La conspiración contra América, según Philip Roth – por E. Michael Jones
“Miedo” es la primera palabra de The Plot against America (*) [La conspiración contra América] la novela de Philip Roth [publicada en 2004], que acaba de ser reciclada como una serie de HBO por David Simon y Ed Burns, creadores de The Corner, The Wire y Generation Kill. “El miedo”, nos dice Roth, “preside estos recuerdos míos, un miedo perpetuo”. Los recuerdos en cuestión son los de Roth, quien se crió en una familia judía en Newark, New Jersey. El miedo parte de una fundamental alteración de la historia que convierte estos recuerdos en algo raro: Roth se refirió a ello en una entrevista con Robert Siegel en la NPR como a “una especie de falsa memoria”.
La premisa fundadora de la novela es que Charles Lindbergh fue elegido presidente en 1940. Todo lo demás en el libro se basa en esa premisa y en la paranoia étnica de Roth y su intolerancia étnica. Lo más significativo del libro de Roth es el hecho de que sea ficción. “Plot”, o sea La conspiración contra América (*) es una fantasía judía, interesante en primer lugar por lo que nos dice sobre Roth personalmente, pero también por lo que nos dice sobre el grupo étnico que ha aceptado su paranoica fantasía judía como algo que debe ser tomado en serio por otras personas que no sean psiquiatras y patólogos culturales.
Para dar un ejemplo temprano del tipo de miedo que impregna la novela, Philip, de siete años de edad, ve una cervecería alemana en un viaje a Union, New Jersey, la ciudad en la que su padre piensa trasladar a la familia para aprovechar un ascenso en la compañía de seguros en la que trabaja. Lo que sigue es el fanatismo del anciano de 71 años proyectado en la mente de su hijo de siete años, que lleva el mismo nombre. Lo que los americanos corrientes podrían considerar “un estallido de alegría casera al aire libre en medio de la ciudad” era de hecho algo llamado “cervecería jardín”. Y en un pestañazo la cervecería jardín se convierte en el equivalente americano de Auschwitz, de acuerdo con la siguiente lógica: “el jardín de la cerveza tenía algo que ver con el Bund germano-americano, el Bund germano-americano tenía algo que ver con Hitler, y Hitler, por supuesto, tenía que ver con la persecución de los judíos.” La cervecería era el lugar donde los americanos bebían “el veneno del antisemitismo”. Eso es lo que llegué a imaginar, viéndolos a todos bebiendo muy concentrados en su cervecería ese día, como todos los nazis en todas partes, bebiendo pinta tras pinta de antisemitismo como si estuvieran bebiendo el remedio universal”. Todo esto pasa por la mente de un niño supuestamente de siete años mientras vuelve sobre el pasado mientras maneja en su coche.
El antisemitismo como remedio
El libro de Roth es una indicación de que el antisemitismo es el remedio universal, pero no de la manera que Roth indica. Hoy en día, las acusaciones de antisemitismo se han convertido en el remedio universal contra cualquier discurso no deseado [en el marco de la cultura oficial]. También pueden verse como el remedio universal para una historia exacta del siglo XX. Como prueba del antisemitismo que se estaba gestando en América en vísperas de la entrada de América en la Segunda Guerra Mundial (y también del antisemitismo en el discurso no deseado que fue silenciado), Roth cita el discurso radial de Charles Lindbergh en Des Moines en un mitin de America First; de hecho, ofrece el texto completo del discurso en un apéndice del libro. Lo cual es un error, al menos desde el punto de vista de lo que Roth quiere lograr, ¡porque dice lo contrario de lo que Roth quiere que diga Lindbergh!
En el discurso leemos, entre otras cosas, la declaración de Lindbergh: “Ninguna persona con sentido de la dignidad humana puede aprobar la persecución de la raza judía en Alemania”. Esto no suena a desvarío antisemita… La idea de Lindbergh era que tres grupos estaban tratando de meter a América en la guerra en ese momento – la administración Roosevelt, los ingleses y los judíos – y que los judíos “serían los primeros en sentir sus consecuencias” porque “la tolerancia no puede sobrevivir a la guerra y la devastación”. Fue la última vez que alguien en la vida pública de América señalaba a los judíos como un grupo al que se podía criticar. Lindbergh y America First fueron silenciados después de que la administración Roosevelt entrara en la guerra, y han sido demonizados desde entonces. El libro de Roth es una contribución más a esa demonización.
Sin embargo, si Lindbergh hablaba de Europa, estaba profundamente en lo cierto, de una manera que nadie podría haber entendido en ese momento. La guerra proporcionó la cobertura para la aniquilación de un gran número de judíos en Europa. Si Lindbergh hablaba de América, se equivocaba porque, estimado Sr. Roth, no había pogromos en América. ¿De qué Lindbergh está hablando Philip Roth? Habla del Lindbergh que tiene en mente, un objeto ficticio que justifica el odio de Roth hacia los goyim [gentiles, no judíos] y su profunda ambivalencia hacia una América que, aun más que la Polonia del Renacimiento, ha sido el Paradisus Judaeorum [paraíso de los judíos]. La ambivalencia se destaca mejor en una discusión entre los padres de Roth. El padre de Roth está indignado por las proclamas del presidente Lindbergh, gritando “Este es nuestro país”; la madre de Roth, por otro lado, responde diciendo: “Ya no. Es de Lindbergh. Es de los goyim. Es el país de ellos”. En otras palabras, el libro gira en torno a la dicotomía malsana -es nuestro país/es el país de ellos- sin que se entienda por qué la dicotomía es malsana. El libro de Roth es exactamente lo que él dice que es: es una “memoria falsa”. Es una distorsión de la historia con fines políticos y raciales. También es un ejercicio de intolerancia y calumnia. Todo está justificado porque Roth considera a sus enemigos como la encarnación del mal y como plenamente dignos del odio que les regala a mares. Roth ya no promueve la liberación sexual, como lo hizo en El lamento de Portnoy, su novela divertida [que lo hizo famoso en 1969], pero el odio y la intolerancia siguen ahí, aunque ya sin humorismo torcido.
Debido a que es una “falsa memoria”, el libro de Roth es la imagen especular de lo que realmente pasó. Si existió una América fascista, fue creada por el héroe de Roth, Franklin Delano Roosevelt. Si alguna vez hubo “un complot para reemplazar la democracia americana con la autoridad absoluta de un gobierno despótico” en América, fue Roosevelt quien lo inauguró, y los presidentes que le han sucedido simplemente implementaron lo que él había lanzado.
El primer programa que crea indignación en la familia Roth es el “Just Folks Program” [Programa para la gente justa] de Lindbergh, que enviaba a los niños judíos a lugares como Kentucky – uno de los dos centros del mal en la América de Roth (el otro es Detroit), donde el hermano de Philip trabajaba en una granja de tabaco cerca de Danville. “El único propósito de esta llamada Gente Justa”, nos dice Roth, “era convertir a los niños judíos en una quinta columna y ponerlos en contra de sus padres”.
Bueno, eso suena como una explicación plausible del propósito de un programa gubernamental de este tipo. ¿Pero quién proponía este tipo de cosas en los años 30? La respuesta es : casi todos los que estaban en el poder en ese momento. Los nazis tenían su Hitlerjugend, pero no se menciona en el relato de Roth que el Komsomol de Stalin estaba haciendo el mismo tipo de cosas, y tampoco se menciona el hecho de que “Just Folks” tiene un extraño parecido con el Cuerpo Civil de Conservación, que creó luego Roosevelt. Según la fantasía de Roth, los judíos “estaban siendo coaccionados a ser distintos de los americanos que éramos”. Lindbergh había ordenado que los judíos fueran enviados a miles de kilómetros de sus familiares y amigos. . . A los judíos se les dispersará a lo largo y ancho de cualquier zona donde florezcan los “First Americans Hitlerianos”.
Louis Wirth y la limpieza étnica
Si esto suena vagamente familiar, es porque este tipo de cosas sucedieron en América más o menos en el tiempo en que se sitúa la novela de Roth, pero lo hizo la administración Roosevelt y ningún Lindbergh ficticio, y porque se hizo con otros grupos étnicos, no con los judíos. La conspiración contra América es la versión judía de A través del espejo, por Lewis Carroll; todo es más o menos lo mismo, pero políticamente invertido. El gobierno americano nunca acorraló a los judíos, pero sí acorraló a los japoneses americanos en la costa oeste. El héroe de Roth, Roosevelt, como el héroe de Roosevelt, Stalin, participó en una limpieza étnica activa en el momento en que la novela se sitúa. El gran teórico de la limpieza étnica en América fue Louis Wirth, un judío que también era sociólogo en la Universidad de Chicago y admirador de Stalin, como aquél que fundamentó la solución al problema de las nacionalidades en la Unión Soviética, basándose en los más altos principios morales. El genocidio en Ucrania fue dirigido por otro judío, Lazar Kaganovich, que también dirigía el archipiélago del Gulag para Stalin mucho después de que éste hubiera expulsado del Partido Comunista a judíos menos serviles como Trotsky. Así que para traducir la versión judía de A través del espejo a la realidad, Roth está acusando a los padres fundadores de América de perpetrar contra los judíos lo que los agentes judíos de Stalin y Roosevelt estaban perpetrando en realidad contra otros grupos étnicos, especialmente los japoneses y las etnias católicas de América, y contra los ucranianos, los alemanes del Volga, los kalmukos, y muchos más en la Unión Soviética. Los psicólogos llaman a esto proyección, y normalmente se asocia con la culpa, pero volveremos sobre este punto más adelante.
