DOSSIER: ¿Qué es el antinorteamericanismo? – por Roger Garaudy

GARAUDY

“Una gran parte del mundo ya está “norteamericanizada” y primero nuestra Europa, a tal punto que el antinorteamericanismo se ha vuelto una crisis interior tanto a escala de la nación como de la persona. ¿Debemos dejar que esta globalización mercantil de la economía, de la política, de la cultura, bajo la única regulación del mercado, reduzca todos los “valores” (incluso estéticos o morales) a valores mercantiles?”

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¿Qué es el antinorteamericanismo?

por Roger Garaudy

 

El antinorteamericanismo no es una expresión de nacionalismo ni de racismo, ni propugna la exclusión de sus semejantes, o de un pueblo. Es la lucha contra un sistema, contra una concepción del hombre y de un modo de vida. Históricamente, este sistema, nació en el continente que hoy en día trata de imponerlo a todo el mundo, valiéndose del poder de las oligarquías políticas, financieras y militares, que dirigen Estados Unidos. Pueden hacerlo, puesto que cuentan con la complicidad y el servilismo de los dirigentes de muchos países.

Para ser más claros -sobre todo para aquellos que quieren confundir antinorteamericanismo y xenofobia- y para quitarle a la palabra “norteamericano”, que designa un modo de vida y una concepción del mundo, todo lazo geográfico o étnico con aquellos que nacieron o emigraron a América del Norte desde 1620 en el “Mayflower”, creando un sistema colonial y racial (según sus orígenes), dominante y mercantilista (según su historia), designó como “norteamericano”, a todos aquellos que en el mundo quieren imponer este modelo. La principal característica de éste es la sumisión de la sociedad a las exigencias de la economía de mercado y no la economía y el mercado al servicio de la sociedad.

Margaret Thatcher y Tony Blair, Chirac y Jospin (con el “desvanecimiento del estado ante el mercado”), Schröder, Solana y tantos otros del mismo “gang“, son tan “norteamericanos” como Clinton o Madeleine Albright, Kissinger o Brzezinski.

Este es el fundamento de nuestro “antinorteamericanismo“: “está dirigido contra un sistema y sus dirigentes, y luchar para liberar al pueblo norteamericano, que en su gran mayoría es como nosotros, víctima del mismo sistema”.

Tenemos que combatir la ideología norteamericana en todas partes. A veces hasta en nosotros mismos, puesto que este sistema, como lo demostraremos, si finalmente triunfara, nos conduciría al suicidio planetario, al fin del hombre, es decir, al fin de la incesante búsqueda del sentido humano y divino de la vida y de nuestra historia común.

La ideología norteamericana no lleva este nombre en razón de una supuesta tara propia de un pueblo o de una nación, sino porque es en ese país donde se encuentra el complejo militaro-industrial que dirige la política estadounidense y posee hoy en día, gracias a las dos guerras mundiales, la máxima riqueza y poderío.
Nuestro análisis tendrá como objeto retrasar su génesis, las etapas de su desarrollo, el período actual, las convulsiones de este mundo enfermo que nos conduciría al precipicio, si no tuviéramos los medios para hacerle frente.

LOS MITOS FUNDADORES DE LA POLÍTICA NORTEAMERICANA

Se llamó “Nuevo Mundo” a las nuevas tierras descubiertas, porque el colonialismo ignoró y destruyó sistemáticamente las brillantes civilizaciones que desde hace milenios florecían en este continente, que habían ya conocido en el hemisferio Sur, tales destrucciones desde la llegada de Colón, que el primer sacerdote ordenado en América y que llegó a ser obispo, Monseñor Bartolomé de Las Casas, escribió en su libro La Destrucción de las Indias: “la barbarie vino de Europa”.

En el hemisferio Norte, más allá de México, el colonialismo se introdujo bajo una nueva forma. En 1620, un grupo de emigrantes calvinistas puritanos que huían de las persecuciones de Enrique VIII, desembarcaron en Massachusetts y consideraron que su vocación era la de crear una nueva tierra “prometida”. Esos colonos que llegaron a ser siglos más tarde los creadores de Estados Unidos, se enraizaron en un país que no tenía historia y que lo fundaron sobre un mito: su partida de Inglaterra era un nuevo “éxodo” bíblico.

América era la “tierra prometida” destinada a construir el Reino de Dios. Entonces invocaron esta misión divina para justificar la cacería de indios y el robo de sus tierras, según el precepto bíblico de Josué y de sus “exterminaciones sagradas”: “Es evidente -escribe uno de ellos- que Dios incita a los colonos a la guerra… Los indios como probablemente las tribus de los amalecitas y de los filisteos que formaron una coalición con otros pueblos contra Israel”. Truman Nelson, “The puritan of Massachusetts: From Egypt to the Promise Land“. (Judaïsm Vol. XVI, 2, 1967)

La “tierra prometida” llegó a ser desde entonces una tierra conquistada. Esta práctica de expoliaciones y de matanzas no estaba en contradicción con su concepción religiosa, puesto que el enriquecimiento como la victoria era para ellos el signo de la bendición divina.

En su discurso inaugural como presidente de Estados Unidos, al proclamar la independencia de Inglaterra –Georges Washington, el padre fundador- formuló la más perfecta definición de lo que sería el principio director de la política norteamericana hasta nuestros días: “Ningún pueblo como Estados Unidos debe agradecer y adorar tanto la mano invisible que conduce los asuntos de los hombres. Cada paso, que los hace avanzar en la vía de la independencia nacional, parece llevar la marca de la intervención providencial”.

La “mano invisible” es la expresión inventada por Adam Smith para coronar su teoría económica: si cada individuo persigue su propio interés personal, el interés general se realizará. Una “mano invisible” realizaría esta armonía.

Washington ve en esta “mano invisible” la intervención providencial de Dios, al mismo tiempo que la ley fundamental de la armonía entre los intereses individuales y el interés general.

Su sucesor John Adams, escribía en 1765: “No ceso de considerar la fundación de Norteamérica como una obra de la Providencia, concebida con vista a guiar y emancipar a la porción de la humanidad que aún está reducida a la esclavitud”. El escritor Herman Melville decía en el siglo XIX: “Nosotros los norteamericanos, somos un pueblo particular, un pueblo elegido, el Israel de nuestro tiempo, llevamos sobre nuestros hombros el arca de las libertades”. (“America as a civilization”, página 893.)

Es significativo cómo, aún en nuestros días, se invoca esta profesión de fe. En cada dólar están impresos juntos, su primer autor, Washington y un lema inesperado en un billete de banco: “IN GOD WE TRUST”, (Confiamos en Dios).
Esta será una constante de la política del nuevo “pueblo elegido”: Dios y el dólar son las dos tetas del poder.

El sucesor de Washington en la presidencia de Estados Unidos, John Adams, había declarado por su parte: “América ha sido creada por la Providencia para que sea el teatro donde el hombre pueda alcanzar su propia estatura.” (Autobiografía. Tomo I, página 282)

Los primeros teóricos de la confederación como el reverendo Dana, no cesaron de subrayar la filiación divina del nuevo estado: “La única forma de gobierno, expresamente instituida por la Providencia, fue aquella de los hebreos. Era una república confederal con Jehová a la cabeza”. (Dana. Semons, página 17)
El tercer presidente de Estados Unidos, Jefferson, proclamaría también que su pueblo era “el pueblo elegido por Dios”. (Notas sobre el Estado de Virginia. Sección XIX)

También el presidente Nixon, dos siglos después, dirá: “Dios está con América. Dios quiere que América dirija el mundo”.

Todos los presidentes de los EEUU justificarán de esta manera sus políticas depredadoras.

La contradicción entre la profesión de fe y su práctica real es una constante de la política norteamericana: el presidente Mac Kinley partió a la conquista de las Filipinas para “educarlos, civilizarlos y cristianizarlos”.

