“La base de nuestra política es el miedo”
Reseña del libro “Rusofobia – ¿Hacia una nueva Guerra Fría?” de Robert Charvin
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En 1945, los franceses sabían lo que acababa de acontecer. En 2015, deberían saber mucho más. En 1945, ante la pregunta “¿Quién fue el que más contribuyó a la derrota alemana?” un 57% de los franceses respondía “la Unión Soviética”, solo un 20% respondía “Estados Unidos” y un 12% “Gran Bretaña”. Pero cincuenta años más tarde, todo ha dado un vuelco: en 1994, en el marco de las celebraciones del quincuagésimo aniversario del desembarco aliado en Normandía, un 49% citaba a Estados Unidos, el 25% a la URSS y el 16% a Gran Bretaña. En 2004, esa tendencia se acentuó: el 58% citaba a Estados Unidos y solo un 20% a la URSS. En 2015, el encuestador británico ICM obtiene peores resultados aún en Francia, Alemania y Gran Bretaña.
Sin embargo, los hechos son incuestionables. Hitler arriesgó y perdió sus mejores tropas ante Moscú y Stalingrado. Utilizando los enormes aparatos de producción robados en Francia y Bélgica, en aquella ofensiva movilizaba a un importante número de fuerzas extranjeras y se beneficiaba de la extraña pasividad de Estados Unidos. Este país, por su parte, se negó durante años a abrir un segundo frente en Europa occidental y solo desembarcó en el último momento, en junio de 1944. La mayor parte de Europa ya estaba liberada o a punto de estarlo. Podemos resumir lo que pasó en una frase: “Volar en auxilio de la victoria”.
Por cierto, en aquella guerra antifascista, la URSS perdió a 23 millones de ciudadanos, mientras que Estados Unidos a 400 mil (184 mil de ellos en el frente europeo). Los periodistas e intelectuales occidentales que actualmente minimizan o desacreditan el papel jugado por la URSS son realmente ingratos: sin aquellos horribles eslavos, ¿quizás hoy estarían hablando alemán en alguna sección de la Propaganda Abteilung?
El robo de la Historia
¿Cómo se puede plantear una misma pregunta —no sobre gustos personales sino sobre hechos históricos— y obtener primero un resultado ajustado a la realidad y luego otro completamente falso? En realidad, ese falso resultado no es espontáneo, sino que ha sido fabricado mediante un condicionamiento de la opinión occidental: con un despliegue publicitario sobre el tema de “Estados Unidos, nuestros libertadores” y una diabolización de la “URSS, cómplice de Hitler”.
Esta ignorancia ¿puede considerarse grave? ¿O se trata de una cuestión del pasado que debe dejársele a los historiadores? No, no se trata únicamente de nuestro pasado. Conocer la Historia es crucial. Para que en la actualidad cada ciudadano pueda responder a la pregunta “¿Guerra o Paz?”, es esencial comprender las “reglas del juego” entre las grandes potencias y cómo hemos llegado hasta aquí. He aquí por lo que el libro de Robert Charvin es precioso, y diría aún más: indispensable. Porque nos pone en guardia contra lo que él llama el “robo de la Historia”, al mostrarnos que por mucho que la deformen y manipulen al servicio de ambiciones inconfesables, nunca lograrán dejarla atrás.
“¡El robo de la Historia!”. ¿No es demasiado fuerte esta expresión? No. Apoyándose en hechos precisos y en fuentes indiscutibles, Charvin nos hace comprender lo artificiales que son las presentaciones de algunos intelectuales y periodistas occidentales. De hecho, estos fabrican evidencias simplistas y falsas o bien se adhieren a ellas sin reflexionar.
El reto es enorme, ya que se trata de cuestiones fundamentales: ¿Hemos comprendido en Francia y en Europa occidental las verdaderas causas de la Guerra 1914-1918? No. ¿Hemos comprendido cómo la Primera Guerra Mundial provocó la Segunda? No. ¿Hemos comprendido lo que se vino a llamar el “Pacto Hitler-Stalin”? No. ¿Hemos comprendido la verdadera estrategia de Estados Unidos en 1940-1945? No.
Pero ¿se trata quizás de simples olvidos, de una memoria que se difumina o de errores de juicio? No, es mucho más grave, acusa Charvin: “Los poderes públicos occidentales trabajan con perseverancia en base a las mismas falsificaciones, con el fin de orientar la memoria conforme a las necesidades políticas del momento.”
¿Estarán reescribiendo la Historia para manipularnos? Esta acusación es grave. Pero hay que reconocer que se apoya en cuatro expedientes dilucidados con maestría por Charvin.
Cuatro silencios culpables
De hecho, Charvin acusa a la información y la historiografía occidentales de negacionismo y revisionismo.