El siguiente paso en el intento del Presidente Lindbergh “de establecer el ‘Nuevo Orden Fascista Americano’, una dictadura totalitaria según la de Hitler”, se conoce como “el Proyecto del Buen Vecino”, que es un programa gubernamental “diseñado para introducir un número cada vez mayor de residentes no judíos en barrios predominantemente judíos para de esta manera ‘enriquecer’ la “americanidad” de todos los involucrados”. Siendo un niño precoz, Philip, de siete años de edad, entiende que “el objetivo subyacente” del Proyecto del Buen Vecino “era debilitar la solidaridad de la estructura social judía así como disminuir la fuerza electoral que una comunidad judía pudiese tener en las elecciones locales y a nivel del Congreso”. Para que esto ocurriera en Newark, donde los Roths vivían en ese momento, “los pisos desocupados en septiembre… fueron ocupados por familias italianas del Primer Distrito. Generalmente sus nuevas viviendas les habían sido asignadas por un edicto gubernamental de extrema derecha. Para la próxima vez que Lindbergh se presentara a la presidencia “una mayoría cristiana podría dominar en al menos la mitad de los 20 barrios judíos más poblados de América tan pronto como el comienzo del segundo mandato de Lindberg, y estaría la solución de la cuestión judía de América a mano, de una forma u otra.”
Si todo esto suena vagamente familiar, es porque de hecho sucedió en América, pero no fue bajo Lindbergh, y no afectó a los judíos. Como he mostrado en detalle en Urban Renewal as Ethnic Cleansing [la renovación urbana como operación de limpieza étnica], la Oficina de Información de Guerra, bajo la guía de gente como Louis Wirth y Archibald MacLeish, había inaugurado una campaña, mudando a muchos aparceros negros del Sur a proyectos de vivienda financiados por el gobierno que fueron construidos deliberadamente en vecindarios étnicos católicos, “para debilitar la solidaridad de la estructura social [católica] así como para disminuir cualquier fuerza electoral que una comunidad [católica] pudiera tener en las elecciones locales y a nivel del Congreso”.
En otras palabras, parafraseando el título de la novela de Sinclair Lewis que sirvió de modelo a Roth, todo esto “podría haber ocurrido aquí”. De hecho, ocurrió aquí, pero de una manera que era la imagen especular, invertida, de la historia presentada en la novela de Roth. Nadie nunca señaló a los judíos para una limpieza étnica en América, pero Louis Wirth, el judío, estaba orquestando la destrucción de los barrios católicos, precisamente con los métodos que Roth menciona en su Proyecto del Buen Vecino. Confrontado con la perspectiva de la limpieza étnica de su vecindario, el joven Philip Roth promete: “Nada me hará salir de aquí. …a mí no me iba a expulsar el gobierno de los Estados Unidos de una calle cuyas mismas cañerías bullían con el elixir de la vida”. Por supuesto, Philip y su familia fueron expulsados de su casa en Newark por las mismas personas ¡que son los héroes de su libro! “Todavía hay hombres buenos en este país. Está Roosevelt, está Ickes, está el alcalde La Guardia.” Pero no fueron expulsados de sus hogares por la migración negra orquestada por el gobierno porque fueran judíos. Fueron expulsados de Newark porque todavía eran vagamente étnicos, aunque apoyaran la guerra contra el fascismo, y fueron llevados a vivir en los suburbios que Roth describe en Adiós, Colón [relatos, de 1959]para convertirlos en “blancos”. A este respecto Roth padre resulta más previsor que Roth hijo cuando dice, “así es como se trabaja en una gran empresa”. Las grandes empresas trasladan a la gente todo el tiempo.” Esa era la tesis de William H. Whyte en The Organization Man, y fue Whyte quien habló de los suburbios como agentes de americanización para las etnias no asimiladas.
Los guerreristas
Roth puede criticar la ingeniería social que destruyó el barrio de su infancia, pero no puede criticar a la gente que la orquestó. Eso interferiría con su agenda política y racial, que se desprende de su deseo de demonizar a sus enemigos y beatificar a sus amigos. Interferiría con su odio, que es la fuente de su creatividad. Así que decide culpar a la víctima. Roth culpa a la gente que estaba en contra de la entrada de América en la Segunda Guerra Mundial, le echa la culpa por toda la ingeniería social, la limpieza étnica, y la perturbación social que supuestamente justificó la guerra. Así que cuando un agente del FBI llega para interrogar a Philip, de siete años, nos dice que él “sabía lo suficiente como para no mencionar a Henry Ford, America First, los demócratas del sur o los republicanos aislacionistas, y mucho menos a Lindbergh. En los últimos años, la lista que escuché en casa de los prominentes americanos que odiaban a los judíos era mucho más larga, y luego estaban los americanos comunes, decenas de miles, tal vez millones de gente, como los bebedores de cerveza con los que no queríamos convivir en la Unión”.
Como muchos judíos, Roth comparte el dogma de que el antisemitismo es una patología cuya fuente es el cristianismo y que es, por lo tanto, inseparable del cristianismo. Como resultado, el antisemitismo no tiene relación con el comportamiento judío. A los judíos se les odia sin razón alguna. Por lo tanto, el antisemitismo, por su misma irracionalidad, puede estallar en cualquier momento y en cualquier lugar, incluso en América, donde los judíos, como el rabino Daniel Lapin nunca se cansa de repetir, nunca lo pasaron mejor.
Si pasamos de la versión de Roth de Al otro lado del espejo a la realidad histórica, encontramos que la animosidad contra los judíos tanto en Europa como en América tenía causas históricas bastante definidas. Lindbergh, para citar al principal villano según Roth, sentía que los judíos eran un “peligro para este país” porque 1) lo llevaban a la guerra y 2) por “su gran hacienda e influencia invertida en nuestras películas, nuestra prensa, nuestra radio y nuestro gobierno”. En el discurso que dio en una reunión de America First en Des Moines, Iowa, el 11 de septiembre de 1941, Lindbergh no destacaba a los judíos. Al contrario, los incluyó junto con los ingleses y la Administración Roosevelt entre los tres grupos que estaban decididos a llevar al país a una guerra con Alemania. Lindbergh continuó diciendo, que “No estoy atacando ni a los judíos ni a los británicos. Admiro a ambas razas. Pero digo que los líderes de las razas británica y judía, por razones tan comprensibles desde su punto de vista como desaconsejables desde el nuestro, por razones que no son americanas, están deseando involucrarnos en la guerra”.
Como Lindbergh, Henry Ford, otro de los malos según Roth, también tenía sus razones. Ford caracterizó a los judíos como los bolcheviques a escala mundial que tenían la culpa de la expansión revolucionaria en Alemania. También sentía que eran responsables de la Revolución en Rusia. Como Lindbergh y Ford, el Padre Charles Coughlin de Royal Oak, Michigan, también tenía sus razones, pero éstas no las menciona Philip Roth.
En uno de los vuelos de fantasía más extraños de la novela Conspiración …, Walter Winchell, el calumniador asesino y columnista de chismes, se presenta a la presidencia después de ser expulsado del aire por las fuerzas de Lindbergh. Esto, como era de esperar, lleva a los antisemitas a paroxismos de ira, especialmente cuando aparece en las parroquias católicas: “Winchell atrajo una turba furiosa que cantaba ‘¡Judío sucio, vete a casa!’ en cada parroquia donde se exhibía ante los creyentes”, según Roth. Igualmente predecible es el hecho de que Winchell, que “se había convertido en un dios total y más importante que Adonay”, dice el narrador, desataría “la peor y más extendida violencia… en Detroit”, porque Detroit era “el cuartel general del “sacerdote radial”, el Padre Coughlin, con su Frente Cristiano que odiaba a los judíos”. Sólo para que conste aquí, el Frente Cristiano fue dirigido por un tal Padre Brophy de Brooklyn; pero hechos como ese no son importantes a la hora de redactar unas “memorias falsas”.