Citemos algunos ejemplos: “Debo proteger a nuestro pueblo y sus propiedades en México hasta que el gobierno mexicano comprenda que hay un Dios en Israel y que es un deber obedecerle”.

El lenguaje no ha cambiado desde Washington a Clinton, Norteamérica según los oligarcas que la dirigen, no ha cesado de ser el brazo armado de la Providencia Divina.

En plena guerra de Vietnam el Cardenal Spellman, Arzobispo de Nueva York, hablando en nombre de todos aquellos que “creen en Norteamérica y en Dios” fue a Saigón para decirle a los que masacraban vietnamitas: “¡Ustedes son los soldados de Cristo!”.

Incluso hoy, para justificar el armamentismo y el tráfico de armas -que son el fundamento más eficaz de la “prosperidad económica” de Estados Unidos, gracias a las subvenciones gubernamentales y al financiamiento por parte del Estado de la investigación y el desarrollo en favor de las industrias de la guerra y la venta de armas en el extranjero, que es el sector más floreciente de las exportaciones norteamericanas-, el ideólogo del Pentágono Samuel Huntington en su libro El choque de las civilizaciones disfraza los proyectos de hegemonía mundial de Estados Unidos en una cruzada religiosa donde opone “la civilización judeo-cristiana al contubernio islamo-confuciano”.

Los políticos, los medios de comunicación y sus promotores, se encargan de anestesiar al pueblo, disfrazando estos mitos en realidad histórica. Y ello desde sus inicios. Uno de los primeros y de los más penetrantes analistas de la política norteamericana, Tocqueville, anotaba: “No sé si todos los norteamericanos tienen fe en su religión, pero estoy seguro que la consideran necesaria para el sostén de sus instituciones republicanas”. Agregando: “Los unos profesan dogmas cristianos porque creen en ellos, los otros porque temen dar la impresión de no creer… En Estados Unidos el soberano es religioso y en consecuencia, la hipocresía debe ser común”.

Alexis de Tocqueville ya había descubierto este conformismo en su libro La Democracia Americana en 1840: “No conozco un país donde haya tan poca independencia de espíritu y tan poca discusión como en Estados Unidos”.

En 1858, el escritor Henry David Thoreau, uno de los raros disidentes, autor de Walden o la vida en los bosques, escribía: “Nadie tiene necesidad de una ley para controlar la libertad de la prensa. Ella misma se encarga y más de lo necesario. Virtualmente, la comunidad, alcanzando un consenso relativo frente a lo que se puede expresar, ha adoptado una plataforma y ha convenido tácitamente en excomulgar a cualquiera que se separara de ésta; tanto es así que no hay una persona entre mil que se atreva a expresar una idea diferente”. El acondicionamiento y la manipulación de la opinión pública, que constituyen hoy en día, en los países cuyos dirigentes han aceptado la tutela norteamericana, el llamado “pensamiento único”, fue una de las características del “norteamericanismo” original.

El maccarthismo no esperó a Mac Carthy, en 1952, para reinar, pero éste dio la marca de fábrica al “antinorteamericanismo” en Estados Unidos mismo, al perseguir las actividades “unamerican” (antinorteamericanas o “no-norteamericanas“), hasta entre los intelectuales más respetables, por ejemplo Oppenheimer, uno de los pioneros de la investigación en energía atómica.

Este componente del norteamericanismo, en una época de apogeo de Estados Unidos, es una versión moderna del puritanismo inquisitorial de los orígenes, cuando los legisladores de Connecticut, por los años 1640-1650, según lo que nos cuenta TOCQUEVILLE, dictaban esa ley penal sacada de los “libros sagrados”: “El que adora a cualquier otro DIOS que el Señor será ajusticiado.”

La diferencia fundamental, es que se sigue invocando al mismo DIOS para defender otros “valores”, o más bien, una ausencia de valores que no sean mercantiles: la libertad (de comercio) o los “derechos humanos” (que son la última preocupación de los oligarcas).

Tal era pues el primer MITO de la política norteamericana, el más sangriento de todos: nosotros somos el “pueblo elegido” y esto ha servido de justificación a todas las tropelías nacionalistas y colonialistas, al establecer una jerarquía entre razas superiores y razas inferiores con el “derecho” de dominación que de ahí se desprende y también con la pretensión de situarse, gracias a esta investidura divina, más allá de cualquier ley internacional (por ejemplo, las decisiones de la ONU que pueda emanar de las voluntad humana. (El Estado de Israel consideraba como “papel mojado” — tal es la expresión de Ben Gurion — la primera Resolución de la ONU: aquella que instituye este Estado y que fija sus fronteras, y por otro lado Estados Unidos llevando a cabo la guerra con Yugoslavia, violando todos las leyes internacionales sobre la soberanía de los pueblos, y sin mandato de la ONU).

Por ejemplo, sabemos a qué precio, en su variante hitleriana, la denominación de “pueblo elegido” condujo a la exaltación de la superioridad de la “raza aria”, del “pueblo elegido” germano, que tenía por misión crear un “hombre nuevo” para instaurar su predominio universal. A tal pretensión de reconocerse como resultado de una “elección divina”, Rousseau responde con firmeza: “Su Dios no es el nuestro, les digo a estos sectarios. Aquel comienza por elegir un solo pueblo y proscribe al resto del género humano, por lo tanto, no es el padre común de todos los hombres.” (Emile. Libro IV).

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El segundo fundamento del antinorteamericanismo es aquel que nace de la Declaración de la Independencia y de su interpretación inmediata por el Secretario de Estado a la tesorería designado por Washington: Alexandre Hamilton.

Hamilton era, esencialmente, un discípulo de Adam Smith. Consideraba que la propiedad privada era un derecho “sagrado” del hombre y que en el mercado (donde se encuentran, guiados sin que lo sepan por una “mano invisible“) los intereses personales convergen hacia el “interés general”. Además el mercado es el único regulador de las relaciones sociales.

Hamilton se aleja de Smith en un punto solamente: el papel del Estado. Hamilton considera que el Estado no debe intervenir para atenuar las crecientes desigualdades que necesariamente engendra el libre juego de la competencia en el mercado, sino por el contrario debe hacer pareja con las empresas más triunfadoras, disminuyendo sus impuestos y las tasas y acordándole el máximo de ayuda o pedidos públicos.

En particular, el Banco Central debe gozar de un estatuto autónomo que lo ponga al resguardo de todo control democrático, susceptible de interferir en el enfrentamiento permanente entre los fuertes y los débiles.

Uno de los tratados más sorprendente de la doctrina de Hamilton (tan próximo a Georges Washington que fue éste quien inspiró el discurso de despedida a la Nación, a la hora de su retiro) es el lugar que le acuerda a la “corrupción” como un elemento motor del sistema, ya que es una iniciativa mayor en la búsqueda del interés personal.

El característico papel de la corrupción — indispensable corolario de la economía de mercado — del norteamericanismo triunfante hasta hoy en día, es decir, el “monoteísmo del mercado” es reconocido como una consecuencia lógica e ineluctable del sistema.

Alain Cotta, en su libro sobre El capitalismo en todos sus estados (Ed. Fayard. París. 1999), define la lógica del sistema: “El aumento de la corrupción se asocia al aumento de la actividad financiera y de los medios de información. Mientras que la información lo permita, con respecto a operaciones financieras de todo tipo — en particular las de fusión, adquisición y de la OPA — para amasar en algunos minutos una fortuna que sería imposible obtener con el trabajo de toda una vida, la tentación de comprar y de vender se vuelve irresistible.” El autor agrega: “la economía mercantil no puede más que favorecerse por el desarrollo de este auténtico mercado… La corrupción juega un papel análogo a un plan.”