1. La rehabilitación del fascismo en Letonia. ¿Por qué ningún medio de comunicación occidental señala que en Letonia (nuestro querido y nuevo aliado de la Unión Europea), se demoniza a la resistencia antinazi y se rehabilita discretamente a los fascistas colaboradores de la Segunda Guerra mundial? El aparato judicial de ese país se ha ensañado con un héroe de la resistencia letona, llegando incluso a encerrarle en la cárcel a pesar de tener 75 años. Pero esto ha sido completamente silenciado. ¿Por qué?
2. La utilización por Occidente de pronazis antisemitas en Ucrania. ¿Por qué nuestra nueva aliada rehabilita a los antiguos colaboradores de Hitler? Peor aún: ¿por qué los introduce en una administración nacida de un golpe de Estado y en puestos clave? Y todo ello en medio del silencio de los medios de comunicación, que los bautizan de nuevo como simples “nacionalistas”.
3. La negación del genocidio que Hitler intentó llevar a cabo contra la URSS. Sin embargo, el programa estaba claramente expresado en los textos nazis: considerando a los eslavos como “infrahumanos”, el “Plan Ost” preveía exterminar al 40% de los rusos para dejar el espacio libre al traslado de diez millones de colonos alemanes y germanizados. Aquel programa fue puesto en práctica, pero la resistencia de todo un pueblo lo hizo fracasar. ¿Por qué actualmente se presenta la Segunda Guerra mundial como un asunto entre Hitler y los judíos cuando en realidad hubo varios genocidios?
4. La desvalorización de los verdaderos vencedores de la Segunda Guerra mundial. Esto comienza con la falsificación de la preguerra: ¡se acusa a la URSS de haber sido cómplice de Hitler! Sin embargo, no había dejado de proponerle a los occidentales que se aliaran para cortar el paso al nazismo; pero esta alianza fue rechazada por Londres y París, que pactaron con Hitler en Múnich, aprobaron su alianza con Polonia y le cedieron Checoslovaquia; incitándolo de esta manera para que atacara Europa del Este, y dejar las manos libres en Europa occidental. ¡Cómo se han invertido las responsabilidades!
Y eso continúa con la negación de las víctimas: ¿quién recuerda en Occidente que la URSS perdió a 23 millones de ciudadanos, China a 20 millones y que las pérdidas británicas representan un 1,8% del total, las pérdidas francesas un 1,4% y las de Estados Unidos un 1,3%? Y esto se concluye en una valorización etnocéntrica y engañosa del desembarco en Normandía o “Día D”, que se presenta como un acontecimiento decisivo, mientras que en realidad Hitler ya había perdido la guerra en 1941, cuando fracasó en la toma de Moscú y se enredó en la trampa soviética, ¡lo que confirmó su derrota en Stalingrado en el invierno de 1942-43!
¿Para qué sirve la diabolización?
A partir de estas constataciones, Charvin plantea una nueva y sacrílega pregunta: ¿quién quiere, hoy día, diabolizar absolutamente a Rusia y por qué? Su respuesta es clara: esta diabolización forma parte de una estrategia que nos lleva hacia una nueva guerra fría a escala planetaria. La primera parte de su libro analiza con precisión los objetivos y métodos de Estados Unidos. A propósito de esta guerra fría, conviene preguntarse si será verdaderamente fría o bien muy mortífera.
La tesis de Charvin merece que reflexionemos: según él, desacreditar la resistencia de ayer sirve para diabolizar a la Rusia actual, quizás con el propósito de atacarla mañana. De hecho, es un ataque que se preparó desde la caída del Muro, y a pesar de todas las solemnes promesas de la época : los acontecimientos en Europa del Este en estos últimos años deben ser comprendidos como un cerco sistemático por una red de bases militares que se acercan cada vez más a Moscú.
Esta propaganda diabolizadora invade los medios de comunicación : no podemos abrir un periódico sin que nos machaquen con todos los defectos de Putin: un manipulador, deshonesto, agresivo, expansionista, etc. En resumen, ¡no se puede en absoluto confiar en él! Por lo demás, nunca hemos podido confiar en los rusos, ya fuesen comunistas o de derecha. Charvin recorre los prejuicios y los estereotipos de toda la literatura y la sociología occidentales de ayer y de hoy, y en ellos encuentra esta constante: “No se puede confiar en los rusos, no son como nosotros”.
Por supuesto, esta propaganda solo funcionará si el lector o el telespectador no reflexiona: ¿por qué en nuestros medios de comunicación es Europa la que siempre tiene la razón?
¿Por qué siempre sabe más que los rusos, los chinos, los latinos, los árabes, y, de hecho, más que todo el resto del mundo? ¿Por qué somos siempre infalibles dando lecciones a los demás? ¿Cuál es esa extraordinaria suerte que nos hizo nacer en el lugar correcto para tener siempre razón?