Otros hechos relacionados con el “sacerdote radial” Coughlin carecen igualmente de importancia, en la fantasía de Roth: así Roth vincula a Coughlin con el Ku Klux Klan, cuando en realidad el sacerdote radial comenzó su santuario después de que el Klan quemara una cruz en el césped de su iglesia en Royal Oak. Los disturbios, a los que supuestamente Coughlin incitaba, según Roth, “habían comenzado en la primera parada de Winchell en Hamtramck (la sección residencial habitada principalmente por trabajadores de la industria automovilística y sus familias y que, según se dice, contiene la mayor población polaca del mundo fuera de Varsovia)”. Hamtramck no queda lejos de la parroquia de St Louis the King, donde también vivían personas de etnia católica polaca, que se habían convertido en los beneficiarios de la migración negra patrocinada por el gobierno para diluir el carácter étnico del vecindario – si nos atenemos al “Proyecto del Buen Vecino” según Roth – así como se enviaron tropas federales cuando los polacos se negaron a aceptar el plan. Desde Hamtramck, según el relato de Roth, los disturbios se extendieron a “los barrios judíos más grandes de la ciudad, las tiendas fueron saqueadas y las vidrieras rotas, los judíos atrapados al aire libre fueron atacados y golpeados y se encendieron cruces empapadas de keroseno en el césped de las viviendas de lujo a lo largo de Chicago Boulevard”. Era, en otras palabras, la versión americana de la Noche de cristal alemana, algo que, por supuesto, nunca ocurrió en América a pesar de que en 1943 Detroit fue el escenario del motín racial más mortal de la historia americana.
Cuando se trata de ficción, se supone que el lector debe hacer una “suspensión voluntaria de la incredulidad”, pero en este y otros puntos de la novela de Roth, el lector se rebela -quizás porque reconoce que Roth no tiene la intención de decir ningún tipo de verdad en su novela, a menos que se vea obligado a decir la verdad a pesar de sí mismo- después de ser manipulado por pasajes como los siguientes:
” Al caer la noche, varios cientos de los 30.000 judíos de la ciudad habían huido y se habían refugiado, cruzando el río Detroit en Windsor, Ontario, y la historia de los Estados Unidos había registrado su primer pogrom a gran escala, claramente inspirado en las “manifestaciones espontáneas” contra los judíos de Alemania conocidos como Kristallnacht. . . que el padre Coughlin, en su periódico semanal Social Justice, había defendido en ese momento como reacción de los alemanes contra el “comunismo de inspiración judía”.
Para empezar, el Padre Coughlin no defendió la Noche de cristal. La deploró por lo que era. Lo sabemos porque le dedicó un programa de radio el 20 de noviembre de 1938 titulado “Persecuciones judías y cristianas”. Coughlin deploró la violencia contra los inocentes, pero además lo hizo en términos que los judíos habían estado formulando durante años. “Los trotskys hacen la revolución”, dijo un rabino, “pero los Bronstein son los que pagan por ella”. Los judíos visibles pagaron por los excesos de los bolcheviques judíos que habían cambiado de nombre y se involucraron en el comportamiento que había causado el precipitado aumento del antisemitismo en los años 20 y 30. En un discurso aprobado por su jeraquía, el Padre Coughlin llamó a su audiencia radial “a oponerse a toda persecución, dondequiera que se origine”. A diferencia de Roth, que ve la historia como un pretexto para inflamar los prejuicios étnicos, Coughlin primero condenó la violencia y luego trató de explicar por qué había brotado. Eso significaba lidiar con su contexto histórico; eso, a su vez, significaba lidiar con el bolchevismo, y eso, a su vez, significaba lidiar con los judíos. Coughlin sintió que el ascenso de Hitler y el consiguiente ascenso del Partido Nazi al poder en Alemania estaba directamente relacionado con la amenaza comunista, que se había extendido por toda Europa del Este y Alemania desde el colapso de los grandes imperios en 1919.
No era el único en razonar así. Ruth Fischer afirmó que Munich nunca se habría convertido en el lugar de nacimiento del nazismo sin la revolución bolchevique, que erigió allí la República Soviética de Baviera a principios de los años 20. Eugenio Pacelli (más tarde Papa Pío XII) vivía allí en ese momento como nuncio alemán. Después de visitar la sede del gobierno de Kurt Eisner en el palacio Wittelsbach, informó de que se había encontrado allí con un grupo de mujeres, cuyo líder era “la amante de Levine, una joven rusa, judía y divorciada” (l’amante di Levien: una giovarte russa, ebrea, divorziata), Fueron los miserables excesos de la República Soviética en Munich los que “indignaron al pueblo y causaron un dramático aumento del antisemitismo”. Como antes en Rusia, todos los judíos fueron culpados por los excesos de unos pocos revolucionarios. Los Bronstein pagaban el pato por los Trotskys.
Lo mismo ocurrió con Austria después de la guerra. En su libro La verdad sobre Austria, Guido Zernattos afirmaba que “la base más importante del antisemitismo austriaco moderno era el papel que los intelectuales judíos desempeñaban en el liderazgo del partido socialdemócrata”.
El marxismo es una postura intelectual
A diferencia de Roth, que manipula los eventos históricos como la Noche de cristal con un efecto político, Coughlin trató de explicar por qué había ocurrido, y eso implicaba ver la Kristallnacht y el ascenso de Hitler en su contexto histórico como una reacción contra los excesos del bolchevismo, un movimiento revolucionario que era visto como entrañablemente judío. En su discurso del 20 de noviembre, Coughlin se dirige directamente a los judíos, pidiéndoles que “no sean indulgentes con los gentiles y judíos irreligiosos y ateos que promueven la causa de la persecución en la tierra de los comunistas; son los mismos que promueven la causa del ateísmo en América”. Había llegado el momento de condenar los excesos de ambos bandos. “Los gentiles deben repudiar los excesos del nazismo. Pero judíos y gentiles deben repudiar la existencia del comunismo del que surge el nazismo.” Al vincular a los judíos con el bolchevismo, Coughlin se ganó la ira de un grupo de personas que, como se evidencia en el libro de Roth, continuó difamándolo como un odiador de los judíos y simpatizante de los nazis hasta el día de hoy. Pero lo que tenía que decir en ese momento fue mencionado a menudo por gente que normalmente no se asociaría con el antisemitismo, es decir, los propios judíos. Leopold Trepper, el líder de la “Rote Kapelle”, el grupo de resistencia nazi que funcionó entre 1933 y 1939, lo dijo muy sucintamente cuando explicó: “Me convertí en comunista, porque soy judío”. (“Ich wurde Kommunist, weil ich Jude bin.”)
La cita viene del libro de Johannes Rogalla von Bieberstein “Juedischer Bolschewismus”: Mythos und Realitaet (SC H Nellroda: Edición Antaios, 2004). El libro de Von Bieberstein apareció el mismo año que el de Roth, pero no figura en el catálogo de Borders o Barnes and Noble, donde el libro de Philip Roth se ostenta. De hecho, a menos que leas en alemán, no podrás leerlo del todo porque, como la historia de Aleksandr Solzhenitsyn de los judíos en Rusia, Doscientos años juntos, [2 tomos, 1000 pág., 2002-2003] no ha sido traducida al inglés. El libro de Von Bieberstein es la antítesis de las “falsas memorias” de Roth. Roth se deja llevar por los prejuicios raciales; von Bieberstein reúne los hechos y apela a la razón. Así es cómo escribió al final un bien fundamentado documento histórico que muestra 1) que el bolchevismo fue un fenómeno judío y 2) que creó una ola de reacción antisemita que llevó a Hitler al poder en Alemania. A diferencia de Daniel Goldhagen, que escribe historias basadas en ficciones judías, y a diferencia de Philip Roth, que escribe novelas judías basadas en historia ficticia, von Bieberstein ofrece una relación de los mitos y realidades que rodean un tema cuya sola mención, en el mundo de Roth y Goldhagen, es una prueba prima facie de antisemitismo. Tanto Goldhagen como Roth se atienen al principio más básico de la ideología judía, según el cual el antisemitismo no tiene nada que ver con el comportamiento judío. Esa premisa convierte toda la historia en una forma de mistificación política. Von Bieberstein desmitifica la mistificación documentando en detalle el papel que el bolchevismo judío jugó en el ascenso de Hitler. Según von Bieberstein, el padre Coughlin criticó el nazismo, pero lo vio sin embargo como “un mecanismo de defensa contra el comunismo”. En este sentido, se diferenciaba poco de Henry Ford, que temía a los judíos principalmente porque sentía que eran la fuerza impulsadora de la difusión de la revolución en todo el mundo.