Noam Chomsky definió perfectamente el objetivo esencial de la política exterior norteamericana de defensa de la “democracia“, es decir, de las sociedades “abiertas“: “La política exterior de Estados Unidos está concebida para crear y mantener un orden internacional en el marco de la cual las empresas norteamericanas puedan prosperar. Un mundo de “sociedades abiertas”, lo que significa, sociedades abiertas a las inversiones fructíferas, favorables a la expansión del mercado de exportación de recursos humanos y materiales por las empresas norteamericanas y sus sucursales locales. Las “sociedades abiertas”, en su verdadera acepción del término, son sociedades que están abiertas a la penetración económica y al control político de Estados Unidos”.

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Tales fueron al origen los principales componentes del “norteamericanismo“:

La convicción de ser el “pueblo elegido” teniendo el “destino manifiesto” de dominar el mundo para instaurar la ciudad de Dios.

La certeza que el signo de esta elección divina es el logro y el éxito, donde la manifestación más evidente es la riqueza, sean cuales sean — según la concepción de Hamilton, al alba del sistema — los medios empleados por los “ganadores” para obtener dicha riqueza.

La desigualdad inicial debido a la raza o a la herencia de una condición social hacen del “libre cambio” una regla de juego eficaz para otorgar a los más fuertes la posibilidad de aplastar a los más débiles.

De esto, se deduce que el logro en los negocios es “un acto moral”, según la expresión de Schlesinger, y que los “ganadores”, sobre todo los grandes ganadores, serán no sólo honorados sino santificados. También John Rockfeller evocaba su “misión”: “Dios es quien me ha dado la fortuna… El poder de ganar dinero es un don de Dios… Habiendo recibido este don, estimo que es mi deber ganar todos los días más dinero y emplearlo para la humanidad según el modo que me dicte mi consciencia.”

El mismo aroma espiritual se desprende de los sucesos económicos del país, como así también el de los logros individuales. En un “seminario” sobre el tema de la “Salud económica y salud espiritual” organizado en Los Angeles, en mayo de 1981, se reunieron 300 jefes de empresas bajo el patrocinio de la Casa Blanca. Nelson Hunt — propietario de la cadena hotelera Hilton — declaraba: “Lo más importante para nuestro país es tener un medio ambiente espiritual que nos permita ganar dinero y que nosotros seamos los ganadores.” (Citado en Les Américains. Ed. Mazarine. 1983)

Desde 1840, el primero y más perspicaz observador de Estados Unidos, Tocqueville, en su libro La democracia en Norteamérica, analizaba los mecanismos en relación al naciente Estado: “No conozco otro pueblo en donde el amor por el dinero tenga un lugar tan grande en el corazón de los hombres. Un pueblo de aventureros y especuladores.” No es esta una apreciación racista sobre un pueblo, sino la consecuencia de condiciones históricas del nacimiento de una “nación” que, como dice Tocqueville, era un “conglomerado” de emigrantes sin historia ni cultura común. La gran mayoría de estos hombres, originarios de distintas culturas, venían para encontrar trabajo y ganar dinero. El único lazo que los unía — irlandeses o italianos, mexicanos o chinos — era análogo a los lazos entre el personal de una empresa y quien los contrataba. A ninguna cultura autóctona (los indios estaban excluidos) se le podía asignar una finalidad espiritual común a tal agrupamiento de desarraigados.

Incluso si los hechos fueron ocultados por los mitos fundadores (como el de la “elección divina” y el del “destino manifiesto”), Estados Unidos fue desde sus orígenes una organización regulada por la sola racionalidad económica y tecnológica, en la cual cada individuo participa como productor y consumidor, como roturador o como especulador, como predador rival de todos los otros para apropiarse de la tierra, del petróleo o del oro, con el solo objetivo de acrecentar cuantitativamente su poder de compra y, si fuera necesario, con la corrupción del hombre, según el dogma hamiltoniano de la primacía de la corrupción. Toda reflexión sobre la finalidad última y el sentido de la vida no tiene en este sistema, ninguna razón de ser y pertenecerá, como un asunto privado, a una ínfima minoría resistiendo heroicamente al ambiente de vacío espiritual en un universo neodarwiniano obediente a, lo que uno de sus más brillante partidario llama, “la ley divina del mercado”. [1]

Esta ausencia de finalidad, más allá de la del poderío y la riqueza, es no sólo una característica del sistema sino una condición de supervivencia.

Luttwak evoca con mucha franqueza y cinismo que — en el régimen que él defiende y que es el último desarrollo del capitalismo — “la pérdida de autenticidad de la persona está de alguna manera prevista. El abandono deliberado de la consciencia por una existencia sonámbula … es la mejor opción que queda. Es la garantía del éxito por parte de los empresarios de alto vuelo, los políticos de primer plano y otros ganadores, y echarán a perder todo si en los fines últimos … El turbo-capitalismo no se conforma sólo con conquistar el mercado, sino que extiende su opresión a todas las esferas de la actividad humana.” [2]

Esta ausencia de toda finalidad propiamente humana o divina es la característica más profunda del “norteamericanismo” reinante hoy en día en el mundo: la confusión entre los medios y los fines, la sustitución del “cómo” o del “por qué”. El dinero convertido en religión es el medio que sustituye todos los fines.

La lucha contra esta enfermedad — el “norteamericanismo” — , es una lucha para curar al mismo pueblo norteamericano, víctima de la oligarquía financiera, de políticos y militares que imponen una vida sin objetivos, una política y una historia sin significación; como la que intentan imponer en el mundo entero.

Una definición profunda del “monoteísmo del mercado“, que es el dogma dominante del norteamericanismo, está dada (a propósito de la enseñanza de la economía política, pero es válida para todos los campos de la cultura) por el economista Michel Albert en su libro Capitalismo contra capitalismo (Ed. du Seuil. 1993. p 230): “El imperativo categórico de evacuar la cuestión filosófica de la finalidad.”

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Haciendo la génesis del norteamericanismo, no podemos olvidar que Estados Unidos había proclamado su independencia siendo una colonia; con todo lo que ello implica de racismo fundamental de parte de la “raza superior”, es decir, la de los colonos.

Sin esto, no podremos comprender la contradicción fundamental del sistema, de su proclamación abstracta de universalismo en favor de la “raza blanca” y del rechazo del otro, indios o negros en particular.

Así, desde el comienzo de la “competición” económica exige una desigualdad radical.

Primero, en base al censo de 1790, los esclavos negros estaban excluidos de todo derecho cívico — recordemos que constituían el 17% de una población de 4 millones de habitantes — donde entre los blancos de Boston — para mencionar sólo un ejemplo — el 10% de los más ricos poseían 5/8 del conjunto de los bienes de la población, constituida (además de esclavos negros) por obreros y marinos pobres.

Los argumentos para justificar la esclavitud fueron variados. En principio fueron religiosos: para los recién llegados, poseedores del proyecto divino de reconstruir la “ciudad de Dios” en el “Nuevo Mundo”, los indios no eran cristianos, sino el sostén del demonio que convendría exterminar, tal como fue Josué para los amalecitas.

Esta justificación religiosa se sustituye, o mejor se agrega, al argumento fundado sobre una concepción simplista, unilateral y evolucionista de la historia: los indios, como las “bestias salvajes”, viven de la caza. “Vivir de la agricultura es un hecho del género humano; vivir de la caza es un hecho del género animal … La Revelación dijo al hombre: trabajarás la tierra.” Ello definió la condición humana. (Brackenbrige. Indian atrocites.1782) [3].

Demoníaco es el argumento que se acopla perfectamente con el argumento racista de “bárbaro” y es lo que desencadena la voluntad de destruir a su semejante, diabolizándolo.

Franklin aconsejaba incitar a los indios al alcoholismo para acelerar su desaparición y, mientras tanto, despojarlos de la Tierra: “Soy de la idea de obligarlos a ceder una porción de su territorio, el que nos convenga mejor para nuestro emplazamiento.”

