La destrucción de Rusia y la creación de la Unión Soviética – por Servando Gonzalez

 

La Unión Soviética fue creada artificialmente por un grupo de magnates petroleros y banqueros internacionales. Su propósito era poner a Rusia en un congelador económico y político — lo cual lograron por casi 60 años — y evitar que el Zar Nicolás II materializara sus intenciones de convertir el país en uno de los principales productores de petróleo compitiendo en los mercados mundiales. Pero al parecer el Zar no sabía que los monopolistas petroleros detestan la competencia.[1]

Después del asesinato de Alejandro II en 1881, su hijo, Alejandro III, fue coronado Zar de Rusia y su nieto Nicolás pasó a ser el heredero principal al trono. Pocos años después, Alejandro III comenzó un ambicioso programa de industrialización del país, que incluía la construcción de una moderna red ferroviaria que lo unificaría. El resultado de este esfuerzo fue la creación del ferrocarril transiberiano, que transformaría la economía de Rusia y convertiría el país en una moderna sociedad industrial.

Después de la inesperada muerte de Alejandro III, su hijo Nicolás fue coronado y se propuso continuar la política económica de su padre. Alejandro encomendó al Conde Sergio Witte, ministro de finanzas de Rusia, la continuación del proyecto ferroviario.[2] Pocos años después, gracias a los esfuerzos de Witte, Rusia había pasado de ser tan sólo el mayor proveedor de trigo a las casas comerciales británicas a convertirse en una pujante potencia industrial. Como era de esperarse, el gobierno británico se opuso enérgicamente a estos cambios en Rusia.[3]  Pero los esfuerzos de Witte terminaron súbitamente en 1905 cuando el Zar Nicolás II fue depuesto como resultado de la “revolución” Rusa.

El mayor problema que los conspiradores confrontaban con Rusia no eran los esfuerzos de los zares por convertirla en una nación industrializada, sino los grandes yacimientos de petróleo que recientemente habían sido descubiertos en Bakú, Azerbaiyán, cerca del Mar Caspio. En esos momentos se consideró que las reservas de los campos petroleros de Bakú eran unas de las mayores del mundo. A comienzos de los años 1880, la producción rusa de petróleo crudo había alcanzado 10.8 millones de barriles al año, casi un tercio de la producción de los Estados Unidos,[4]  y continuaba en aumento.

Como era de esperarse, John D. Rockefeller y sus socios criminales estaban muy alarmados ante el intento de los rusos de controlar el suministro mundial de petróleo. Por consiguiente, comenzaron a conspirar activamente en crear un plan para sabotear los esfuerzos de los rusos.[5]  Finalmente, llegaron a la conclusión de que lo único que les permitiría lograr su objetivo era deponer al Zar Nicolás II, y que la única forma de deponerlo era por medio de una “revolución”.

La mayoría de los libros de historia, muchos de ellos escritos por desinformadores poco escrupulosos al servicio del CFR (Council on Foreign Relations), describen la revolución rusa como el resultado de un levantamiento espontáneo de las masas trabajadoras rusas en contra de un gobierno opresor. Según esta versión, la desastrosa participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial, que costó la vida a cuatro millones de hombres, causó un descontento generalizado. Una creciente crisis económica y escaseces de alimentos contribuyeron a que se acrecentaran los problemas. Manifestaciones callejeras de gente pidiendo al gobierno que les diera comida estallaron en varias ciudades. Esta caótica situación creó las condiciones para la revuelta popular que eventualmente condujo al derrocamiento del gobierno de los Zares y transformó Rusia en la Unión Soviética, una nueva sociedad igualitaria basada en los principios anticapitalistas del marxismo.[6]

Pero esta visión dista mucho de ser cierta.

Gracias a los esfuerzos de estudiosos como Antony Sutton,[7]  G. Edward Griffin,[8]  y otros, hoy sabemos que la “revolución” rusa fue en realidad una operación encubierta planeada y llevada a cabo por banqueros internacionales y magnates petroleros, no muy diferente de las recientes “revoluciones espontáneas” de la llamada Primavera Árabe en Egipto, Libia, Sudán, Siria y otros países del Medio Oriente. Sin la considerable infusión de dinero proveniente de algunos de los más notables millonarios de la época, la “revolución” rusa nunca hubiese triunfado.

Aunque inicialmente el Zar Nicolás II era partidario de las ideas autocráticas de su padre, con el pasar del tiempo había cambiado de opinión, e iniciado una serie de reformas encaminadas a transformar a Rusia de un reino feudal en una sociedad moderna industrializada. Estas medidas incluyeron la emancipación de los siervos, la creación de una Duma, o Asamblea Nacional, y comunas rurales. Estas reformas habrían alentado al pueblo ruso a pensar en la posibilidad de un cambio hacia un gobierno benigno en el que el pueblo participaría democráticamente.