Ese hecho se abre paso a través del espejo invertido que ofrece Roth:
“Como organización anticomunista más que pro-nazi, el Bund era tan antisemita como antes, equiparando abiertamente el bolchevismo con el judaísmo en los folletos de propaganda… aferrándose a los propósitos enunciados en su declaración oficial sobre la primera organización en 1936: “para combatir la locura roja dirigida por Moscú y sus portadores de bacilos judíos . . . . Salieron banderas en los muros que decían “¡Aplastemos a los comunistas judíos de EE.UU.!”
Al afirmar su reparto de esta manera, Roth da la impresión de que cualquiera que vinculara a los judíos con el comunismo era un nazi antisemita delirante, pero no fue así. Ford, como incluso una lectura superficial del libro de von Bieberstein lo deja en claro, no era el único que sentía que los judíos jugaban un papel importante en el bolchevismo. En mayo de 1919, Woodrow Wilson, sin el menor aislacionismo, proclamó que el movimiento bolchevique estaba liderado por judíos. Más o menos al mismo tiempo, en un artículo del Illustrated London News, Winston Churchill, el mismo hombre que envió al Intrepid a América para involucrarla en la Segunda Guerra Mundial y por lo tanto presumiblemente uno de los héroes de Philip Roth, dijo más o menos lo mismo. En 1919, Arnold Zweig, queien al igual que Arthur Koestler era tanto sionista como comunista, escribió que la “sangre judía” dio nacimiento al socialismo “de Moisés a Lindauer”. En su obra maestra, Das Prinzip Hoffnung, el judío Ernst Bloch dijo lo mismo en forma aún más concisa cuando escribió, en una parodia del dicho romano, “Ubi Petrus, Ibi Ecclesia,” “Ubi Lenin, Ibi Jerusalem.” Elie Wiesel escribió que, “Tenemos que hacer la revolución, porque Dios nos lo dijo. Dios quiere que nos convirtamos en comunistas”. En 1848, Adolf Jellinek escribió que “los reaccionarios denuncian a los judíos como el perpetuo móvil de la revolución”. En su libro Der grosse Basar, Daniel Cohn-Bendit, [franco-alemán y] uno de los líderes de la Revolución del 68, se refirió a Trotsky como “la encarnación de la esencia del judío talmúdico”. En 1934, en su libro Katholizismus und Judentum, Bela Bangha, jesuita húngaro, escribió que el “marxismo revolucionario” correspondía “en su esencia a una forma particular del alma judía y a su postura intelectual”. El 14 de diciembre de 1918, el American Literary Digest hizo la pregunta, “¿Son los bolcheviques principalmente judíos?” Dos años más tarde, el 19 de junio de 1920, bajo el título de “El peligro judío”, el Christian Science Monitor se refirió a una supuesta conspiración judía mundial como se demostró en los recién descubiertos, y en el acto desacreditados, Protocolos de los sabios de Sión” El mismo día, el Chicago Tribune se refirió al bolchevismo como “un instrumento para el control judío del mundo”.
Los judíos tendían como los gentiles a hablar de esta manera. En 1921 A. Sachs escribió que, “El bolchevismo judío ha demostrado al mundo entero que la raza judía no sufre de degeneración.” En 1990, en su libro La guerra de Stalin contra los judíos, Louis Rapoport escribió que “los hombres de herencia judía”, sentaron “los cimientos del comunismo y el socialismo”. Franz Werfel, el hombre que escribió La canción de Bernadette, y que participó en la insurrección comunista en Viena en 1919, escribió un artículo titulado “El regalo de Israel a la humanidad”, en el que decía que “Moisés Hess, Carlos Marx y Fernando Lasalle” eran los “padres de la iglesia del socialismo”. Jacob Toury afirmó que el socialismo surgió del judaísmo tradicional entre los desarraigados como religión de sustitución. En un artículo titulado “El revolucionario judío”, que apareció en el Neue Juedischen Montsheften a finales de 1919, el autor declaró que “por más que el tema sea exagerado por el lado antisemita y por más ansiosamente que lo niegue la burguesía judía, la enorme participación judía en el movimiento revolucionario contemporáneo es un hecho simple”. Un año después, Franz Kafka, el famoso judío germanoparlante de Praga, escribió: “No perdonas a los socialistas y comunistas judíos. Los ahogas en la sopa y los rebanas cuando los asas”. (“Den juedischen Sozialisten und Kommunisten verzeiht man nichts, die ertraenkt man in der Suppe und zerschnei Suppe und zerschneidet man beim Braten.”)
El premio Nobel polaco, Isaac B. Singer, que hablaba polaco con dificultad y ganó el premio Nobel de literatura por escribir en yiddish, afirmó que “los comunistas de Varsovia eran casi exclusivamente judíos, y llevaban fuego y espada a todas partes”. También pretendían (después de la revolución de octubre) que la justicia social sólo se podía hallar en Rusia.” El presidente federal Friedrich Ebert afirmó que los judíos eran los responsables de la revolución en Alemania y que “prácticamente todos los judíos eran cripto-bolcheviques”. En 1904, el sionista alemán Franz Oppenheimer observaba: “nada más seguro: el judío contemporáneo de Europa del Este es un revolucionario nato”. Lo que siguió después del reconocimiento casi universal de la participación judía en el bolchevismo, fue una ola de antisemitismo sin precedentes. Lo que hizo que una organización racista como la sociedad Thule fuera una amenaza peligrosa fue precisamente el consenso generalizado de que “no hay nada por el estilo del bolchevismo sin los judíos”.
Como Erich Haberer deja claro, los judíos habían sido la columna vertebral del movimiento revolucionario en Rusia. La dislocación social entre las potencias centrales que siguió a la derrota después de la Primera Guerra Mundial, permitió al movimiento revolucionario alcanzar sus mayores éxitos. Los judíos podían ahora vengarse de las monarquías cristianas tradicionales que siempre los habían perseguido. Los judíos, según Michael Lerner “eran representantes entusiastas del colapso de las comunidades tradicionales porque esas comunidades discriminaban a los judíos”. Stanley Rothman y S. Robert Lichter sostienen que “el objetivo de los radicales judíos era apartar a los cristianos de su sociedad, así como los judíos habían sido apartados de esas mismas culturas”. En 1849, en Israels Herold, Karl Ludwig Bernays explicó que “Los judíos se vengaron de un mundo hostil de una manera completamente nueva… liberando a la humanidad de toda religión y de cualquier tipo de sentimiento patriótico”. En la edición del 30 de noviembre de 1917 de The Jewish Chronicle, Trotsky fue descrito “como el vengador del sufrimiento y la humillación de los judíos” bajo los zares.
El estudio de Von Bieberstein de la literatura contemporánea señala, sobre el movimiento revolucionario en el período alrededor de la Primera Guerra Mundial, que la participación judía estaba ligada a la atracción judía por la política mesiánica. Houston Stewart Chamberlain, el teórico racial inglés que se casó con una mujer de la familia Wagner y se convirtió en partidario de Hitler, reprochó a los “ateos judíos” que “planearan un imposible reino mesiánico socialista y económico sin tener en cuenta el hecho de que en el proceso provocarían la destrucción de la civilización y la cultura que tan laboriosamente hemos erigido”. Ernst Bloch, que se describió a sí mismo en 1918 como un “judío consciente de la raza”, describió el proyecto prometeico de los marxistas revolucionarios como nada menos que una “segunda encarnación”. De manera similar, Eugen Hoeflich, el crítico literario de Viena que más tarde cambió su nombre por el de Mose Y. BenGavriel, escribió que “el judío bolchevique quiere incendiar Europa, no para llenarse los bolsillos sino porque está impulsado por la idea más pura, una idea que tendrá consecuencias trágicas, y que surgió de una psicosis masiva nacida de la guerra”.
La Revolución Rusa de 1917 ya fue bastante mala, pero no tuvo ni de lejos el efecto psicológico en la opinión pública que sus revoluciones hijas -las efímeras repúblicas soviéticas de Baviera y Hungría- tuvieron en las poblaciones de Europa oriental. Bela Kun hizo para los judíos de Hungría lo que Kurt Eisner hizo para los judíos de Alemania; ambos crearon una enorme ola de antisemitismo en sus respectivos países. “Judío” se convirtió en sinónimo de “revolucionario”, y pronto nuevas etiquetas como “Umsturzjuden“, “Revolutionsjuden“, así como “RevoluZion” comenzaron a circular. Dirigida por Bela Kun, que magiarizó el nombre de su padre Kohn a principios del siglo XX, la República Soviética Húngara difundió el miedo y el odio entre la población nativa húngara, que la denunció como la “Judenrepublik“. Según el libro de Lichter y Rothman Raíces del Radicalismo, 30 de los 48 comisarios de la República Soviética Húngara eran judíos. De 202 altos funcionarios, 161 eran judíos. Este y otros hechos llevaron al London Times a describir el régimen de Bela Kun como “Mafia Judía” en 1919. “El bolchevismo en Hungría”, según Nathaniel Katzburg, era “en gran parte una empresa judía”. Por lo tanto, no fue una sorpresa que la República Soviética de Budapest fuera denunciada como “gobierno de los judíos” y “Judenrepublik“. Tampoco fue sorprendente que una ola de pogromos barriera Hungría cuando la República Soviética cayó allí. Los Bronsteins, una vez más, tuvieron que pagar por los excesos de los Trotskys.