En nombre de este mito religioso y racista, Estados Unidos comenzará la empresa más grande de “depuración étnica” de la historia, a través de la “caza del indio”, donde la resistencia será aplastada militarmente recién en 1790, con la masacre de siuxs en Wounded Knee.

El mismo desprecio colonialista y racista hacia el otro, se desencadenará hacia los negros a través de la trata de esclavos.

Aquí, nuevamente sirvió de apoyo la referencia bíblica. S. Sewail, juez de la corte suprema de Masachusetts (y quien presidirá el tribunal que condenó a las brujas de Salem) toma de la Biblia y en San Pablo (Primera Epístola de los Corintios XII, 13-26) la prueba que Dios ha permitido la esclavitud y que los negros han heredado de Ham la furia divina. [4]

Después, bajo la influencia de la “filosofía de las luces”, los esclavistas se proclamaron herederos de la ley natural y de la filosofía de Locke; hasta el momento en que aparece el argumento económico disfrazado en teología: “La Providencia Divina ha designado esta colonia para que los esclavos negros trabajen, y a diferencia de los europeos, fueron elegidos gracias al clima caluroso al que están habituados mejor que los blancos.”

En efecto, esto permite poner en relieve el territorio.
Una biología racista viene a reforzar y justificar la idea de inferioridad de “esta raza de hombres naturalmente serviles”. [5]

La contradicción es evidente entre la Declaración de la Independencia (hecha por colonos propietarios de esclavos) proclamando “igualdad de derechos para todos los hombres”, al mismo tiempo manteniendo la esclavitud durante más de un siglo, y la discriminación del negro hasta nuestros días, y aún dos siglos después, en nombre de la “defensa de los derechos del hombre” continúan la masacre de niños y civiles a través de bombardeos aéreos, de hambruna y de la destrucción de infraestructuras económicas.

Los esclavos — excluidos de la participación civil por la Constitución y sus “instituciones particulares” — son, como lo escribió Aristóteles 20 siglos antes, “útiles parlantes”.
Los “derechos del hombre” son los del hombre blanco y, para Estados Unidos, los WASP (White anglo-saxons protestants).[6]

Ningún de los “códigos de la esclavitud” de los Estados Confederados incluía el derecho de voto, ni el derecho a la propiedad, ni el de portar armas; ninguno estaba abrogado por la Constitución.

En cuanto a los indios, éstos eran oficialmente excluidos (no pagando los impuestos) de la denominación de ciudadanos, por las mismas razones racistas.
Una ley de 1892 restringió oficialmente la inmigración de “razas orientales”.

A partir del siglo XIX la influencia del “darwinismo social” (la eliminación del más débil por los más fuertes) extenderá rápidamente esta discriminación, fundada bajo criterios económicos y sociales.

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Esbozar la trayectoria del norteamericanismo es trazar, en el “círculo” del Infierno de Dante, zonas cada vez más extensas sometidas al sistema. [7]

El primer círculo es el de América del Norte, el de la “depuración étnica necesaria” para llevar a cabo el genocidio de los indios, con el fin de realizar — para disponer de sus tierras rebosantes el trigo y el maíz y el subsuelo con oro y petróleo — la acumulación primitiva necesaria para abordar el segundo círculo, el de América Central y del Sur.

El punto de partida “legal” de esta primera fase es, simbólicamente, la segunda enmienda de la Constitución, autorizando a los ciudadanos norteamericanos (es decir, sólo los “blancos” cualquiera que sea la nacionalidad de origen) a tener un arma personal. Primitivamente destinada a protegerse contra los “nocivos” (los autóctonos) y destruirlos.

Esta disposición tenía un carácter primordial e incluso sagrado, al punto que la enmienda es aún intocable, permitiendo la venta libre de armas a una escala tal que la cantidad vendida sobrepasa hoy en día el número de ciudadanos norteamericanos (más de 200 millones).
La ruta hacia el Oeste tomó una amplitud creciente con la ola de inmigrantes. La composición de ésta era heterogénea: los proscritos, los emigrados políticos, los que se escaparon de la represión de la Santa Alianza en Europa o de tiranos de otros continentes. La gran masa estaba constituida por campesinos sin tierra ávidos por poseer una, obreros sin empleo, venidos a menos y desesperados; pero también especuladores, marginados y desertores.

El “sueño americano” de una extensión gigantesca en donde cada uno puede apoderarse de un terreno, según sus fuerzas, contra una población autóctona poco numerosa e irrisoriamente armada. Así fue como América del Norte que contaba con una población de 600.000 indios en 1776, en 1910 esta cifra descendió a 220.000, siendo además internados en los campos de concentración — las famosas “reservas” — luego de la matanza de Wounded Knee de 1890, y deportados en condiciones inhumanas.

Pero la violencia desenfrenada no se limitaba solamente a la masacre de autóctonos — en donde el general norteamericano Sherman, que practicaba contra ellos lo que luego dieron en llamar la “guerra total”, daba la definición de “un buen indio es un indio muerto” — sino que los aventureros, que se ofrecían como “roturadores”, se peleaban entre ellos — individualmente o entre bandas rivales — para repartirse el botín. Numerosas películas norteamericanas, a pesar de su apología, nos muestran lo que fue la jungla salvaje de estos predadores, para quienes el revólver o el fusil eran la única ley y justicia.
Así se formaba, aureolado por el mito de la “frontera”, la imagen del héroe norteamericano, por ejemplo, el mismo que encarna los Tarzán y los James Bond, imágenes emblemáticas de esa violencia siempre victoriosa en las relaciones tanto entre los individuos como con el Estado.
La “frontera” no tiene para los norteamericanos el mismo sentido que para los europeos: no es el límite catastral de un Estado (variante según las vicisitudes de las guerras) sino una línea siempre en movimiento hasta que el invasor caiga en el Océano Pacífico y se proclame entonces “el cierre de las fronteras”. Pero esto está siempre ligado a la lucha donde el hombre es el lobo del hombre y donde la victoria se la lleva el más fuerte, ya se trate de represión o expoliación de los indios, o de luchas entre blancos por la posesión del botín.

Es por eso que la “Guerra de Secesión” entre los Estados del Norte se libró con la misma brutalidad y, simbólicamente, por los mismos hombres: el general Sherman dirigía contra los sudistas la misma “guerra total” en nombre del mismo rechazo y con la misma voluntad de destruir al otro, diabolizándolo.

El descubrimiento de yacimientos de oro en California exasperó aún más esta lucha entre rivales para apoderarse de las pepitas.

La ordenanza de 1785 sobre la “venta” de tierras del Oeste marcó la apertura de la caza a los indios y entre rivales, por el derecho de apropiación de territorios hasta el Pacífico.

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En 1823, el presidente Monroe formula la doctrina que marcará el inicio de la conquista del “segundo círculo”. Este considera el continente americano como un todo, donde Estados Unidos será el protector: “A los europeos el Viejo Continente, a los norteamericanos el Nuevo.”

Este “círculo” comienza por la invasión de México y la anexión de Texas en 1845.

El despojo de América latina se efectuó mediante dos métodos distintos: Primero, por vía de la penetración económica que desembocaba en una intervención militar y en la anexión pura y simple. Este fue el caso de Puerto Rico.
Segundo, alentando a los movimientos de independencia que permitieran expulsar de América del Sur a los españoles, portugueses e ingleses, para después instalar gobiernos títeres que les abrieran las puertas a las inversiones norteamericanas; ora utilizaron dictaduras militares encargadas de reprimir toda resistencia popular; ora alternando el terror y la corrupción, permitiendo así el acceso al poder a dirigentes elegidos pero bajo su bota, con el fin de mantener gracias a la complicidad de los hombres de negocios locales, el control económico sobre el país.[8]

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La extensión del tercer círculo se llevó a cabo mediante el avasallamiento de Europa, luego de la “guerra de 30 años” (de 1914 a 1945), verdadera “guerra civil” intraeuropea que dejó una Europa exsangüe en manos de Estados Unidos permitió que éste detentara, en 1945, la mitad de las riquezas del mundo. (Georges Kennan. “Policy Planning Studies”, 23 de febrero de 1948)

Ya a fines del Siglo XIX el futuro del sistema y su victoria final parecía asegurada. En 1898, el senador Beveridge abría esta perspectiva luminosa: “El comercio mundial debe ser y será nuestro, y nosotros lo controlaremos. Surcaremos los mares con nuestra marina mercante; construiremos flotillas a la altura de nuestra grandeza. Tendremos grandes colonias, gobernadas por ellas mismas, donde flameará nuestra bandera, trabajarán para nosotros y jalonarán nuestras rutas comerciales. Nuestras instituciones seguirán nuestro estandarte sobre las alas de nuestro comercio. Y el derecho norteamericano, el orden norteamericano, la civilización y la bandera norteamericana llegarán a nuestras costas, hasta este momento, sangrientas y desoladas pero que, gracias a Dios, serán muy pronto esplendorosas.”

