Brasil y Lula entre la soberanía, el poder constitucional y la fuerza
No es nuevo lo que hoy sucede en Brasil, donde la presidente Dilma Roussef fue destituida por el Senado y “Lula” da Silva, ex presidente y nuevamente aspirante a la presidencia, está a punto de ser encarcelado. Ya otros dirigentes latinoamericanos han sido apartados del poder de esta manera, en violación de la soberanía popular.
Aplicado quizás más sutilmente, este procedimiento está extendiéndose por el resto del mundo. Así sucedió en Irán –cuando el ex presidente Mahmud Ahmadineyad trató de postularse a la elección presidencial– y en Francia, donde la candidatura del ex primer ministro Francois Fillon se vio gravemente lastrada por una serie de acusaciones y procedimientos judiciales emprendidos contra él a sólo días de la elección presidencial. En todos estos ejemplos, la Justicia fue manipulada en contra de la soberanía del Pueblo.
El Tribunal Supremo de Brasil acaba de rechazar –por un solo voto– el recurso de Habeas Corpus que había presentado el ex presidente Luis Inacio Lula da Silva, decisión que puede impedir al popular dirigente competir nuevamente por la presidencia del país. Es evidente que la decisión fue producto de la amenaza militar, que ya mantenía un estado de sitio y asomaba los dientes para tomar el poder. Pero las Fuerzas Armadas se impusieron no sólo al Tribunal Supremo sino a todo el país.
Frente a esto, es necesario elucidar algunos conceptos.
El Derecho Internacional reconoce que la soberanía de los Estados descansa en dos pilares básicos: la independencia política y la integridad territorial.
Ambas impiden la injerencia externa en los asuntos internos de los Estados. La primera se presenta como la autodeterminación del Pueblo, pero las Constituciones políticas de casi todos los Estados reconocen que la soberanía (y por ende la autodeterminación política) es un derecho que «reside en el Pueblo» aunque sean el Estado y el Gobierno quienes la ejercen en nombre del pueblo.
Por esa razón, la Organización de Naciones Unidas reconoce la soberanía de los pueblos –no de los Estados– sobre sus recursos naturales, así como el derecho de estos pueblos a la rebelión cuando sufren el colonialismo, el neocolonialismo, el Apartheid y otras formas degradantes de dominación.
La autodeterminación se puede ejercer por medios legales, que pueden ser legítimos o no, o por medios revolucionarios, que pueden ser pacíficos o violentos.
La soberanía –o sea, la autodeterminación y la integridad territorial– se manifiesta usualmente mediante elecciones, o sea, en las urnas. Cuando estas elecciones son transparentes, el poder que emana de ellas es legítimo. Pero cuando se impiden o se burlan las elecciones, lo que se rechaza y se niega es la autodeterminación política y la soberanía del Pueblo.
De ahí que los poderes emanados de las elecciones puedan ser ilegítimos… aunque sean legales. El poder es legítimo cuando representa la voluntad de autodeterminación del Pueblo y es ilegítimo cuando se obtiene mediante el fraude.
Cuando el poder es ilegítimo, es nuestro deber rechazarlo. De esta lucha, de esta necesidad, nace la legitimidad de los medios necesarios para combatir un poder que se mantiene en ausencia de elecciones o a través del fraude.
En este caso, el deber del Pueblo es rechazar el poder, que es ilegítimo aunque sea “legal”. El poder ilegítimo debe ser anulado para que la fuerza del derecho de autodeterminación se imponga sobre el “derecho de la fuerza” y para se elimine la contradicción entre legalidad y legitimidad porque es la legitimidad lo que produce la legalidad y no al revés.
El deber de no intervenir en los asuntos internos o externos de los Estados se extiende a los terceros Estados pero también se extiende a los poderes existentes dentro del Estado, llámense Fuerzas Armadas, Iglesia o élites, poderes que frecuentemente se consideran estamentos del Estado. Esos poderes, aunque su naturaleza sea legal, no pueden intervenir en perjuicio o en contra de la autodeterminación popular o nacional.
Las Fuerzas Armadas, aunque integran el Estado, carecen de poder legítimo para impedir o frustrar la soberanía del Pueblo, la cual prevalece sobre la soberanía del Estado.
Lo que sí pueden hacer las Fuerzas Armadas es aliarse al Pueblo en pro de su autodeterminación, ya que el primer deber de las Fuerzas Armadas es defender la soberanía y el territorio nacional y no pueden contradecir la soberanía sin cometer alta traición.
El Pueblo puede y debe utilizar los medios que sean necesarios para enfrentarse a los poderes que se oponen a su autodeterminación.
Lula, por lo tanto, no carece de alternativas y debe usarlas sin temor a la palabra “revolución” y sin rendir culto a un supuesto “orden”, que pocos respetan porque el concepto implícito en nuestra reflexión es que, en el “poder constituyente”, es el Pueblo quien manda.
Fue el poder constituyente o revolucionario, la soberanía popular, lo que rescató en Venezuela al presidente Hugo Chávez del golpe de Estado de abril de 2002; lo que salvó por un pelo al entonces presidente de Ecuador Rafael Correa en 2010 de un “golpe blando” y lo que sostiene –nuevamente en Venezuela– a Nicolás Maduro, pese a golpes de toda clase.
Asimismo, fue la falta de un poder constituyente o de un poder revolucionario suficientemente fuerte lo que impidió salvar a Jacobo Arbenz, en Guatemala, en 1954, frente un golpe militar; a Juan Bosch, en la República Dominicana, en 1963, ante un golpe militar; a Salvador Allende, en Chile, en 1973, nuevamente ante un golpe militar.
Más recientemente, en Centroamérica, fue a falta de un poder constituyente y revolucionario que no se pudieron impedir los “golpes blandos” (de carácter parlamentario y judicial) que expulsaron de la presidencia a Manuel Zelaya, en Honduras, en 2009; a Fernando Lugo, en Paraguay, en 2012; a Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina, en 2015; a Dilma Rousseff, en Brasil, en 2016; y a Salvador Nasralla, en Honduras, en 2017, del fraude electoral. Es el poder constituyente o revolucionario lo que ha salvaguardado por medio siglo a la Revolución Cubana, a pesar del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos.
Tomando en cuenta que los golpes de Estado y otras formas de injerencia aplicadas contra los pueblos de América Latina casi siempre han sido fomentados por Estados Unidos y por sus aliados (Israel y la OTAN) y significan una ruptura del orden internacional y constitucional, dichos golpes, sean “blandos” o duros, involucren o no fuerzas armadas nacionales o internacionales, constituyen delitos graves contra el Derecho Internacional que deberán ser considerados como nuevos delitos de lesa humanidad.
En consecuencia, la persecución contra el ex presidente Lula, la intención de encarcelarlo y de evitar su retorno al poder impidiéndole presentarse a las elecciones deben ser rechazadas y combatidas como un atentado contra el Pueblo soberano de Brasil y como una ofensa mundial que debe ser condenada a toda costa.
Julio Yao Villalaz, 6 Abril 2018