Lo mismo ocurrió en Austria, donde el dramaturgo Arthur Schnitzler describió en su diario a los revolucionarios como “una mezcla de judíos literarios, chusma saqueadora e idiotas”. La revolución en Hungría fue noticia en todo el mundo. El resultado neto fue un aumento del antisemitismo, y no sólo en Hungría. En su libro sobre el holocausto en Hungría, Rudolph Braham afirmó que las “pasiones milenaristas” que promovieron la revolución mundial condujeron inexorablemente a la contrarrevolución, y que el breve pero brutal régimen comunista dejó un amargo legado que tuvo consecuencias devastadoras para los judíos húngaros.
La Iglesia Católica en general y los jesuitas en particular fueron los principales opositores del movimiento revolucionario en el período anterior y posterior a la Primera Guerra Mundial. En un artículo que apareció en la edición del 21 de octubre de 1922 de la revista vaticana oficialmente reconocida La Civiltà Cattolica, titulado “La rivoluzione mondia e gli ebrei” (La revolución mundial y los judíos), el comunismo fue descrito como “la perversión de una fantasía semítica” que emanaba “de la raza judía”. En su libro de 1926 Judentum und Christentum, el Padre Erich Pryzwara, SJ, utilizó citas de Martin Buber y otros pensadores judíos para rastrear el socialismo hasta sus raíces en el mesianismo judío, y esto lo llevó a la melancólica conclusión de que el judío “tiende a convertirse en el incansable revolucionario del mundo cristiano por una necesidad interior”. En el análisis final, el judío se ve “impulsado a su incansable activismo por sus más profundas convicciones religiosas. Él es realmente el inquieto Ahasver”.
De manera similar, los obispos polacos rastrearon la furia bolchevique que se había desatado en Europa del Este tras la Primera Guerra Mundial hasta el “odio tradicional” que los judíos siempre habían sentido por la Cristiandad. Durante la guerra de Polonia con la naciente Unión Soviética en 1920, los obispos polacos publicaron una carta pastoral en la que anunciaban que “El verdadero objetivo del bolchevismo es la conquista del mundo. La raza que tiene el liderazgo del bolchevismo en sus manos… está empeñada en la subyugación de las naciones. . . especialmente, porque aquellos que son los líderes del bolchevismo tienen el odio tradicional hacia la Cristiandad metido en la sangre. El bolchevismo es en realidad la encarnación del Anticristo en la tierra.
Como los partidos comunistas en Alemania y Hungría, el Partido comunista en Polonia era abrumadoramente judío. El 65 por ciento de los comunistas de Varsovia eran judíos. En los años 20, el porcentaje era aún mayor, lo que nuevamente alimentó el antisemitismo.
Como los obispos alemanes compartían los puntos de vista de sus colegas polacos, se vieron atrapados en el mismo estado de ánimo apocalíptico. El más famoso oponente episcopal del nazismo, Clemens Graf von Galen, obispo de Muenster, escribió una carta pastoral defendiendo la incursión de Hitler en la Unión Soviética porque libraría al mundo de la “plaga del bolchevismo”.
La inclinación judía hacia la política mesiánica explica la sobrerrepresentación de los judíos en los movimientos revolucionarios a lo largo del siglo XX. Una vez que Polonia alcanzó la condición de Estado tras el Tratado de Versalles, la población judía en la Unión Soviética se redujo a un dos por ciento de la población, lo que a su vez dramatizó la sobrerrepresentación de los judíos en los partidos revolucionarios de Rusia. En este sentido, los bolcheviques, con un 11 por ciento de judíos, eran los menos judíos de todos los partidos revolucionarios, a pesar de que la sobrerrepresentación judía era cinco veces mayor que la población judía en Rusia. El Partido Social Revolucionario, en comparación, era judío en un 14 por ciento, y el Partido Menchevique era judío en un 23 por ciento, con una sobrerrepresentación diez veces mayor que el porcentaje de la población judía en Rusia.
Si nos dirigimos al liderazgo del movimiento revolucionario, la sobrerrepresentación de los judíos es aún más sorprendente. De los 21 miembros del Comité Central del Partido Comunista en Rusia en agosto de 1917, seis, es decir, el 28,6 por ciento, eran judíos. El porcentaje era aún mayor entre los mencheviques, donde ocho de los 17 miembros del Comité Central, es decir, alrededor del 50 por ciento, eran judíos. De la lista de los siete miembros principales de la dirección bolchevique que compiló el Comisario de Cultura Anatoli Lunacharsky, cuatro de los siete principales bolcheviques -Trotsky, Sverdlov, Zinovijev y Kamanev- eran judíos. Cuando el ministro de asuntos exteriores austriaco, Ottokar Graf Czernin, escribió sobre las negociaciones de paz que tuvieron lugar en Brest-Litovsk a principios de 1918, informó que los soviéticos eran “prácticamente sin excepción judíos con ideas locas”. Los judíos lograron esta sobrerrepresentación en el nuevo régimen soviético porque los rusos tendían a ser “patrióticos” y por lo tanto no eran lo suficientemente despiadados para atacar a sus compatriotas, pero también porque los judíos, de nuevo a diferencia de los “campesinos y trabajadores” rusos que formaban la columna vertebral del movimiento proletario, eran altamente alfabetizados. A modo de ilustración, el autor del libro Rossija I Evrei, (Rusia y los Judíos), contó el siguiente chiste: “Si seis comisarios están sentados en una mesa, ¿qué hay debajo de la mesa? La respuesta, las doce rodillas de Israel”.
El porcentaje de judíos en el personal de la odiada Cheka era aún mayor. Hasta el 10 de julio de 1934, ocho años después de la toma de posesión del partido por Stalin, el 34 por ciento de la dirección de la Cheka seguía siendo judía, una cifra 17 veces mayor que la población judía de la Unión Soviética. Sin embargo, en 1939, después de la purga de los judíos del partido, el porcentaje se redujo al 4 por ciento.
Debido al alto porcentaje de judíos en los movimientos revolucionarios de Europa del Este y Alemania, el bolchevismo fue percibido como un movimiento judío, y por ello los excesos que cometió despertaron una enorme reacción antisemita. El 20 de abril de 1920, Allen Dulles, más tarde jefe de la CIA, escribió que “como resultado del papel destacado que los judíos bávaros desempeñaron en los grupos comunistas, la tolerancia de la era de preguerra ha cambiado y ha surgido un nuevo movimiento fuertemente antisemita”. Von Bieberstein escribe que “una minoría de judíos radicales, luchando por la dictadura del proletariado, desencadenó una avalancha de antisemitismo agresivo”. Temiendo precisamente esta reacción, la logia de Frankfurt de la B’nai B’rith envió instrucciones a los judíos bávaros para que se distanciaran de Kurt Eisner y su República Soviética Bávara. En un artículo sobre el antisemitismo en Gran Bretaña, que apareció en el Jewish Journal of Sociology en 1989, Geoffrey Alderman escribió que “el antisemitismo floreció en los años 20 como resultado del miedo al bolchevismo”. En su libro de 1996 Los judíos y la revolución rusa, el historiador de Harvard Richard Pipes afirmó que una de las “consecuencias más desastrosas” de la revolución rusa era “la identificación de los judíos con el comunismo”. Reinhard Maurach, observador jurídico en los juicios por crímenes de guerra de Nuremberg, hizo hincapié en lo que denominó “teoría de la combinación”, según la cual “el problema judío se fusionó con el problema bolchevique” para formar el esquema básico de la doctrina nazi.
Hitler subió al poder en Alemania porque convenció a la abrumadora mayoría del pueblo alemán “de que los judíos y los bolcheviques eran una misma cosa”. El Nacional Socialismo fue una reacción contra el comunismo. Ignorar este hecho o escribir como Daniel Jonah Goldhagen que “el antisemitismo no tiene nada que ver con el comportamiento judío” es hacer incomprensible toda una época. Saul Friedlander, igualmente, dijo que “el odio al comunismo jugó un papel más importante en el ascenso de Hitler que las actitudes antijudías”.