La guerra de 1914-1918 confirmó esta visión optimista derramando oleadas de sangre sobre Europa y olas de oro hacia Norteamérica. Esta vino a socorrerla recién en 1917, después de las batallas Verdún y de Somme, cuando el ejercito alemán ya no tenía ninguna esperanza de victoria. Lo mismo sucedió en la segunda guerra — 1939-1945 — los norteamericanos desembarcaron recién en 1944, después de la batalla Estalingrado, cuando el ejercito nazi estaba prácticamente derrotado.

En 1917, la “neutralidad” norteamericana había producido un incremento del 15% de sus exportaciones. La balanza comercial de Estados Unidos pasó de un excedente de 436 millones de dólares en 1914 a 3.568 millones de dólares en 1917.

El presidente de Estados Unidos, que en ese entonces era Wilson, después de aprobar la guerra hispanoamericana, la conquista de Filipinas, la ocupación de Puerto Rico y de Cuba, “fue el responsable” — dice Franck Schoell en su libro Historia de Estados Unidos (Ed. Payot. París 1965, p. 262) — de un número más grande de intervenciones que el conjunto de las realizadas por Teodoro Roosevelt y Taft. En 1916 en Cuba, Wilson otorgó a su embajador el derecho de controlar el presupuesto de ese país… El mismo año en Nicaragua, sus navíos de guerra “Chattanooga” y “San Diego” impusieron al obediente presidente Emiliano Chamorro, mientras su ejército ocupaba Panamá.

Este “idealista”, que realizaba tan bien la política de la cañonera contra los Estados más débiles, habiéndose enterado el 17 de enero de 1917, después de las batallas de Verdun y de Somme — que costaron a Francia 300.000 y 200.000 muertos respectivamente, además de 400.000 víctimas a Inglaterra — que el ministro alemán de relaciones exteriores proyectaba una alianza con México para recuperar las tierras de Texas, de Nuevo México y de Arizona, se decidió (“America first“) enviar a Francia al general Pershing, que pocos meses antes había invadido México.

(Estamos lejos de la leyenda dorada de “La Fayette, nous voilà!” — ¡La Fayette, aquí estamos!)

Después del Tratado de Versalles, los aliados que se habían endeudado con Estados Unidos, tuvieron que pagar la deuda al “big business” norteamericano. A su vez, esto condujo a que los aliados impusieran a Alemania las reparaciones de guerra, ocasionando la quiebra y el desempleo en ese país, lo que dio a Hitler los mejores argumentos para su demagógica propaganda.
El célebre economista Lord Keynes escribió en 1919, en su libro Las consecuencias económicas de la paz, que “si buscamos deliberadamente empobrecer a Europa Central, me arriesgo a predecir que la venganza será terrible: de aquí a veinte años tendremos una guerra que, sea quien sea el vencedor, destruirá la civilización.”

Esto no impidió a Wilson presentar en el Congreso del 8 de junio de 1918, los famosos “14 puntos” sobre la “defensa de la democracia“. Pero el problema esencial es el de la deuda, y especialmente, la deuda contraída por los países de la “Entente” frente a Estados Unidos, deudas comerciales que debían ser pagadas. Pero además estaban las reparaciones exigida por parte de Francia e Inglaterra a Alemania, y que ésta no podía pagar. Estados Unidos organizó un extraño circuito: nadando en la abundancia de un capital que no podía invertir en una Europa insolvente y arruinada, prestaron dinero a Alemania para pagar las “reparaciones” a los aliados y para que éstos a su vez reembolsaran su deuda a Estados Unidos.
La poderosa economía norteamericana producía a un ritmo tal que el stock de mercadería no podía venderse y numerosas empresas se encontraron en estado de cesación de pagos.

El haber recalentado el sistema en pleno auge condujo a la catástrofe. A tal punto que, los nuevos y formidables avances hechos por Estados Unidos — primera potencia mundial — gracias a la guerra, desembocó en el primer fracaso del sistema norteamericano, dando origen a la crisis de 1929 que demostró, ante el asombro del mundo, cómo la extraordinaria máquina del capitalismo norteamericano podía desmoronarse en pedazos y llevar a la quiebra no sólo a ese país sino al mundo entero.

Fue el más grande traumatismo histórico que conoció ese país, ya que esta crisis ponía en cuestionamiento los principios mismos del sistema que, después de Georges Washington y Alexandre Hamilton, eran considerados infalibles gracias a sus instituciones divinas, otorgándole libertad absoluta al mercado y poder a los oligarcas de las finanzas, para asegurar el triunfo de Estados Unidos. Este dogma parecía ratificado por la historia: la posesión de los dos primeros círculos que garantizarían la victoria total a escala mundial. Pero una noche de octubre de 1929 esa tranquila seguridad se desmoronó. Los gigantescos bancos cerraron sus puertas, miles de empresas quebraron, algunos patrones industriales se suicidaron, y muy pronto hubo 9 millones de desempleados (17% de la mano de obra del país) desfilando por las calles, donde se sucedieron las revueltas y las represiones de la policía montada.
André Maurois escribió: “Si hubieran tenido la ocasión de hacer un viaje hacia fines de invierno (1932-1933), hubiesen encontrado un pueblo completamente desesperado… América del Norte creía que el fin de un sistema, de una civilización, estaba próximo a suceder.”

La terrible crisis estalló porque la lógica del sistema fue llevada a sus extremas consecuencias: cada uno de los grandes actores del sistema “liberal” estaban tan seguros de la victoria de las empresas debido a la ley del sistema, que se anticiparon e invirtieron en ella toda su fortuna. Fue suficiente algunos perdedores para que la duda se instale, y que esa brusca desconfianza se inscriba en la Bolsa, para que el conjunto se desmorone como las piezas de un dominó. Una tras otra, las empresas y los bancos se declararon insolventes, y la inversión pesimista sobre la más fuerte especulación tendía a bajar, como antes era la especulación sobre el alza y la victoria.

En marzo de 1933, asumió sus funciones de presidente Franklin Delano Roosevelt y su primera acción fue ir a rezar. ¿La fe en el “destino manifiesto” lo hizo tambalear? ¿Este país estaba abandonado por la Providencia?
En realidad, era el dogma hamiltoniano tomado de Adam Smith que revelaba la contradicción fundamental del sistema: no es cierto que la suma de intereses individuales tenga como resultado la satisfacción de los intereses generales, sino que por el contrario engendra una jungla donde se enfrentan sin fin los intereses particulares en competencia, impidiendo la constitución de una verdadera comunidad. Es por eso que se plantea una terrible pregunta: ¿Estados Unidos es una Nación? ¿Podrán nuevamente creer en su destino?

Roosevelt apareció como un salvador cuando anunció el “New Deal“, una nueva manera de hacer frente a la depresión. Fundamentalmente sin poner en causa el sistema, atenuó el desastre con algunas reformas notables: la reactivación de la construcción de grandes trabajos públicos, en los cuales el Estado intervino con el fin de reducir el desempleo y las tensiones que suscitaba, un papel que el Estado hasta ese momento no tenía, ya que en la concepción de Hamilton las beneficiadas eran las grandes empresas privadas.