O bien, quizás sea necesario plantear el problema de otra manera y desconfiar más de la propaganda que nos rodea. ¿Puede ser que la propaganda no solo esté presente “del lado de los otros”?
El miedo se fabrica
En su notable libro Manufacturing Consent (la fabricación del consentimiento), Herman y Chomsky demostraban en 1988 cómo el aparato mediático occidental (conscientemente o no) fabrica una opinión consensual aprobando siempre las grandes opciones de sus gobernantes. Este análisis puede y debe aplicarse en “la fabricación del miedo”.
En septiembre de 1948, Paul-Henri Spaak (PS), el primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores belga, pronunció en la ONU en París un discurso que se hizo famoso, llamado el “discurso del miedo”:
“La base de nuestra política es el miedo. La delegación soviética no debe buscar explicaciones complicadas sobre nuestra política. Voy a decirles cuál es la base de nuestra política. ¿Saben ustedes cuál es la base de nuestra política? Es el miedo. El miedo a ustedes, el miedo a su gobierno, el miedo a su política”.
Spaak quería denunciar el peligro representado por la URSS que, según él, se preparaba para invadir Europa occidental, e incluso el mundo entero. De hecho, Spaak repetía la propaganda lanzada por Estados Unidos. Más tarde, por cierto, sería nombrado secretario general de la OTAN como recompensa a los servicios prestados.
Un recuerdo personal. Puedo testimoniar que, durante los años 50, siendo entonces un niño pequeño, esa propaganda funcionaba muy bien en Bélgica : la población vivía verdaderamente bajo la angustia de aquella “amenaza”. El miedo reinaba, los rusos iban a invadirnos, papá y mamá acumulaban en sus armarios unas cantidades impresionantes de azúcar, arroz y café; los productos que más habían escaseado durante la guerra del 40-45.
Durante mucho tiempo, yo también creí que los rusos iban a atacarnos. Ahora bien, después de la caída del Muro los dirigentes de la CIA reconocieron públicamente que en realidad Estados Unidos sabía muy bien que los rusos no tenían ni los medios ni las intenciones de atacarnos. Era propaganda. ¿Con qué objetivo? Pues bien, gracias a esa propaganda, Estados Unidos se permitió invadir un importante número de países (comenzando por Corea y luego Vietnam) y asimismo derrocar, e incluso asesinar a numerosos dirigentes de países independientes bajo el pretexto de que formaban parte de la “amenaza soviética”. ¿Se repetirá la historia? Entonces ¿quién va invadir a quién verdaderamente?
¿A quién le concierne esto?
¿Quién necesita este libro? ¿Es necesario ser un partidario de las políticas de Vladimir Putin para intentar ver con claridad estos problemas? No, de hecho, estoy convencido de que este libro nos concierne a todos.
El asunto no es saber si compartimos o no las opciones políticas y sociales de Putin. Tampoco saber lo que podría llegar a ser un día Rusia con Putin o después de él. El asunto es saber si hoy, en 2017, aceptamos que el mundo entero esté dirigido por Estados Unidos y sus aliados; y también, que la información internacional esté dominada por su versión de la realidad. La cuestión es saber si semejante mundo unipolar constituye un verdadero peligro para todos, seamos de derechas o de izquierdas, y vivamos aquí o allá.
Tenemos el derecho de no apreciar a Putin si somos de izquierdas, tenemos el derecho a pensar que el sistema económico y social establecido en Rusia va a generar importantes problemas. Pero eso no le da a Occidente el derecho a multiplicar las guerras y las injerencias. Las contradicciones económicas y sociales internas en un país son una cosa, y las contradicciones entre las naciones con sistemas diferentes son otra. No se resuelven de la misma manera.
Por cierto, el derecho internacional y la Carta de Naciones Unidas prohíben recurrir a la guerra. La única política legal es la que deja a los pueblos decidir y elegir por sí mismos sus sistemas y sus dirigentes; asimismo, es el único fundamento posible para mantener un mundo en paz. Es por lo tanto paradójico que los “amables occidentales” violen constantemente el derecho internacional mientras que los “malvados rusos” lo respeten. Y es muy paradójico que nuestros medios de comunicación apliquen sistemáticamente a estos problemas un “doble rasero” de medir. De manera que Kosovo tiene derecho a hacer secesión, pero Crimea no tendría ese mismo derecho. Se aplaude un golpe de Estado en Kiev, pero las provincias del Este ucraniano no podrían oponerse a un gobierno repleto de pronazis. Y, por último, si Estados Unidos bombardea en Siria todo va bien, pero si Rusia (a petición del gobierno) hace lo mismo, no está para nada bien. ¿Qué sentido tiene esta hipocresía?