Hitler se sentía bloqueado al principio de su carrera política tanto por la asimilación de los judíos como por la aceptación alemana de ese hecho, y no podría haber puesto a sus seguidores en contra de los judíos sin la amenaza del bolchevismo y la experiencia de la República Soviética de Baviera, a la que se refirió como “gobierno judío temporal”, como prueba. En Mein Kampf, Hitler escribió que “en 1918 todavía no era posible hablar de antisemitismo programático. Todavía recuerdo las dificultades con que uno se topaba tan pronto como se mencionaba la palabra “judío”. O te miraban como si estuvieras loco o te enfrentabas con la más dura resistencia.” En 1933 Hitler le dijo a Max Planck, “No tengo nada en contra de los judíos en tanto judíos. Pero los judíos son todos comunistas, y estos son mis enemigos, y contra ellos es que estoy luchando.” Como prueba de que el anticomunismo triunfaba sobre el racismo en la jerarquía de valores de Hitler, von Bieberstein cita el dicho de Hitler, “Lieber sind mir 100 Neger im Saal, als ein Jude“. “Mejor cien negros en la sala que un judío”. En una entrada del diario del 10 de febrero de 1937, Hans Frank escribió, “Confieso mi fe en Alemania… que es en verdad la herramienta de Dios para el exterminio del mal. Estamos luchando en nombre de Dios contra los judíos y su bolchevismo, Dios nos proteja.” Hitler siempre sostuvo que el judío era su enemigo principalmente porque el judío difundía la revolución. En una charla de sobremesa con fecha del 7 de junio de 1944, seguía manteniendo que “sin los judíos no habría revolución”. El teórico nazi Alfred Rosenberg dijo algo muy parecido: “El bolchevismo es en su esencia la forma de la revolución mundial judía. . . . No habría cosa como el bolchevismo sin los judíos.”
Era inevitable una reacción. “Cuanto mayores fueron los éxitos del movimiento comunista”, escribió Jonathan Frankel en 1988, “mayor fue la hostilidad anticomunista hacia los judíos”. Hilaire Belloc afirmó que “la revolución en Rusia fue el punto de partida histórico de una renovación de la animosidad contra los judíos en Europa occidental”.
Una industria cinematográfica judía y la cultura de una nación
En poco tiempo, la misma reacción llegó a América. Von Bieberstein afirma que los primeros signos de reacción antisemita en la “América puritana” se manifestaron como una protesta contra la naciente industria cinematográfica de Hollywood, una industria que se consideraba creada y controlada por los judíos. En su libro El Judío Internacional, Henry Ford se quejaba de la toma del teatro de Broadway por parte de los judíos. Sin embargo, los judíos, decía, nunca tuvieron “que expulsar a los gentiles de” la industria del cine, “porque los gentiles nunca tuvieron la oportunidad de entrar en ella”. Ford afirmó que “La influencia cinematográfica de los Estados Unidos, en todo el mundo, está exclusivamente bajo el control, moral y financiero, de la manipulación judía de la mente pública”. Los judíos pudieron subvertir la moral de los americanos porque “el escenario y el cine representan el principal elemento cultural del 90 por ciento de la gente. Lo que el joven promedio absorbe en cuanto a formalidad, comportamiento apropiado, refinamiento como lo opuesto a la grosería, corrección en el discurso o elección de palabras, costumbres y sentimientos de otras naciones, moda en la ropa, ideas de religión y ley, se desprenden de lo que se ve en el cine y el teatro. La única idea de las masas sobre el hogar y la vida de los ricos se deriva del escenario y del cine” (p. 153).
Acerca de cualquier negocio, seguía Ford, “que embrutezca el gusto y desmoralice las costumbres, no debe permitirse que se fortalezca sentando ley a partir de sí mismo”. Como resultado de la doble amenaza del bolchevismo judío y la subversión de la moral por obra y gracia de Hollywood, muchas legislaturas a lo largo de los años 20 amenazaron con censurar las películas. Fue la amenaza de un boicot en 1934 lo que impulsó a Harry Warner a advertir al ejecutivo de la MGM, Harry Rapf, cuyo hijo recorrió la Unión Soviética en el verano de 1934, “No quiero hablar con ningún comunista de mierda. No olvides que eres judío. Los comunistas judíos van a desatar la ira del mundo sobre el resto de los judíos”.
Resulta que la ira del mundo fue más benigna en América que en Alemania, pero la reacción también tuvo lugar allí. En América, tomó la forma de un boicot a los teatros Warner de Filadelfia. Organizado por el Cardenal Dougherty, el obispo católico de la ciudad, el boicot le costaba a Warner 100.000 dólares a la semana en los días peores de la Depresión y le hacía llorar “lágrimas tan grandes como zurullos de caballo” en las reuniones corporativas. Warner y el resto de los magnates judíos de Hollywood finalmente aceptaron el Código de Producción como su salida de la ruina financiera.
Ford admiraba la resistencia católica al Hollywood judío, incluso antes de la imposición del Código. A diferencia de los clérigos protestantes, que se veían regularmente ridiculizados en las películas de Hollywood, “el clero católico se opuso muy pronto a este abuso contra su dignidad sacerdotal, y como resultado de su vigoroso resentimiento los judíos aflojaron. Ahora nunca se ve a un sacerdote a la luz de la pantalla. Pero el clérigo protestante sigue siendo el hipócrita alargado, llorón y bilioso de las caricaturas anticristianas”.
Ford sentía que las películas eran algo así como el ensayo para la revolución en América. Los judíos usaban la pantalla como parte de su “tradicional campaña de subversión”. El cine también sirvió “como escenario de ensayo para escenas de amenaza antisocial. No hay levantamientos o revoluciones excepto las que se planean y ensayan. . . . Una revolución exitosa debe tener un ensayo. Se puede hacer mejor en las películas que en cualquier otro lugar: esta es la ‘educación visual’ como hasta la gente más tosca lo puede entender.”
Pronto quedó claro que cuando los judíos llegaron a América, trajeron la revolución con ellos. Con una población judía que representaba la mitad del porcentaje de la población judía en Rusia, América tenía un partido comunista en el que más del 50 por ciento de sus miembros procedían de familias judías. Muchos de estos judíos cambiaron sus nombres cuando llegaron a América, donde continuaron su actividad revolucionaria, para consternación de gente como Ford y Coughlin. Algunos de los revolucionarios judíos nacieron en América y luego viajaron a Rusia. Israel Amter nació en los Estados Unidos de América en 1881. En 1923 viajó a Rusia, donde se convirtió en miembro del EKKI. En 1921, Josef Pogany, antiguo comisario bajo el mando de Bela Kun en la República Soviética de Hungría, se unió al Komintern, que en 1922 lo envió a América, donde tomó el nombre de “John Pepper” y se convirtió en el jefe de facto del Partido Comunista de América. Un judío ucraniano llamado Jacob Golos, bajo el nombre encubierto de “Timmy” creó una red de espías que incluía a la espía educada en Vassar Elizabeth Bentley, que alcanzó sus 15 minutos de fama cuando testificó ante las audiencias del comité McCarthy en los años 50.
El mismo Trotsky dijo que los judíos jugarían un papel decisivo en llevar la revolución a América. En una entrevista publicada en 1934 por la revista Class Struggle, Trotsky afirmó que “los trabajadores judíos de origen extranjero jugarán un papel decisivo en la realización de la revolución proletaria americana”. No es de extrañar que Henry Ford estuviera molesto. La revista Anti-Bolshevist escribió que la reacción contra el bolchevismo ruso era tan grande que estaba causando “una nueva ola de antisemitismo” incluso en América.Hasta en América, que no había tenido una revolución del tipo que había tenido lugar en Rusia, Alemania y Hungría, Louis Marshall notó que la expresión “comunismo judío” estaba rondando [en el discurso público]. Dada la reacción contra el bolchevismo judío en Europa, la gran pregunta sin respuesta que subyace en el libro de Roth es ¿por qué no pasó lo mismo aquí? O, más importante aún, por qué Roth fantasea con que hubiese ocurrido. En su entrevista con Roth en la NPR, Robert Siegel aborda la cuestión de por qué no ocurrió aquí preguntándole a Roth si fue “un golpe de suerte o si la experiencia americana fue esencialmente diferente”. Roth respondió diciendo que eran ambas cosas, lo cual es otra forma de decir que no sabe la respuesta. Es menos ambiguo en su libro, donde atribuye la falta de pogromos a “las garantías incorporadas en la Constitución de los EE.UU.”, que “combinadas con las antiguas tradiciones democráticas americanas, hicieron imposible que una solución final al problema judío se implementase en América tan rápida o eficientemente como en un continente donde había una historia milenaria de antisemitismo profundamente arraigado en la gente común y donde el dominio nazi era absoluto”.