Este reformismo prudente fue un paliativo contra los efectos mortíferos de la crisis. Salieron de la vorágine pero con una solución tan parcial del problema que en 1937 Estado Unidos recaía nuevamente en la depresión. “En 1937 -escribe Galbraith– contábamos de nuevo con 9 millones de desempleados.” Hasta que la crisis fue definitivamente superada gracias a la segunda guerra europea. (Estamos lejos de la leyenda dorada de “La Fayette, nous voilà!” — ¡La Fayette, aquí estamos!).

Después del Tratado de Versalles, los aliados que se habían endeudado con Estados Unidos, tuvieron que pagar la deuda al “big business” norteamericano. A su vez, esto condujo a que los aliados impusieran a Alemania las reparaciones de guerra, ocasionando la quiebra y el desempleo en ese país, lo que dio a Hitler los mejores argumentos para su demagógica propaganda.
El célebre economista Lord Keynes escribió en 1919, en su libro Las consecuencias económicas de la paz, que “si buscamos deliberadamente empobrecer a Europa Central, me arriesgo a predecir que la venganza será terrible: de aquí a veinte años tendremos una guerra que, sea quien sea el vencedor, destruirá la civilización.”

Esto no impidió a Wilson presentar en el Congreso del 8 de junio de 1918, los famosos “14 puntos” sobre la “defensa de la democracia“. Pero el problema esencial es el de la deuda, y especialmente, la deuda contraída por los países de la “Entente” frente a Estados Unidos, deudas comerciales que debían ser pagadas. Pero además estaban las reparaciones exigida por parte de Francia e Inglaterra a Alemania, y que ésta no podía pagar. Estados Unidos organizó un extraño circuito: nadando en la abundancia de un capital que no podía invertir en una Europa insolvente y arruinada, prestaron dinero a Alemania para pagar las “reparaciones” a los aliados y para que éstos a su vez reembolsaran su deuda a Estados Unidos.
La poderosa economía norteamericana producía a un ritmo tal que el stock de mercadería no podía venderse y numerosas empresas se encontraron en estado de cesación de pagos.

El haber recalentado el sistema en pleno auge condujo a la catástrofe. A tal punto que, los nuevos y formidables avances hechos por Estados Unidos — primera potencia mundial — gracias a la guerra, desembocó en el primer fracaso del sistema norteamericano, dando origen a la crisis de 1929 que demostró, ante el asombro del mundo, cómo la extraordinaria máquina del capitalismo norteamericano podía desmoronarse en pedazos y llevar a la quiebra no sólo a ese país sino al mundo entero.

Fue el más grande traumatismo histórico que conoció ese país, ya que esta crisis ponía en cuestionamiento los principios mismos del sistema que, después de Georges Washington y Alexandre Hamilton, eran considerados infalibles gracias a sus instituciones divinas, otorgándole libertad absoluta al mercado y poder a los oligarcas de las finanzas, para asegurar el triunfo de Estados Unidos. Este dogma parecía ratificado por la historia: la posesión de los dos primeros círculos que garantizarían la victoria total a escala mundial. Pero una noche de octubre de 1929 esa tranquila seguridad se desmoronó. Los gigantescos bancos cerraron sus puertas, miles de empresas quebraron, algunos patrones industriales se suicidaron, y muy pronto hubo 9 millones de desempleados (17% de la mano de obra del país) desfilando por las calles, donde se sucedieron las revueltas y las represiones de la policía montada.
André Maurois escribió: “Si hubieran tenido la ocasión de hacer un viaje hacia fines de invierno (1932-1933), hubiesen encontrado un pueblo completamente desesperado… América del Norte creía que el fin de un sistema, de una civilización, estaba próximo a suceder.”

La terrible crisis estalló porque la lógica del sistema fue llevada a sus extremas consecuencias: cada uno de los grandes actores del sistema “liberal” estaban tan seguros de la victoria de las empresas debido a la ley del sistema, que se anticiparon e invirtieron en ella toda su fortuna. Fue suficiente algunos perdedores para que la duda se instale, y que esa brusca desconfianza se inscriba en la Bolsa, para que el conjunto se desmorone como las piezas de un dominó. Una tras otra, las empresas y los bancos se declararon insolventes, y la inversión pesimista sobre la más fuerte especulación tendía a bajar, como antes era la especulación sobre el alza y la victoria.

En marzo de 1933, asumió sus funciones de presidente Franklin Delano Roosevelt y su primera acción fue ir a rezar. ¿La fe en el “destino manifiesto” lo hizo tambalear? ¿Este país estaba abandonado por la Providencia?
En realidad, era el dogma hamiltoniano tomado de Adam Smith que revelaba la contradicción fundamental del sistema: no es cierto que la suma de intereses individuales tenga como resultado la satisfacción de los intereses generales, sino que por el contrario engendra una jungla donde se enfrentan sin fin los intereses particulares en competencia, impidiendo la constitución de una verdadera comunidad. Es por eso que se plantea una terrible pregunta: ¿Estados Unidos es una Nación? ¿Podrán nuevamente creer en su destino?

Roosevelt apareció como un salvador cuando anunció el “New Deal“, una nueva manera de hacer frente a la depresión. Fundamentalmente sin poner en causa el sistema, atenuó el desastre con algunas reformas notables: la reactivación de la construcción de grandes trabajos públicos, en los cuales el Estado intervino con el fin de reducir el desempleo y las tensiones que suscitaba, un papel que el Estado hasta ese momento no tenía, ya que en la concepción de Hamilton las beneficiadas eran las grandes empresas privadas.

Este reformismo prudente fue un paliativo contra los efectos mortíferos de la crisis. Salieron de la vorágine pero con una solución tan parcial del problema que en 1937 Estado Unidos recaía nuevamente en la depresión. “En 1937 -escribe Galbraith– contábamos de nuevo con 9 millones de desempleados.” Hasta que la crisis fue definitivamente superada gracias a la segunda guerra europea.

***

Otra vez aquí Estados Unidos maniobró en función de sus propios intereses: desde la derrota de Francia, en 1940, apostaron por el gobierno de Vichy y lo reconocieron oficialmente, presentando un embajador. Roosevelt envió ante Weygand, en Africa del Norte a sus emisarios: el almirante Leahy y el cónsul Murphy.

Al mismo tiempo alentó a Churchil para que efectuara bombardeos masivos, incluso sobre objetivos civiles, en Alemania y en las zonas ocupadas de Bélgica y de Francia.
Después de la destrucción de la flota norteamericana en Pearl Harbour por la aviación japonesa (donde curiosamente su avance no había sido detectada por el Estado Mayor norteamericano) y la declaración de guerra de Alemania y de Italia a Estados Unidos, el 11 de diciembre de 1941, los lazos se volvieron estrechos con el gobierno de Vichy, mientras que el general De Gaulle era considerado por Roosevelt como “el residuo minúsculo y grotescamente anacrónico de una historia pasada de moda”.

En 1942, el senador Truman (futuro presidente) escribió: “si la Unión Soviética se debilita habrá que ayudarla. Si es Alemania la que se debilita, también la ayudaremos. Lo esencial es que se destruyan entre ellas.”
En noviembre de 1942, en una entrevista realizada por Adrien Texier y en la cual asistió André Philips (portavoz de De Gaulle), Roosevelt se jactaba de su pragmatismo: “Me interesa sobre todo la eficacia. Tengo problemas que resolver. Los que me quieran ayudar serán bienvenidos. Si hoy Darlan me da Argelia, gritaré: ¡Viva Darlan! … Si Quisling me da Oslo: ¡Viva Quisling! … Y si mañana Laval me da París, gritaré: ¡Viva Laval! [9].

