Orden y sumisión como imágenes del Paraíso
“Hoy estamos en el cenit de ese prohibicionismo aparentemente bien justificado, en la pleamar de una sociedad en la que, con la excusa de protegernos, los Estados, con la ayuda de sindicatos de inquisidores, pretenden imponernos toda clase de formas de conducta”
Los esfuerzos humanos por lograr una existencia satisfactoria y pacífica han conducido muchas veces al desastre, porque, desgraciadamente no es difícil encontrar una causa defendible y alguna especie de bien tras cualquier acción miserable. Si esto resulta cierto en el caso de la conducta individual, la vida colectiva presenta ejemplos mucho más claros de la amenaza que supone el empeño de tantos por imponer un orden inobjetable, por acabar con las lacras de la existencia.
El problema es que muchos pretenden que nos entreguemos a cualquiera, o a muchas, de esas cruzadas, sin hacernos siquiera un par de preguntas muy elementales, la primera, saber si es siquiera posible eliminar ese mal que queremos combatir; la segunda, si, caso de poder lograrlo, no daríamos lugar a consecuencias indeseadas y, posiblemente, peores que el mal supuestamente erradicado.
Los Estados crecen, y eso satisface las ambiciones de todos los políticos, precisamente, en la medida en que se dotan de medios para moralizar la existencia, a su antojo
En sociedades muy militantes, como la nuestra, abundan los convencidos y disponen cada vez de medios más poderosos para someter a todo el mundo a sus particulares concepciones del Bien, a sus respectivos absolutos. Los Estados crecen, y eso satisface las ambiciones de todos los políticos, precisamente, en la medida en que se dotan de medios para moralizar la existencia, a su antojo, y en esa campaña incesante vinculan a multitudes inmensas que abrazan irreflexivamente la idea de que al impedir la realización de cualquier tipo de Mal se logra un avance definitivo, indiscutible, aunque sea al precio de limitar cada vez más los ámbitos de libertad y sus riesgos.
La conducta humana está presidida, aunque muchos pretendan olvidarlo, por un tipo de indeterminación, a la que se suele llamar libertad, que, con enorme frecuencia, produce un desasosiego que, en sus formas más graves, conduce a los individuos a abrazar esa clase de convicciones en las que la capacidad real de decidir ya no juega ningún papel, en las que la libertad ha desaparecido por completo al someterse, supuestamente, a un Bien superior que hace innecesaria y disfuncional cualquier libertad.
Dostoievski sintetizó magistralmente esta situación en la dramática escena del Gran Inquisidor, una metáfora del poder sin límites que supone que la libertad es un peso demasiado insoportable para todos, especialmente cuando se considera no al individuo sino a la sociedad en su conjunto, un entorno sin el que no podemos ser humanos pero que siempre trata de achicarnos con el benemérito propósito de protegernos de nosotros mismos.
Dostoievski acertó a subrayar el valor de la sumisión, esa cadena invisible que nos da un tipo de libertad infinitamente menos problemática que la verdadera
El gran escritor acertó a subrayar el valor de la sumisión, esa cadena invisible que nos da un tipo de libertad infinitamente menos problemática que la verdadera, que esa tensión, que puede ser insoportable para las multitudes, de no tener absoluta certeza ni sobre el bien ni sobre el mal. La literatura política está llena de testimonios de cómo esa renuncia a la libertad personal y al pensamiento crítico se ha adueñado de los criterios de la mayoría y ha hecho posibles los regímenes totalitarios, el nazismo y la barbarie y el desastre de tantos experimentos más o menos comunistas.
La desconfianza en lo que puedan hacer los demás, y la certeza en la bondad de lo que cada cual hace es el caldo de cultivo de esa renuncia colectiva a la libertad, de esa aceptación gustosa de una sumisión que no puede ser sino creciente. Así se hacen realidad esas dos amargas certezas que expresa el Gran Inquisidor, y eso que cuando Dostoievski escribía, el panorama no era ni lejanamente comparable al temporáneo: que para la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad, y que no existe preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes ante quien inclinarse.
Claro es que, ante este panorama, y como da la sensación de que se puede escoger, muchos prefieren sentir la libertad del Inquisidor, defender con ardor la causa que somete a otros siendo un agente distinguido del programa general de sumisión, en lugar de resignarse a ser, simplemente, uno más entre todos los sometidos, aunque esa condición sea perfectamente aceptable para la mayoría. Esto explica la increíble pasión que muchos ponen en obligar a otros a comportarse conforme a su peculiar idea del Bien, ignorando algo esencial en la tradición occidental: que cualquier bien carece de sentido si no se hace libremente, que no hay otra libertad que la de conciencia.
Hannah Arendt vio el origen de esta noción de libertad en San Pablo y San Agustín, porque los cristianos descubrieron una clase de libertad que no tenía relación con la política, que se experimentaba como algo que se da en una pugna con uno mismo, y al margen de la interacción con el resto de los hombres.
En la medida en que se me pueda obligar a “gritar siempre con los demás”, por emplear la expresión de Orwell, dejará de existir en la práctica cualquier tipo de libertad
En la filosofía política apenas hay espacio para considerar esa clase radical de libertad, en la medida en que lo que parece importar es la mera libertad negativa, el que no se me impida hacer lo que quiero. Pero hay ahí una trampa mortal, porque precisamente en la medida en que se pueda manipular mi querer, en la medida en que se me pueda obligar a “gritar siempre con los demás”, por emplear la expresión de Orwell, dejará de existir en la práctica cualquier tipo de libertad, la libertad se convertirá en una mera ilusión a la que se combatirá, incluso, en nombre de la ciencia, de un determinismo universal.
De este modo carecerá de sentido la visión de que la libertad consiste en que los demás puedan hacer cosas que no me gusten (Hayek), porque el progreso moral se entenderá como un proceso en que los gustos han de coincidir forzosamente con el Bien, con lo que todos consideran que lo es y, por consiguiente, cualquier discrepancia, cualquier diferencia, cualquier disidencia, será vista como una trampa y un engaño, como una traición.
Marcuse criticaba en los sesenta a las sociedades occidentales como aquellas en las que se ha establecido una ausencia de libertad “suave, razonable y democrática”, pero temo no podría siquiera sospechas hasta qué punto puede llegar la inquina de quienes quieren prohibir que los demás hagan un tipo de cosas que ellos consideran no pueden hacerse.
Vivimos en una sociedad que pretende haber exorcizado la culpa y la responsabilidad, pero que impone un número creciente de credos y mandatos
Hoy estamos en el cenit de ese prohibicionismo aparentemente bien justificado, en la pleamar de una sociedad en la que, con la excusa de protegernos y promover bienes supuestamente indiscutibles, los Estados, con la ayuda de sindicatos de inquisidores pretenden imponernos toda clase de formas de conducta que son mucho menos indiscutibles de lo que se supone. Vivimos en una sociedad que pretende haber exorcizado la culpa y la responsabilidad, pero que impone un número creciente de credos y mandatos que harían palidecer a cualquier catecismo casuista.
La gran paradoja es que la sociedad actúa en nombre de la libertad colectiva, pero reprime cada vez más las menudas libertades de cada cual, y, sobre todo, trata de eliminar radicalmente cualquier idea de que pueda existir una ética y un bien que estén al margen de lo que impone el Estado y la legislación, la idea de que pueda existir una ética libre que no se reduzca a obedecer los caprichos de la autoridad de turno, ese preámbulo mortal a vivir como si la sumisión fuese el don que caracteriza la estancia en el Paraíso.
J.L. González Quirós, 31 agosto 2018