Pero algunos poderosos magnates petroleros y banqueros influyentes de Wall Street no estaban complacidos con los cambios en Rusia, y concibieron otros planes para el país. Para llevarlos a cabo, John D. Rockefeller, en complicidad con los banqueros Andrew Mellon, J.P. Morgan y el magnate del acero Andrew Carnegie, así como otros de los llamados “barones ladrones”, aunaron sus recursos, reunieron unos 50 millones de dólares (en ese tiempo una enorme suma de dinero) y, con el pretexto de estimular el comercio mundial, crearon la Corporación Internacional Americana (American International Corporation, AIC), un poderoso cartel monopolístico. Sin embargo, lo cierto es que el objetivo principal de la AIC era proveer los fondos necesarios para que un pequeño grupo de revolucionarios profesionales, los Bolcheviques, derrocaran el gobierno del Zar Nicolás II.[9]

Entre 1907 y 1910, los banqueros conspiradores se reunieron en varias ocasiones con León Trotsky, un extremista ruso exiliado en New York, y con Vladimir Ilich Lenin, otro extremista que vivía en el exilio en Zurich. Finalmente, los archicapitalistas llegaron a un acuerdo con los archianticapitalistas a cambio de que los banqueros les proveyeran los fondos necesarios para llevar a cabo su “revolución.” Como pago, los archicapitalistas de Wall Street se reservaron el derecho de diseñar el sistema económico del país que luego se convertiría en la Unión Soviética — en teoría el país más anticapitalista del mundo.

Con la ayuda de los banqueros, Lenin regresó a Rusia en un tren especial con una gran cantidad de oro. Poco después Trotsky, bajo la protección del Presidente Wilson y de su titiritero el “Coronel” House, partió desde New York hacia Rusia en un buque con más oro. Ese oro de los banqueros fue lo que hizo posible que ambos “revolucionarios” llevaran a cabo su “revolución.”

Pero, desde el comienzo, algunas personas bien informadas sabían perfectamente que la “revolución” rusa no era sino una treta más de los magnates petroleros y los banqueros internacionales. En un discurso que pronunció en la Cámara de los Comunes el 5 de noviembre de 1919, el estadista inglés Winston Churchill expuso la conspiración en pocas, pero certeras palabras:

“Lenin fue enviado a Rusia . . . como si hubiesen enviado un frasco conteniendo un cultivo de tifus o de cólera para vaciarlo en el suministro de agua de una ciudad grande, y actuó con una eficacia increíble. Poco después de que Lenin arribó, comenzó a contactar a personas influyentes en sus mansiones en New York, Glasgow, Berna, y en otros países, y de esa forma reunió estos espíritus influyentes en una secta formidable; la más formidable del mundo . . . Con esos espíritus a su alrededor, [Lenin] se puso a trabajar con una habilidad demoníaca para destruir cada una de las instituciones de las que dependía el Estado Ruso.”

Como veremos más abajo en este libro, la historia se repitió al dedillo cuando los conspiradores le brindaron su apoyo secreto a Fidel Castro para que tomara el poder en Cuba y destruyera el país con su “revolución” y, más recientemente, en las supuestas “revoluciones” democráticas en Egipto, Libia y Sudán, y las que se traman para tomar el poder en Siria e Irán.

No obstante, lo que Churchill no mencionó en su discurso fue que quienes habían diseminado la plaga comunista en Rusia eran un grupo de banqueros ingleses, europeos y norteamericanos, entre ellos los Rothschilds, Sir George Buchanan y Lord Alfred Milner (miembros del grupo inicial de conspiradores que creó el CFR), los Warburgs, los Rockefellers, Andrew Mellon y J.P. Morgan. Con esta pequeña inversión monetaria, los conspiradores habían creado un pseudoenemigo en gran medida bajo su control. Poco después la Unión Soviética, con el apoyo secreto de los conspiradores, se convirtió en el enemigo principal de los Estados Unidos y otros países occidentales. El resto es historia.

Pero al parecer los conspiradores no previeron que el comunismo y la economía marxista son tan ineficientes que, desde el primer momento, el monstruo que habían creado no podía proveer ni siquiera para su propia subsistencia. De modo que, aunque aparentemente luchaban para erradicarlo, tras bastidores hacían todo lo posible para mantenerlo vivo y amenazante.

En su masivo estudio académico Western Technology and Soviet Economic Development, después en su National Suicide: Military Aid to the Soviet Union, y finalmente en The Best Enemy Money Can Buy,[10]  el profesor Antony Sutton documentó en detalle como la Unión Soviética fue mantenida artificialmente activa, particularmente en el campo militar, gracias a una masiva ayuda económica y tecnológica, mayormente proveniente de los EE.UU. Y esta transferencia tecnológica no fue el resultado del buen trabajo de los espías soviéticos, como se ha tratado de hacer creer, sino de las actividades traicioneras de miembros del CFR en los más altos cargos del gobierno norteamericano.