De hecho, teniendo a distancia a De Gaulle, se realizó el desembarco en Africa del Norte y se entregó el poder a Darlan, como así también en Italia al general Bodoglio; que había seguido a Mussolini como Darlan a Petáin.
Para el desembarco en Francia, las tropas inglesas contribuyeron con el contingente más grande, al igual que los soldados magrebíes que representaban 70% de los efectivos para el desembarco de Provenza.
De Gaulle no fue informado de la fecha del desembarco en Normandía, y las fuerzas de Francia Libre estaban bajo las órdenes de los ingleses. El primitivo plan de liberación preveía una administración militar anglonorteamericana. Sólo De Gaulle a través de una ordenanza se opuso a esto, confiando la acción a la resistencia francesa proclamó: “cada pedazo de territorio liberado será administrada por un delegado designado por el CFLN, lo que será rápidamente reconocido por el Consejo Nacional de la Resistencia para constituir un gobierno provisorio de la República Francesa.”
Estados Unidos sacará provecho de la victoria, en primer lugar económico, imponiendo su protectorado al “Tercer círculo”.

Los acuerdos de Bretton Woods de 1944, oficializaron la hegemonía del dólar estableciéndolo a la paridad con el oro, haciendo de éste la moneda internacional hasta nuestros días. Por otro lado, los planes bilaterales tales como los acuerdos Blum Byrnes para Francia que, en 1944 a cambio de una ayuda de cuatro años de dos mil millones de dólares, abrieron sin condición su mercado a las importaciones norteamericanas. Toda Europa se convirtió poco a poco en un protectorado norteamericano.
El Plan Marshall en 1947 fue una etapa significativa de este vasallaje al “Tercer Círculo”.

Al día siguiente de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos nadaba en la abundancia frente a una Europa arruinada, encontrándose en la misma situación de un niño que, después de haber ganado todas las canicas a sus compañeros, se ve en la obligación de prestar para seguir jugando.

Por lo tanto, el problema estaba en hacer de Europa una región solvente para absorberla y hacerle pagar la producción norteamericana, en el momento en que ésta, dopada desde hacía cuatro años por exportaciones de materiales de guerra, trabajaba a toda máquina.
Desde 1947 la CIA señalaba el doble peligro, económico y político, que representaba la situación en Europa después de la guerra.

“El peligro más grande para la seguridad de Estados Unidos es el riesgo de enfrentamiento económico en Europa del Oeste y su consecuencia: la ascensión al poder de elementos comunistas.”

Para evitar ese doble peligro, los dirigentes de Estados Unidos lanzaron el “Plan Marshall” destinado — dijeron ellos — a construir Europa.

Pero las condiciones políticas para acordar dicho plan fueron estrictas: primero eliminar a los comunistas de los gobiernos occidentales.

La intervención extranjera fue evidente:
Los ministros comunistas franceses fueron excluidos del gobierno el 4 de mayo de 1947.

Los ministros comunistas italianos fueron excluidos el 13 de mayo de 1947.

Los ministros comunistas belgas fueron excluidos del gobierno en ese mismo mes.

Poco después de esas exclusiones, el 5 de junio de 1947, fue oficialmente proclamada la “proposición Marshall”.
Una vez logrados estos resultados, era posible la aplicación de este plan que constituía, entre otras cosas, un medio de presión político y un programa de promoción para las exportaciones norteamericanas en Europa.

En definitiva, “la ayuda” era un objetivo menor del “Plan Marshall”. Un estudio fechado en abril de 1947 observaba que la ayuda norteamericana debía consagrarse únicamente “a los países de interés estratégico, primordial para Estados Unidos… salvo en los raros casos donde se presente una ocasión permanente para Estados Unidos de recibir una aprobación universal gracias a una acción espectacular humanitaria”. (Joint Chiefs of Staff 1769/1)

El secretario de Estado Dean Acheson e influyentes senadores norteamericanos se pusieron de acuerdo en 1950, para que “si la hambruna se desatase sobre el continente chino, Estados Unidos deberá suministrar un poco de ayuda alimentaria. No para calmar el hambre, sino lo suficiente como para anotar un punto en la guerra psicológica”. (Stephen Shalom: Z Magazine. Octubre 1990)

En efecto, en los tiempos del Plan Marshall se hablaba mucho de solidaridad y de generosidad, pero en 1948, Georges Kennan, que hasta ese momento estaba a la cabeza del Consejo Nacional de Seguridad, escribió: “Poseemos alrededor del 50% de las riquezas mundiales pero solamente el 6,3% de población … En esta situación es inevitable que seamos objeto de celos y resentimientos. Nuestra verdadera tarea en los períodos venideros es desarrollar un sistema de relaciones que nos permita mantener esta posición de desigualdad, sin poner en peligro nuestra seguridad nacional. Para realizar esto, tenemos el deber de sacarnos de encima todo sentimentalismo y dejar de soñar despiertos. Nuestra atención deberá concentrarse en todos los lugares donde estén nuestros objetivos nacionales inmediatos. Es necesario que los tengamos. Hoy en día no podemos permitirnos el lujo del altruismo y de la beneficencia a escala mundial. Debemos dejar de hablar de objetivos vagos e irrealizables, por ejemplo, con respecto al Extremo Oriente, los derechos del hombre, el aumento del nivel de vida y la democracia. No estamos muy lejos del día en que tendremos que actuar utilizando directamente la fuerza … En cuanto menos nos guiemos por eslóganes idealistas, mejor será.” (Policy Planning Studies. 23 de febrero de 1948)

Pero un lenguaje tan franco no entra en la tradición mesiánica de Norteamérica. Era necesario luego de dos siglos que la voluntad de poder se disfrazara con una máscara moral y teológica. Finalizada la guerra, la carrera armamentista se justificó por la necesaria lucha contra el “imperio del mal“. El sucesor de Kennan lo comprendió muy bien: había que combatir a Satán. Y para eso están los “bolcheviques” (lato sensu, todos los países que no aceptaban abrir incondicionalmente sus mercados a las grandes firmas norteamericanas eran considerados como “comunista” o cómplice de la Unión Soviética). Entonces, el diablo fue claramente designado: primero fue la URSS y después de su desmoronamiento fue, y es aún hoy en día, el Islam, o como define Huntington “la coalición islamo-confuciana”, es decir, el conjunto del Tercer Mundo. La estrategia del complejo militar-industrial tenía un fundamento metafísico misionero y se transformaba en una “cruzada” porque “¡Así lo quiere Dios!”.

Se podría de esta forma, cada vez que la economía norteamericana necesite un estimulante, reaccionar por la vía tranquila de las organizaciones intermediarias o guerrear en los cuatro puntos del mundo para “defender” el Bien o sus sucedáneos: la democracia, los derechos del hombre, la injerencia humanitaria, etc.

El método “suave” (aunque la miseria o la hambruna maten también tan eficaz y masivamente como la guerra) fue creado por organismos satélites de la oligarquía norteamericana, tales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial (uno y otro creado a Bretton Woods) que se extenderá en todo el mundo bajo la máscara de “ayuda al desarrollo“. Los tentáculos del pulpo tienen una misión esencial “prestar dinero sólo a los países que acepten adaptarse al modelo económico-político de Estados Unidos, al “liberalismo económico” mundializado, empleando “ajustes estructurales” mayores, donde los principales son:

– liberación de precios,
– devaluación de la moneda nacional,
– bloqueo, es decir, disminución de salarios,
– reducción del gasto público, a fin de reducir el déficit exterior,
– privatización de las grandes empresas estatales (bancos, compañías de transportes y firmas industriales),
– abrir las fronteras a la competencia internacional,
– especialización en un número limitado de producción a las exportaciones.

