual que sucede con la Ley de Memoria Histórica y sus derivados, una mordaza se ha impuesto a todo el pensamiento que se sale del círculo cada vez más estrecho de la corrección política. Legalmente, en España, la persecución por las ideas y los principios religiosos está admitida por el sistema jurídico cuando alguien se atreve a contradecir la nueva religión de Estado.
Porque el invierno demográfico en Europa, ese experimento que después se trasladará a todo el planeta, ha de cumplirse por la fuerza si hace falta. Por eso, la policía del pensamiento que forman los defensores de la corrección política será cada vez más violenta. Los que resistimos nos empecinamos en permanecer en nuestra esencia, en defender lo que somos: el legado de siglos, la herencia de generaciones, las ofrendas en los viejos altares y el futuro de nuestra estirpe; nuestro hogar, nuestro derecho y nuestro trabajo; y la identidad que no queremos que nos borren porque no es negocio para unos cuantos megamillonarios. Y somos muchos, demasiados. Tarde o temprano, los/las khmeres rosas se cargarán a alguien. Ya matan civilmente. Ya encarcelan. Ya linchan con la ley en la mano. Sólo se trata de dar un pasito más. Y no es broma. Hay en muy altas esferas quien cree que sólo así aprenderemos; los atavismos jacobinos y chekistas de sus siervos lo facilitarán. Llega la hora del khmer rosa; sus fines son los mismos que los de Pol Pot: crear un mundo nuevo y arrasar hasta el recuerdo del antiguo, ese del que tú y yo, lector, formamos parte. Date por advertido, hombre.
Sertorio, 22mayo 2017