Después de 1989, las relaciones internacionales han estado dominadas por una única superpotencia, Estados Unidos, que se considera el gendarme del mundo. Y, por lo tanto, autorizado a hacer añicos cualquier revuelta democrática o social, a hacer la guerra o dar golpes de Estado en casi todas partes para poner a los “buenos dirigentes”. En la actualidad, esto provoca prácticamente una guerra por año, si contamos también las guerras no declaradas y llevadas a cabo por intermediarios de Washington.
Pero si dejamos de lado Europa y sus prejuicios, mucha gente considera que es preferible un mundo pluripolar. Es decir que las grandes potencias rivales –USA, Europa, Rusia, China, incluso otras– estuvieran más o menos equilibradas. Esto les dejaría más margen de maniobra a aquellas naciones pequeñas y medianas preocupadas por su independencia, un desarrollo autónomo, el respeto de su naturaleza y la justicia social.
¿En qué se transformará la “pequeña” guerra?
Con esto ya tenemos una razón suficiente para escuchar atentamente a Charvin. Pero también podemos profundizar en la reflexión.
¿Qué es lo que alborotó el avispero en Ucrania? Pues la negativa del presidente Yanukovich de firmar con la Unión Europea un acuerdo de libre comercio desfavorable, dado que este habría destruido una gran parte de las empresas ucranianas. Entonces prefirió acercarse a Moscú. De modo que parecería que un país como Ucrania ya no tiene derecho a escoger libremente a sus socios, lo cual contradice el concepto de libre comercio. Este, ¿existe realmente en la actualidad? ¿Hay un libre intercambio entre el lobo y el cordero?
Tomemos un poco de perspectiva. ¿No fue el desarrollo del capitalismo en Estados Unidos y Europa (primero en su versión de libre comercio, luego en su fase de monopolios conquistadores que se han hecho omnipresentes) lo que produjo una concentración fenomenal de la riqueza y el poder entre las manos de un puñado de dirigentes de multinacionales, industriales o bancarias? ¿No fue esta concentración la que provocó un crecimiento igualmente vertiginoso de la brecha entre ricos y pobres?
¿No es esta brecha la que hunde a la economía en una crisis fundamental desde hace décadas: unos, siendo capaces de vender cada vez más y los otros incapaces de comprar lo que producen? ¿No es por esta razón por lo que tantos capitales inutilizados en el Norte luchan por encontrar salida en otra parte, con el propósito de conquistar el Sur y sus materias primas, sus mercados en expansión, y también su muy rentable mano de obra? ¿No es esta la causa esencial de todas las guerras a las que asistimos actualmente y que son fundamentalmente guerras de recolonización y/o de repartición del mundo entre las potencias?
El problema es que este engranaje podría conducirnos hacia una Tercera Guerra Mundial, por una razón muy simple que no tiene nada que ver con los sentimientos de unos o la moral de otros. Cuando usted dirige una multinacional que domina un sector de la economía mundial, cuando usted ya no logra hacer “suficientes beneficios” (según los criterios de la bolsa) y sus competidores lo amenazan con hacerlo desaparecer, ¿no hará lo que sea por salvar su pellejo y sus privilegios? Por ejemplo, ¿una “pequeña guerra local” para controlar con toda seguridad la materia prima con la que usted trabaja: energía, mineral u otra? Pero, si usted se lanza por el camino de las “pequeñas guerras” que solo son peligrosas para las poblaciones locales, naturalmente sus rivales tendrán la misma idea que usted. Entonces, ¿cómo hará para salirse de este peligroso camino? Imaginemos que de repente decidiera hacerlo en base a principios morales o mediante un acuerdo entre usted y sus competidores…Entonces la cuestion será : ¿cuál de los dos se comerá al otro?
Antes de la Primera Guerra Mundial, casi todos los observadores pensaban que se alcanzaría un acuerdo y que podría detenerse a tiempo o que la guerra sería muy breve. Resultado: diez millones de muertos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, la situación fue similar. Resultado: cincuenta millones de muertos.
¿Y usted piensa que los dirigentes de las multinacionales de hoy son mejores personas que los de ayer?
¿Está usted listo para asumir ese riesgo?
Michel Collon, 18 julio 2018
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Lean el prefacio de Michel Collon al nuevo libro de Robert Charvin, Rusofobia ¿Hacia una nueva guerra fría?
En su nuevo libro Rusofobia – ¿Hacia una nueva Guerra Fría? el profesor emérito de derecho Robert Charvin señala cómo los poderes fácticos están iniciando un proceso similar al de la Guerra Fría, en el que los europeos tenemos poco que ganar y mucho que perder.
Nacido en 1938, Robert Charvin es profesor emérito de Derecho (especializado en Relaciones Internacionales) en la Universidad de Niza Sophia-Antipolis. Es Decano honorario de la Facultad de Derecho y Ciencias Económicas de Niza y Consultante en Derecho Internacional y Derecho de las Relaciones Internacionales.