Así que volvemos a la explicación estándar una vez más. Es decir, no ocurrió en Estados Unidos porque el cristianismo, la verdadera raíz del antisemitismo, no era tan fuerte aquí como en Europa. Por supuesto, hay todo tipo de pruebas, especialmente en el libro de Roth, que contradicen esta explicación. Toda la amenaza del antisemitismo, según el Plot, procede de la presencia de la Iglesia Católica en Newark y en otros lugares, una presencia que causa sentimientos severamente ambivalentes en el joven Felipe. En un momento está lleno de odio hacia la Iglesia Católica; en otro quiere huir al orfanato católico dirigido por monjas alemanas. La “visión de pesadilla de la furia antisemita de América rugiendo hacia el este a través del oleoducto de la [Ruta] 22” de Roth se basa en la premisa de que los antisemitas de América son todos cristianos temerosos de Dios, o que todos los cristianos temerosos de Dios son antisemitas. Todo lo cual, por supuesto, significa que debería haber ocurrido aquí, especialmente si, como muchos indican, el cristianismo es más fuerte aquí que en la sensual Europa secular.
En su reseña de Plot en The New York Times, Frank Rich intenta explicar los temores de Roth conectándolos con la administración Bush tras el 11-S, aunque Roth aconsejó no leer la novela como en clave “para interpretar los tiempos actuales”, en el mismo periódico. Rich ve en Lindbergh, “un presidente [que] puede usar el miedo… para imponer una peligrosa idée fixe” a América, una obvia referencia a George W. Bush. Cuando Rich lee la novela de Roth, lo que le llama la atención es “la sensación de hundimiento que el ‘miedo perpetuo’ es en cierto modo primo del miedo en el que vivimos ahora”. Es cierto, el ‘miedo perpetuo’ define nuestro mundo posterior al 11-S y la despiadada política del otoño de 2004.” Rich luego vincula el miedo a la política exterior americana. Aunque la política de Bush de “guerra preventiva” es como “la reencarnación de Roosevelt” y “la antítesis misma del aislacionismo de Lindbergh”, los resultados finales de esa empresa no se ven todavía: “En realidad, sólo se nos está empezando a probar. Aún estamos en las primeras etapas de dos guerras cuyo final no está a la vista. La guerra en Irak ya se les achaca a los neoconservadores judíos el senador Fritz Hollings de Carolina del Sur, un demócrata que apoya a Kerry, así como la tachan derechistas como el impenitente Pat Buchanan, como si el presidente y el vicepresidente no judíos no estuvieran entre sus arquitectos”.
Si la guerra en Irak anda mal (o peor), entonces, los neoconservadores judíos serán responsables, ¿y los pogromos estallarán en Kentucky? Una vez más, la política se convierte en un pretexto para la fantasía paranoica. Lo que une a Rich y Roth es un estado mental común, no una lectura objetiva de la política exterior americana.
Hay muchas cosas en el libro de Roth, por otra parte, que no encajan con el análisis de Rich. El mismo Roth rechaza la afirmación de que se trata, en clave, del 11-S, afirmando que lo empezó a escribir en enero de 2001. Roth también afirmó en una entrevista con John Freeman en el Times-Picayune que “estaba tratando de lidiar con estas figuras que salieron de mi niñez, algunas de las cuales me asustaban bastante cuando era niño, como el Padre Coughlin”. Roth, continúa Freeman, “recuerda los discursos radiales de Coughlin de los domingos por la noche, que a menudo incluían ataques a prominentes figuras judías, tan vívidamente como recuerda haber escuchado la voz de Hitler en la radio”.
¿Pero por qué Roth, que se sitúa en la cumbre del mundo literario, debería temer a un sacerdote católico que ha sido universalmente demonizado por más de 60 años? En última instancia, los temores de Roth no tienen ninguna base objetiva, cosa que no debería sorprender en una novela basada en un evento que no ocurrió. La base de sus temores es su odio al cristianismo. Desde un punto de vista teológico, esto no debería ser sorprendente, porque “el amor perfecto expulsa el miedo”. Si el amor expulsa el miedo y si “el odio es una virtud judía”, como leemos en First Things (cf. mi pieza “El Mesías Burlón”: Humor judío y subversión cultural”, Culture Wars, enero de 2004), entonces no es de extrañar que a los judíos les devore el miedo. En griego, el odio y el miedo son, después de todo, la misma palabra, fobos. Temes lo que odias, y odias lo que temes. Cristo es el único que nos ha mostrado la salida de ese círculo vicioso. Pero, según Roth, Cristo es precisamente el problema. Al dar una expresión más de su miedo en Plot, Roth fantasea con los católicos irlandeses que aparecen en Newark, “buscando venganza contra los asesinos de Cristo del Tercer Distrito judío”. Todas las garantías posteriores al Vaticano II de los clérigos liberales han dejado a Roth poco convencido. Todavía piensa que los judíos son asesinos de Cristo. En ciertos momentos se regocija con el hecho; en otros momentos esto lo deja obviamente intranquilo.
Cristo es la cuestión
Después de seguir a un goy sospechoso, un juego que el joven Philip comparte con su joven amigo Earl, se asoman a la ventana frontal del goy y ven un árbol de Navidad en su sala de estar; entonces Earl susurra: “¿Ves la cima? En lo más alto del árbol, ¿lo ves? Es Jesús”. La visión de Jesús se convierte en una especie de epifanía para el pequeño Felipe:
“Esta fue la culminación de nuestra búsqueda: Jesucristo, que según su razonamiento lo era todo y que para mí lo había jodido todo porque si no fuera por Cristo no habría cristianos, y si no fuera por los cristianos no habría antisemitismo, y si no fuera por el antisemitismo no habría Hitler, y si no fuera por Hitler, Lindbergh nunca habría sido presidente, y si Lindbergh no fuera presidente. . . ”
Cuando el goy invita a los dos chicos a tomar una taza de chocolate caliente, Earl grita: “¡Lárgate, Phil, es un hada!” y los dos chicos huyen.
El joven Felipe se siente atraído y repelido por Cristo, que es débil y fuerte a la vez, de una manera que Roth no puede entender. Por un lado, quiere huir para el orfanato católico alemán de Newark o para la Ciudad de los Niños del Padre Flanagan. Por otro lado, teme a “los huérfanos, los sacerdotes, las monjas y el látigo de la escuela parroquial”, aunque parece improbable que los látigos católicos se usen con los niños judíos. Como otros niños judíos, el pequeño Philip “generalmente se cruzaba al otro lado de la calle, en las pocas ocasiones en que los veíamos abrirse camino con su atuendo de brujos”. Como el desviado sexualmente Roth del Lamento de Portnoy, el joven Felipe “no podía estar cerca de una monja, y mucho menos de un par de ellas, sin tener la mente sumida en no demasiado puros pensamientos judíos”, a pesar de que las monjas lo han tratado con amabilidad: “la más alta de las monjas sonrió” a Felipe cuando se topó con él en el autobús, “y con una vaga tristeza en su voz tranquila -quizás porque el Mesías había venido y se había ido sin que yo lo supiera- comentó a su compañera: ‘Qué niño tan lindo y tan limpio'”.
¿Acaso Roth teme que esta monja vaya a dirigir un pogromo en las calles de Newark? Bueno, sí, de alguna manera, pero la idea está conectada con sus “pensamientos judíos no demasiado puros”, algo que desarrolla más tarde cuando discute sobre el linchamiento de Leo Frank en Georgia. Frank fue acusado de abusar de Mary Phagan, [una chica negra] de 13 años, empleada de su fábrica [y asesinarla después]. Según Roth, “Colgar al ‘sodomita'” Frank, desde un árbol en Marietta, Georgia, la ciudad natal de Mary Phagan, fue “una advertencia pública a otros ‘libertinos judíos’ para que se mantuvieran alejados del Sur y de sus mujeres”. Según Roth describió el comportamiento y el pensamiento de los “libertinos judíos” en El lamento de Portnoy, ningún jurado dudaría en condenarlos aunque no se les hubiera linchado [cosa que le pasó en 1915 a Leo Franck , el primer, único y último judío linchado en la historia de Estados Unidos] .