En particular, los dos éxitos más rotundos de los conspiradores fueron proporcionarle a los soviéticos la tecnología necesaria para producir, primero armas nucleares, y luego los cohetes intercontinentales para transportarlas.

Según la historia oficial, fueron los espías soviéticos Ethel y Julius Rosenberg quienes en 1950 robaron los secretos nucleares necesarios para producir una bomba atómica y se los proporcionaron a los soviéticos. Pero esto no pasa de ser un cuento de hadas.[11]  En realidad los soviéticos no tuvieron que robar los secretos nucleares porque agentes secretos del CFR infiltrados en el gobierno norteamericano se los proporcionaron en 1943 a través del llamado programa de Lend Lease. [11]

El profesor Sutton documentó en detalle el segundo caso, la transferencia de tecnología norteamericana requerida para aumentar la precisión de los cohetes intercontinentales soviéticos. [12] Según Sutton, sin esta tecnología los cohetes nucleares intercontinentales soviéticos nunca hubiesen logrado la precisión necesaria para dar en los blancos.

Unos años después del colapso de la Unión Soviética, Vladimir Putin comentó que ese evento había sido una verdadera catástrofe geopolítica. Putín tenía razón, pero no por las razones que pensaba. En realidad, la inesperada implosión de la Unión Sovietica privó a los conspiradores globalistas de la principal justificación por sus políticas agresivas y los enormes presupuestos militares: el miedo al comunismo.

Prueba de esto es que, poco después de la desaparición de la URSS, crearon el ataque a las torres gemelas en Manhattan, una operación de bandera falsa que les sirvió de pretexto para crear un enemigo sustituto: la guerra contra el terrorismo. Pero, a pesar de lo mucho que los incitaron, los terroristas no aterrorizaron lo suficiente y, unos años más tarde, tuvieron que inventar otro ataque terrorista, ahora por un virus.

Pero, a pesar de todos los esfuerzos y presiones, más de dos años más tarde el mundo comenzó a perderle el miedo al virus, lo cual los preocupó sobre manera. Pero, poco después, sin proponérselo, Putin se convirtió en su mayor aliado, con la guerra contra Ucrania.

En estos momentos, aunque lo oculten y lo nieguen, los conspiradores globalistas adoran y temen a la vez a Putin. Nadie sabe para quién trabaja.

Servando Gonzalez, 1 marzo 2022

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Publicado originalmente en Red Internacional

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Notas:

1. William Engdahl A Century of War: Anglo-American Oil Politics and the New World Order (London: Pluto Press, 2004), p. 32.

2. Ibid., p. 33.

3. Daniel Yergin, The Prize: The Epic Quest for Oil, Money and Power, Part I (New York: Pocket Books, 1991), p. 59.

4. John Christian Ryter, “The Secret Life of AIC,” NewsWithViews.com, March 31, 2009.

5. En 1841, muchos años antes de que Marx publicara su Manifiesto Comunista, Clinton Roosevelt, un antepasado del presidente Franklin D. Roosevelt, había publicado su libro The Science of Government Founded on Natural Law, en el que expresó antes que Marx los principios básicos del comunismo.

6. Antony C. Sutton, Wall Street and the Bolshevik Revolution (New Rochelle, New York: Arlington House, 1974).

7. G. Edward Griffin, The Creature From Jekyll Island: A Second Look at the Federal Reserve (Appleton, Wisconsin: American Opinion, 1994).

8. John C. Ryter, ibid.

9. Western Technology and Soviet Economic Development (Three volumes) (Stanford, California: Hoover Institution Press,1968-1973), Wall Street and the Bolshevik Revolution (New Rochelle, New York: Arlington House, 1974); y The Best Enemy Money Can Buy (Billings, Montana: Liberty House Press, 1986). Estos rigurosos estudios académicos le costaron al profesor Sutton su trabajo en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.

10. Lo más probable haya sido que los Rosenbergs, verdaderos fanáticos comunistas, ignoraban que su verdadero papel consistía en pagar con sus vidas como chivos expiatorios, en una psyop concebida por los conspiradores para desinformar al pueblo norteamericano.

11. Para una historia detallada de la traición, ver George Racey Jordan, From Major Jordan’s Diaries (Boston: Western Islands, 1965), pp. 72-106. Los hechos narrados por el Comandante Jordan fueron confirmados en gran medida en 1980 en una novela escrita por James Roosevelt, hijo del presidente Franklin Delano Roosevelt. Ver, James Roosevelt A Family Matter (New York: Simon & Schuster, 1980).

12. Sutton, The Best Enemy Money Can Buy, pp. 101-111.

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