Se puede odiar públicamente, pero sólo a grupos determinados que previamente han sido clasificados como villanos
La semana pasada se celebró el 4 de julio, un día festivo con gran sentido patriótico y que es sin duda el más importante de Estados Unidos. Junto a los desfiles, los discursos y los habituales fuegos artificiales, un pequeño diario de Texas, el Liberty County Vindicator, quiso honrar la fecha publicando en su página de Facebook pasajes de la Declaración de Independencia.
Nada especialmente polémico, la Declaración de Independencia es un documento antiguo -data de 1776- que todos los estadounidenses conocen bien desde temprana edad. Se trata de una joya redactada por Thomas Jefferson, tan profusamente estudiada e imitada desde entonces, que sirvió como modelo para otras declaraciones célebres como la de los derechos del hombre y el ciudadano de la Revolución Francesa, o para las declaraciones de independencia de prácticamente todos los países hispanoamericanos.
Pues bien, en eso estaban cuando, poco después de subirla a Facebook, la redacción del diario asistió a un hecho insólito: la red social se la censuraba. No toda, sólo la parte comprendida entre los párrafos 27 a 31. Facebook notificó a los editores de la página que retiraban ese texto porque iba “contra nuestras directrices relativas al discurso de odio“.
La sorpresa en el Liberty County Vindicator fue mayúscula. La Declaración de Independencia no habla de odio, ni siquiera contra los ingleses. Es un memorial de agravios contra el rey Jorge III y una declaración de intenciones por parte del grupo de colonos que habían constituido un año antes en Filadelfia el Segundo Congreso Continental.
¿Dónde había visto odio Facebook o, mejor dicho, los sistemas automáticos de Facebook? ¿Qué dicen unos párrafos reproducidos hasta la saciedad como para merecer la censura dos siglos y medio después de su publicación?
Dicen lo siguiente: “(El Rey) Ha compelido a nuestros conciudadanos hechos prisioneros en alta mar a llevar armas contra su patria, constituyéndose en verdugos de sus hermanos y amigos: excitando insurrecciones domésticas y procurando igualmente irritar contra nosotros a los habitantes de las fronteras, los indios bárbaros y feroces cuyo método conocido de hacer la guerra es la destrucción de todas las edades, sexos y condiciones“.
Todo lo que Jefferson consigna aquí es escrupulosamente cierto. Las guerras de Jorge III contra Francia y España llevaron a numerosos colonos a combatir en el Caribe y en la región de los Grandes Lagos. El propio George Washington había servido en el ejército británico durante la Guerra Franco-Indígena como general de brigada de los casacas rojas.
El expansionismo inglés en Norteamérica encendió varios conflictos localizados en ciertos puntos de la frontera. En los Grandes Lagos se levantó el gran jefe Pontiac, un indio algonquino de la tribu de los Ottawa. Más al sur, en Virginia, el gobernador Lord Dunmore declaró la guerra a los iroqueses del valle del Ohio. Esas guerras empezaban en Londres, pero eran los colonos quienes las peleaban.
Pero vayamos a los hechos, que es la materia prima con la que se construye la verdad. ¿Eran bárbaros y feroces los iroqueses y los algonquinos? Lo eran, al menos desde el punto de vista de los europeos. Se trataba de tribus nómadas que vivían de la caza y el comercio de pieles y que practicaban una agricultura de subsistencia. En la guerra no daban cuartel al enemigo, ya fuese europeo o indígena, de ahí que suscitasen tanto respeto entre franceses e ingleses.
Hoy día hay muchas cosas ciertas que no pueden decirse por si “alguien se ofende” y la hipotética ofensa es la mejor herramienta del censor
Como vemos, en las palabras de Jefferson no había odio alguno, eran puramente descriptivas, pero en estos tiempos hay muchas cosas ciertas que no pueden decirse por si alguien se ofende o, lo que es peor aún, por si alguno se inspira en ellas y la emprende violentamente contra los grupos señalados. La hipotética ofensa se convierte de este modo en la mejor herramienta del censor. Esto o aquello no se puede publicar porque tal comunidad podría ofenderse. Y no se publica.
Se puede odiar… pero depende de a quién
Es demencial ya que la libertad de expresarse lleva incorporada la libertad de ofender. Pero lo más curioso de todo es que estas restricciones a libertad de expresión son selectivas. A poco que indagamos en la materia descubrimos que ofender no se puede, pero sólo a una serie de categorías previamente definidas. Cualquiera puede decir en Facebook que los colonos ingleses, los contemporáneos de Jefferson, eran unos genocidas y unos salvajes, pero no son admisibles idénticos calificativos para las tribus indias.