El miedo, en otras palabras, puede ser creado por el odio, pero lo agrava la culpa. Según el propio Roth, los judíos se han comportado abominablemente en América, después de que América los salvara de los pogromos de Rusia. Roth en un momento dado nos dice que cuando era niño, ya había “empezado a pensar en mí como un pequeño criminal porque era judío”. Roth hace declaraciones como esta para provocar simpatía, pero incluso al hacer esto nos señala de nuevo la culpa. Si nos guiamos por sus memorias noveladas, hay en él suficiente culpa personal para justificar cualquier número de sentimientos poderosos, pero como este es un libro esencialmente étnico, estamos hablando de culpa étnica también. Para empezar, Roth siente culpa por la invasión judía de América. América, como el rabino Lapin no se cansa de decirlo, trató bien a los judíos, y los judíos como Philip Roth pagaron a América promoviendo la subversión cultural. Portnoy es un judío cuya principal felicidad consiste en desacreditar las creencias de los gentiles y al mismo tiempo profanar a sus mujeres, algo que hizo mientras estaba en un comité del Congreso en Washington: “Sí”, le dice a su analista, “Yo era un judío feliz allá en Washington, convertido yo mismo en una pequeña pandilla Stern, que se entretenía reventando el honor y la integridad de Charlie, mientras simultáneamente me convertía en amante de esa belleza aristocrática yanqui cuyos antepasados llegaron a estas costas en el siglo XVII. Fenómeno conocido como “odiar a tu goy y comértelo a la vez”.
Cuando el padre de Philip va en coche de Newark a Kentucky y vuelve de nuevo para rescatar a Sheldon Wishnow, Roth aprovecha la oportunidad para convertir el viaje en un símbolo de la migración judía a América. “Se podría hacer una analogía”, nos dice Roth, describiendo el viaje a Kentucky, “con los colonos blancos no invitados que atravesaron por primera vez la barrera de los Apalaches y entraron en los cotos de caza favoritos de las tribus de Delaware y Algonquin, salvo que en vez de ser unos blancos extraños enfrentando a los habitantes locales con su rapacidad, estos eran judíos extraños de aspecto raro, provocantes con su sola presencia. Esta vez, sin embargo, los que defendían violentamente sus tierras de la usurpación y su forma de vida de la destrucción no eran indios liderados por el gran Tecumseh, sino cristianos americanos alzados con todo derecho, con la bendición del presidente en funciones de los Estados Unidos.
Ningún país en la faz de la tierra, ni siquiera Polonia, fue tan acogedor para los judíos como América. Ahora los nietos de los judíos que escaparon de los pogromos a raíz del asesinato del Zar en 1881 están fantaseando con pogromos una vez más, y el resto de nosotros estamos obligados a preguntarnos por qué. Roth nos ha hecho un favor a todos en este sentido al permitirnos entrever algo de la problemática psiquis capaz de generar semejantes fantasías. En última instancia el odio de Roth hacia los gentiles, sin ningún precedente histórico, es lo que le permite imaginar que el pogromo brote de lugares como Kentucky y Detroit y los barrios étnicos católicos de Newark: “en Newark, había un vecindario fuertemente judío junto a grandes comunidades de clase trabajadora irlandesa, italiana, alemana y eslava que ya albergaban un buen número de intolerantes. La suposición era que estas personas no necesitarían mucho estímulo para ser moldeadas en una turba destructiva por la conspiración pro-nazi que había planeado con éxito los disturbios en Detroit.”
“¿La suposición?” ¿De quién es la suposición?, nos vemos obligados a preguntar, aparte de Roth? Roth no ve que si hubo antisemitismo en esas comunidades, surgió de los excesos del bolchevismo judío, cuyas noticias se trasladaron desde lugares como Budapest, Varsovia y Munich a lugares como Newark, Hamtramck y South Bend. Las comunidades étnicas se comunicaban regularmente con sus homólogos europeos, algo que le causó una considerable preocupación a Louis Wirth. Los católicos eran decididamente anticomunistas. Los judíos eran igual decididamente pro-comunistas. Sin embargo, a pesar de la animosidad, no hubo pogromos en América. Roth no ve que si “no ocurrió aquí” es porque los comunistas nunca llegaron al poder en América. Si lo hubieran hecho, podría haber habido una reacción sangrienta aquí, como predecía Lindbergh. En el análisis final, el temor de Roth puede estar relacionado con su poder cultural. Si los judíos de Europa del Este fueron responsables de los excesos del bolchevismo, ¿quién tendrá la culpa de los actos de terrorismo cultural como El lamento de Portnoy y La conspiración contra América? ¿O los neoconservadores van a ser vistos como responsables de la debacle de Irak?
La novela de Roth se desmorona al final por la incoherencia de su rabia y su ambivalencia hacia aquellos a los que odia. Lo que podría haber sido planeado como un thriller que va y viene entre los individuos atrapados en los eventos, resulta ser algo inflado y anticlimático. Roth, como asustado por sus propias fantasías, anuncia que Roosevelt está de vuelta en la Casa Blanca y que, por lo tanto, todo tiene arreglo, en una extraña especie de flash-forward que arruina la trama, que luego gira de la siguiente manera: Walter Winchell es asesinado “por decir lo que piensa en el Estado de Kentucky… por los nazis de América”; la Sra. Wishnow, vecina de Philip, que había sido enviada a Kentucky para americanizarse, es asesinada por una furiosa turba nazi y dejada en “una zanja de drenaje junto a un campo de papas en la llanura justo al sur de Louisville”. Lindbergh vuela a Louisville para calmar a la multitud, pero en el camino de vuelta a casa su avión desaparece misteriosamente, convirtiendo a Burton Wheeler en presidente “ahora para infligirnos las leyes que sabíamos que habían sido impuestas por los nazis a los niños judíos en Alemania”, aunque “Hitler ya se había implantado [en la persona de Henry Ford] como sucesor de Lindbergh”. El padre y el hermano de Roth tienen que conducir hasta Kentucky, con mucho peligro personal, dado el número de antisemitas que acechan al oeste del río Hudson, para rescatar al hijo de la Sra. Wishnow. Y, lo mejor de todo, el rabino Bengelsdorf, el servil judío alemán que habla con acento sureño (para dar alguna indicación de la profundidad de su villanía, supongo) “está bajo custodia del FBI bajo sospecha de estar entre los cabecillas del complot conspirativo judío contra América”.
Terrible culpa
De nuevo, volvemos a la versión judía de A través del espejo. Si la idea de Roth es que los judíos que colaboran con los regímenes revolucionarios ponen su vida en peligro, es un punto que vale la pena tomar en cuenta. Pero la persona más notoria por poner en peligro a los judíos durante los años 30 no fue Henry Ford, o Charles Lindbergh, o Charles Coughlin, fue el héroe antisemita de Roosevelt, Josef Stalin, quien purgó a los judíos uno por uno en los juicios de 1937. Fue Stalin quien rugió de risa cuando Marcel Pauker, secretario del Comité Central Rumano, dio su imitación del acento judío de Sinoviev gritando “Oye, Israel, tu Dios es uno” justo antes de que fuera ejecutado por los esbirros de Stalin. Si Roth hubiera leído el ensayo de Manfred Georg “El revolucionario judío”, que apareció en el Weltbuehne en 1930, habría sabido que “todas las revoluciones devoran a sus judíos”. El “judío revolucionario” es llevado a lo alto de la rueda revolucionaria, permanece “durante mucho tiempo en la cima”, pero cuando empieza a desplomarse comienza el terror.” Von Bieberstein cita a Simon Dubnow, quien escribió en sus memorias sobre “la terrible culpa” que “pesa sobre los judíos por su participación en el bolchevismo”.
Así que tal vez eso explica el miedo de Roth. El miedo encontró su expresión en 2004 cuando el Departamento de Estado estableció una oficina para rastrear el antisemitismo en todo el mundo, en la cúspide de la influencia cultural judía. El miedo es siempre un subproducto de la revolución. Mary Wollstonecraft lo notó en París, cuando [el rey Luis XVI], el “ciudadano Capet”, fue arrastrado para ser ejecutado; Christopher Isherwood notó lo mismo en Berlín. La Revolución invariablemente devora a sus judíos. De ahí el temor de Roth. Frank Rich lo notó en América después del 9/11. Los judíos revolucionarios pusieron en marcha la rueda revolucionaria. El hecho de que muchos de ellos fueran aplastados bajo la misma rueda no debería cegarnos ante la responsabilidad que tienen. Esa culpa seguirá teniendo desafortunadas secuelas psicológicas, sobre todo miedo y sentimiento de culpa, como se expresa en las novelas de Philip Roth, hasta que el arrepentimiento y la conversión se los lleven.
E. Michael Jones, 29 abril 2020
Traducción y aclaraciones entre corchetes: María Poumier.
Versión original en https://www.unz.com/ejones/hbos-the-plot-against-america/
Version original en Espanol: Red Internacional
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NOTAS
(*) El autor dice “América” cuando en realidad se refiere solamente al país que se llama a sí mismo “USA”. Aquí elegimos respetar su visión de la geografía política, que es la de cientos de millones de personas. Valdría la pena completar sus datos sobre la historia del cine estadounidense con datos paralelos sobre el cine iberoamericano.