Se opone a que ‘cambien’ el sexo de su hijo de 6 y le amenazan con dejar de verle – por Candela Sande
El niño solo se viste de niña cuando está con su madre, que le ha matriculado en el colegio con el nombre de Luna. Pero el padre asegura que, cuando está con él, el niño elige siempre ropa de niños, “se niega violentamente a llevar ropas femeninas” y se identifica con su sexo biológico.
¿Qué opinan de la castración? Sí, entiendo que no es modo de empezar una columna, pero esto es importante. Cada cierto tiempo los más extremistas plantean esta ‘solución’ para tratar con delincuentes sexuales y pedófilos especialmente recalcitrantes pero, si bien es normal que muchos la acaricien en el primer momento de indignación tras un suceso especialmente sangrante, quien más, quien menos casi todos acabamos recapacitando y aceptando que se trata de una bárbara mutilación indigna de una sociedad civilizada.
Más que a nadie indignan propuestas de este tipo al progresismo militante, mucho más abundante en los medios y redes sociales, afortunadamente, que en la vida real, y que siempre ha mostrado especial ternura por todo tipo de delincuentes y degenerados.
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Pero, ¿qué me dirían si les cuento que un padre, por no estar de acuerdo con que castren a su hijo de 6 años, podría perder el derecho a verle? Suena a crónica de sucesos de otro tiempo, definitivamente de otra cultura, algún país atrasado y brutal. Pero la noticia es de ahora mismo, el lugar es la primera potencia mundial, Estados Unidos, los que quieren apartar al padre de su hijo son los miembros de un tribunal debidamente autorizado y quien pretende castrar al niño es su propia madre. Bienvenidos a los horrores de la posmodernidad.
Es el último caso de esa locura llamada ‘teoría de género’, que está produciendo todo tipo de grotescas injusticias que nuestra cultura pagará a un alto precio. Porque, como habrán adivinado ya a estas alturas, se trata de uno de esos casos en que la madre de una criatura demasiado pequeña para poder decidir sobre nada y cuyos deseos expresados se han sometido desde siempre a la sensatez de los adultos decide de repente que su hijo es en realidad una niña atrapada en el cuerpo de un varón, como si eso fuera remotamente posible.
Según documentos judiciales, el niño solo se viste de niña cuando está con su madre, que le ha matriculado en el colegio con el nombre de Luna. Pero el padre asegura que, cuando está con él, el niño elige siempre ropa de niños, “se niega violentamente a llevar ropas femeninas” y se identifica con su sexo biológico. El típico caso, en fin, de la palabra de uno contra la del otro. ¿A cuál de las partes dar la razón en ese caso? A la que defiende la negación de la evidencia ideológica, naturalmente.
Según informa The Federalist, la madre ha acusado al padre en la demanda de divorcio de “abuso infantil” por “no afirmar a James como transgénero” y ha emprendido acciones para despojarle de los derechos de paternidad. También demanda que el tribunal exija al padre que pague las visitas del niño a un terapeuta especializado en transexuales y las alteraciones médicas de reasignación de sexo, que incluirían la esterilización hormonal a partir de los 8 años.
El tribunal ha prohibido al padre que hable con su hijo sobre sexualidad y género o que le vista directamente con ropa de chico: debe ofrecerle ropa de ambos sexos y dejar que el niño elija. El niño elige siempre, según el padre, la ropa masculina.
Siempre que leo noticias así recuerdo el caso de Marta, que ha sido mi mejor amiga desde la infancia. De pequeña, Marta se sentía frustradísima por ser una chica, porque todas las cosas que le gustaban eran estereotípicamente masculinas, lo que solía llamarse ‘un chicazo’: se subía a los árboles, se pegaba con los chicos, odiaba los vestidos, hablaba con más tacos que un marinero borracho y maldecía al destino que le hubiera hecho nacer mujer. A veces pienso que Marta podía haber nacido hoy en la familia equivocada y me estremezco: podría, a estas alturas, llamarse Ernesto, tras pasar años y años de tratamiento hormonal e incontables operaciones.
Pero Marta creció, empezaron a gustarle los chicos y hoy es una madre de familia numerosa de la que nadie que no la conociera entonces podría sospechar que pasó esa fase. Porque eso es lo que es en la abrumadora mayoría de los casos: una fase.
En el caso del que hablamos al principio, ¿qué pasaría si es el padre el que miente pero el tribunal le da la razón? Nada, naturalmente. Según los expertos en disforia de género, en una proporción que varía entre el 80% y el 90%, la confusión de género entre impúberes desaparece sola, sin necesidad de terapia o intervención alguna, al llegar la pubertad.
Incluso si el niño mantiene sus ilusiones pasada esa edad, podrá, con la emancipación, someterse a los tratamientos que decida.
Pero, ¿y si, como ha sido el caso, le dan la razón a la madre? El niño no tendrá opción. Si decide luego que no quiere ser mujer, después de todo -¡tiene 6 años!-, tendrá que superar el peso psicológico de años de ser tratado como chica y los efectos físicos de ese mismo tiempo de tratamientos hormonales cuyos daños colaterales ni siquiera se conocen aún en profundidad. Eso, naturalmente, si no se ha llegado a una operación integral de ‘reasignación de sexo’, que le impedirá para siempre tener una vida sexual -y, probablemente, sentimental- normal.
Lo más torturante de esta amenaza que pende sobre la nueva generación es que ni siquiera es una tiránica imposición de la masa, de una mayoría injusta e ilegítima. No, es un grupo minúsculo el que quiere imponer estos disparates, y una abrumadora mayoría la que lo consideraría una monstruosa injusticia. Es la ignorancia y el silencio de la mayoría, y la actividad coordinada e incesante de la minoría la que nos está empujando por un camino en cuyo final habrá muchas lágrimas y muchas vidas deshechas de las que nadie responderá.
Candela Sande, 29 noviembre 2018