La tormenta perfecta que acecha a Erdogan
El presidente islamista moderado de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, se enfrenta a una crisis económica y geopolítica, una especie de tormenta perfecta que está poniendo a prueba su liderazgo y autoridad, recientemente reforzados en las urnas. Los dos desafíos están estrechamente relacionados y tienen consecuencias a ambos lados del Atlántico.
La crisis de política exterior a la que se enfrenta Erdogan tiene como adversario a Estados Unidos. En realidad, más concretamente, a Donald Trump.
El desencuentro entre Ankara y Washington se habría fraguado tras la cumbre de la OTAN del 11 de julio celebrada en Bruselas. En una conversación discreta y a solas mantenida entonces solo con los traductores, ambos líderes discutieron un peculiar intercambio de presos.
El trato consistía en poner en libertad a Ebru Ozkan, una mujer turca detenida en Israel por sus presuntos vínculos con la organización islamista palestina Hamás y a Andrew Brunson, un pastor evangelista de Carolina del Norte detenido por un supuesto delito de espionaje. Ozkan fue liberada al día siguiente, pero Brunson, no. Fue transferido por “razones de salud” desde la cárcel hasta su casa, donde permanece en arresto domiciliario. Lleva más de 600 días entre rejas acusado de colaborar para las milicias kurdas que operan en Siria y para el movimiento Gulen, a quien el Gobierno turco hace responsable del intento de golpe de Estado de julio de 2016.
El colapso del canje desató la ira de la Casa Blanca, especialmente del vicepresidente Mike Pence, quien ya había amenazado con imponer sanciones económicas a Turquía si no se liberaba a Brunson. El futuro del predicador se ha convertido en la piedra angular de los evangelistas estadounidenses, uno de los pilares electorales de Trump. El siguiente paso lo dio el presidente de EEUU, al autorizar que se duplicaran los aranceles aplicados a las importaciones de acero y aluminio procedentes de Turquía.
Esa decisión desató la segunda crisis, la económica, pues hundió a la lira turca. En solo tres días, la moneda nacional perdió la cuarta parte de su propio valor en el mercado de divisas, llegando a superar la cota de siete liras por un dólar estadounidense.
El desplome de la lira tuvo efectos en todo el planeta, no solo en las economías emergentes. Afectó de forma negativa al cambio del peso argentino y encendió las alarmas en Fráncfort, sede del Banco Central Europeo (BCE). Las miradas de los ejecutivos estaban puestas principalmente en tres bancos europeos muy implicados en la economía turca: el español BBVA, el francés BNP y el italiano UniCredit. BBVA, el segundo banco de España, tiene un 15% de su negocio en Turquía. En concreto, esta entidad bancaria es propietaria del 49% de Garanti, el segundo banco privado más importante del país.
Según los datos del Banco de Pagos Internacionales (BIS), referidos al primer trimestre de 2018, España expone 72.000 millones de euros —en forma de créditos en divisa local y extranjera— de los 215.000 millones totales que arriesga la banca internacional.
Las autoridades bancarias turcas intervinieron de urgencia. Inyectaron 6.000 millones de dólares en el sistema financiero del país para garantizar la liquidez de los bancos y frenar el declive de su moneda.
La depreciación de la lira aumenta la desconfianza de los inversores extranjeros en el país y encarece su refinanciación que ya depende mucho de los mercados de deuda exteriores. Todo eso empeora sus datos macroeconómicos —sobre todo, las cifras de inflación— y genera una mayor debilidad financiera.
Según los economistas ortodoxos, la única fórmula para estabilizar la lira y detener la inflación —que ha alcanzado el 15% anual— sería una drástica suba de los tipos de interés desde el 19% actual hasta el 40%. El jefe del Estado, que controla el banco emisor turco, se niega a aplicar esa medida, pues lleva años denunciando que los tipos de interés altos son la “madre de todos los males”.
Erdogan no permaneció de brazos cruzados ante el envite de Trump. En el plano económico, subió los aranceles a productos estadounidenses como los coches, el alcohol y el tabaco. En el capítulo político, publicó en el diario The New York Times un contundente artículo de opinión en el que criticaba a la Administración Trump por no haber condenado, desde un principio, la intentona golpista y por enviar armas al YPG, “el brazo sirio del PKK, un grupo armado que es responsable de la muerte de miles de ciudadanos turcos desde 1984 y que es considerado un grupo terrorista en Estados Unidos”. Pero no se quedaba ahí.
El último párrafo era toda una advertencia. “En un momento en que el mal sigue acechando por todo el mundo, las acciones unilaterales contra Turquía por parte de Estados Unidos, nuestro aliado de décadas, solo servirán para socavar los intereses y la seguridad estadounidenses. Antes de que sea demasiado tarde, Washington debe renunciar a la noción equivocada de que nuestra relación puede ser asimétrica y llegar a la conclusión de que Turquía tiene alternativas. Si no se revierte esta tendencia de unilateralismo y falta de respeto, será necesario que empecemos a buscar nuevos amigos y aliados”. La posibilidad de un realineamiento estratégico de Turquía suena alarmante no solo para EEUU, sino para toda la OTAN.
El presidente turco considera que Washington ha lanzado una “guerra económica” en toda regla contra Ankara. El duro tono empleado por Erdogan evidencia hasta qué punto se han ido deteriorando las relaciones bilaterales, hasta alcanzar un punto tóxico.
La escalada de desencuentros se produce no solo en el aspecto económico y político, sino también en el militar. EEUU está presente en 15 bases e instalaciones militares turcas, bien como parte del contingente de la Alianza Atlántica, o bien como consecuencia de los acuerdos bilaterales existentes. El papel de Turquía en la lucha contra las cenizas del ISIS (grupo autodenominado Estado Islámico, proscrito en varios países) y otros grupos terroristas islámicos es esencial e indispensable. El Pentágono sintió como una puñalada en la espalda el anuncio de que Ankara había firmado un contrato con Moscú para comprar los ultramodernos sistemas antiaéreos rusos S-400.
De ahí se desprende que el propio Trump haya firmado una ley que frena por tres meses la entrega de los F-35, los cazas de combate más modernos del arsenal norteamericano. Nada de esto presagia una pronta solución.
Francisco Herranz, 15 agosto 2018