Cualquiera puede decir que los colonos ingleses, en la época de Jefferson, eran genocidas y salvajes, pero no se admiten idénticos calificativos para las tribus indias
Es algo similar a que sucede, por ejemplo, con los pueblos precolombinos, sobre quienes no se puede verter una sola mala opinión sin verse envuelto en problemas. En la América hispana se va incluso algo más lejos. Las repúblicas de centro y Sudamérica se creen herederas de antiguos imperios como el azteca y el inca, o de civilizaciones extintas como la maya, la olmeca o la muisca.
Poco importa que los mexicanos apenas hablen náhuatl, lengua de los aztecas, o que las actuales repúblicas repliquen de manera más o menos exacta las antiguas fronteras de los virreinatos, las capitanías generales y las audiencias del periodo español. Esto no son más que detalles intrascendentes que no estorban a la verdad oficial. Sobre el consenso del indio refinado, culto y pacífico frente al español bárbaro, trastornado y sediento de oro y sangre llevan 200 años cabalgando las élites criollas, todas de origen español.
Existe, hoy día, un doble rasero: una parte de la humanidad a la que se puede ofender hasta que sangre y otra parte a la que no se puede ni tocar
Hay, en suma, una parte de la humanidad ofendible hasta que sangre y otra a la que no se puede ni tocar. Este doble rasero es extrapolable a cualquiera de las “luchas” de la nueva izquierda. Del sexo masculino puede decirse, y se dice, cualquier cosa mala. La masculinidad es violenta, agresiva, intransigente, celosa… es poco menos que una enfermedad de nacimiento, mientras que para el sexo femenino sólo caben alabanzas. Con el cristianismo toda crítica se queda pequeña, pero con el resto de religiones, especialmente con el Islam, hay que deshacerse en matizaciones y tratar de pasar por encima de sus expresiones más polémicas como su acreditada fobia a los homosexuales o la misoginia manifiesta de la sharia.
Ahora todo lo que queda es plasmar ese odio selectivo en los textos legales, discursos de odio sí, pero sólo circulando en una dirección concreta. Se puede odiar, hacerlo en público y a través de todos los medios a mano, pero sólo si va adecuadamente dirigido hacia grupos determinados que previamente han sido clasificados como villanos, esto es: los países occidentales, los cristianos de cualquier denominación, los varones heterosexuales o los empresarios sin importar el tamaño de la empresa que posean. Este odio es aceptable y difundible porque sobre él se construirá un mundo nuevo y necesariamente mejor.
Se puede odiar públicamente, pero sólo a grupos determinados que previamente han sido clasificados como villanos
Con este odio administrado selectivamente creen que podrán eliminar a los malos. El problema es que quizá no termine de servir para lo que pretenden. Aunque parezca contraintuitivo, el discurso de odio no engendra odio. Este tipo de discurso, reprobable siempre, sólo convence a los ya convencidos y su efecto sobre la violencia se verifica sólo entre los que ya estaban dispuestos a emplearla contra el grupo objeto de las prédicas de odio.
Vayamos de nuevo a los hechos. La radio de las mil colinas en la Ruanda de 1994 apelaba al odio de los hutus contra los tutsis, por lo que se responsabilizó a esta emisora del genocidio subsiguiente. Pero el odio ya estaba ahí. La idea comúnmente aceptada de que hutus y tutsis convivían en armonía hasta que irrumpió una cadena de radio es básicamente un mito. La radio de las mil colinas, cuyo discurso racista (sí, existe racismo entre los negros) era nauseabundo, distribuía por las ondas lo que los hutus radicalizados querían escuchar. Esos mismos hutus fueron los que perpetraron una matanza que se hubiese producido de cualquier manera porque quien realmente la provocó fueron los líderes hutus.
Las élites aprovechan los odios
A las élites no les hace falta crear odio, detectan el que ya existe y se valen de él. Lo más que pueden llegar a hacer es azuzarlo, pero el discurso en sí no es determinante. Los nazis no crearon el antisemitismo, ya estaba allí cuando ellos llegaron y se sirvieron de él para consumar sus fechorías.
Por ello, los esfuerzos por limpiar Internet de este tipo de prédicas, aunque sea con el debido sesgo del doble rasero, carecen de sentido. Podría conseguir, además, justo lo contrario de lo buscado ya que los extremistas pueden ver en estos intentos de silenciarlos la justificación perfecta para emplear la violencia.
Tratando de eliminar selectivamente el discurso del odio, dejan en el camino tantas regulaciones y prohibiciones que liquidan de facto la libertad de expresión
Estaríamos, por lo tanto, ante un discurso de odio manco y contrapuesto a los fines que persigue. Tratando de eliminarlo lo acrecientan dejando en el camino un reguero de regulaciones y prohibiciones que liquidan de facto la libertad de expresión, una de las grandes conquistas de nuestra civilización, una flor tan delicada y escasa que sólo hemos gozado de ella un puñado minúsculo de generaciones en toda la historia de la humanidad.
Fuente 9 julio 2018