Estas exigencias producen por todos lados los mismos efectos. Una vez liberados los precios, estos suben haciendo que los bienes de primera necesidad se vuelvan inaccesibles para una gran parte de la población, mientras que se enriquece una minoría. La devaluación de la moneda, que supuestamente incentiva las exportaciones, encarece los productos importados que son muchas veces indispensables para la vida del país y no tiene más que una incidencia insignificante sobre las exportaciones, ya que su proporción con respecto al conjunto sigue siendo irrisoria. El bloqueo o la disminución de los sueldos acentúa la inflación, que resulta de la liberación de los precios, e induce al aumento de la miseria y de la marginalidad de capas sociales ya debilitadas por la corrupción de numerosos gobiernos locales.

En Europa, el término de la conquista del “Tercer Círculo” pudo hacerse sin obstáculos gracias a la abdicación casi general de los dirigentes políticos, fuese cual fuese su etiqueta ideológica.

En Inglaterra, ese mismo sistema que Reagan imponía en Estados Unidos, fue copiado por la “conservadora” Thatcher, y que con la más implacable lógica enriquecía a los más ricos y empobrecía a los más pobres. Después de ella, el “laborista” Tony Blair se comportó como un “clon” de Thatcher. En Francia, la misma sumisión al sistema se observa mediante unos matices de lenguaje, tanto por la “derecha” del presidente Chirac, como por la “izquierda” liderada por el “socialista” Jospin.

Por lo tanto, el “antinorteamericanismo“, es decir, la nueva “resistencia” frente a esta nueva forma de “colaboración”, no tiene una significación geográfica.

En Europa, como al otro lado del Atlántico, el mercado dirige cada vez más los gobiernos. Gracias a una política constante de privatización y desrregulación financiera, las grandes corporaciones extranjeras y especialmente norteamericanas, se apoderan de sectores cada vez más importantes en nuestra economía.

Para no mencionar más que algunos ejemplos franceses:

– el fondo Wellington es el primer accionario de Rhône-Poulenc;
– el fondo norteamericano de Lazard y Templeton entra a la vez en Rhône-Poulenc y en Pechiney, del cual es junto con Fidelty, el accionario mayoritario;

– el directorio financiero del grupo Schneider, Claude Pessin, admite que “el 30% de nuestro capital está ahora en manos de inversores extranjeros”. Lo mismo pasa con el 33% del capital de Paribas, el 40% del capital de los cementos Lafarge, el 33% de Saint-Gobain, el 25% de la Lyonnaise des Eaux, el 40% de A.G.F., etc.

En Le Monde del 19 de noviembre de 1996, Eric Izraelevicz escribe: “Lo que llama la atención es el decaimiento del nacionalismo industrial en Francia. Hoy en día, las empresas extranjeras pueden comprar aquí todas las joyas que quieren sin provocar reacción.”

En pocas palabras, la industria europea está pasando bajo control norteamericano. Un país miembro de la OMC (Organización Mundial del Comercio) — a excepción de Estados Unidos que se lo permite todo, incluso darle a sus propias leyes una extensión internacional coercitiva, como la ley Helms-Burton, que prohibe las inversiones en Cuba, o la ley D’Amato para Irán y Libia — no puede:
limitar sus importaciones agrícolas, ni subsidiar sus explotaciones; rechazar la instalación de firmas multinacionales, a las cuales se les tienen que otorgar las mismas condiciones que a las industrias nacionales.

Cualquier infracción a esas imposiciones hace del país un delincuente sujeto a represalias económicas, amenaza tan temible como la de las armas. Los países sometidos a las exigencias del F.M.I. (Fondo Monetario Internacional) conocen muy bien lo que les ha costado en revueltas y muertos, como en 1988 en Argelia y en 1998 en Indonesia.
Maastricht marcó un momento decisivo en ese proceso de avasallamiento.

Desde la aceptación del Tratado de Maastricht, más del 70% de las decisiones políticas fundamentales ya no son tomadas por el Parlamento, sino por las comisiones de tecnócratas de Bruselas que no rinden cuentas a nadie más que a los Doce — Primeros Ministros — reunidos algunas horas cada seis meses para avalar orientaciones decisivas para el destino de 340 millones de personas.

La Europa de Maastricht es una Europa norteamericana. Tres veces lo proclama la misma fórmula en el texto: “El objetivo (del Tratado) es desarrollar la Unión Europea Occidental (U.E.O.) como medio de reforzar el pilar europeo de la Alianza Atlántica.” (Declaración sobre la U.E.O., B.4)

Y para que nadie se equivoque sobre el vasallaje de esta Europa norteamericana, precisa la Declaración 1 que la eventual defensa común deberá ser “compatible con la de la Alianza Atlántica” (1er párrafo), que tiene que hacerse “en el marco de la U.E.O. y de la Alianza Atlántica” y que ” la Alianza seguirá siendo el foro esencial de consulta” (B.4).

O sea que no se trata de tener peso, sino de ser simplemente un componente de la política extranjera norteamericana.

La Europa de Maastricht se sitúa en el contexto de la política de dominación mundial de Estados Unidos.
El 8 de marzo de 1992, el New-York Times publicaba un documento emitido por el Pentágono. Ahí podía leerse: “el Departamento de Defensa afirma que la misión política y militar de Estados Unidos, en el período posterior a la guerra fría, consistirá en asegurarse que ninguna superpotencia rival pueda surgir en Europa occidental, en Asia, o en el territorio de la C.E.I.“.

Este informe subraya la importancia del “sentimiento de que finalmente, el orden mundial es sostenido por Estados Unidos”, y esboza un mundo en el cual existe un poder militar dominante, cuyos jefes “tienen que mantener los dispositivos que sirven a desalentar a los eventuales competidores que aspirarían a un papel regional o mundial más importante”.

“Tenemos que procurar impedir la aparición de sistemas de seguridad exclusivamente europeos, que socavarían la OTAN” (International Herald Tribune, 9 de marzo de 1992).

En el acta final de la conferencia de Maastricht, la Declaración sobre las relaciones con la Alianza Atlántica no deja ninguna duda al respecto: “la Unión Europea actuará en conformidad con las disposiciones adoptadas por la Alianza Atlántica”.

El tratado preconiza que las instituciones europeas lleven a cabo una política común con “todos los sectores de la política extranjera”, lo que significa “al pie de la letra, escribe Paul-Marie de la Gorce, director de la Revue de Défense Nationale, que no habrá más política nacional“. Esta disposición figura en la cabecera del artículo J-1 del título V y también en el artículo J.4.

Queda muy claro pues que se trata de una Europa norteamericana.

Lo mismo pasa con la política económica y social y con la política a secas.

Así como Bush lanzó en 1991 la iniciativa de un mercado único de todas las Américas, desde Alaska hasta Tierra del Fuego, tal como le notificó al Presidente de Senegal, Abdou Diouf, la voluntad norteamericana de una rápida unificación económica de Africa, igualmente el presidente Reagan, que desde el 8 de mayo de 1985, llamaba a “ampliar la unificación europea para que se extienda desde Lisboa hasta el interior del territorio soviético”, Georges Bush saludó las decisiones históricas tomadas en Maastricht: “Una Europa más unida, dijo, representa para Estados Unidos un asociado más eficaz, dispuesto a asumir mayores responsabilidades.” Clinton, en 1998, saluda con entusiasmo la creación del Euro.

Maastricht representa una adhesión total, y en principio definitiva, a una economía de mercado sin límites. El artículo J.3 estipula expresamente que queda prohibido volver sobre las decisiones.

Robert Pelletier, ex Director general de los servicios económicos del CNPF y representante del patronato en el Comité económico y social de la CEE, traza las siguientes perspectivas (Le Monde del 23 de junio de 1992): aumento del desempleo en España, de aquí a 1997, de 16% a 19%; en Italia, “explosión sin precedente histórico del desempleo”; “cálculos que dan vértigo” para Grecia y Portugal; en cuanto a los franceses, “no se les podrá disimular demasiado tiempo que la política llevada a cabo por Maastricht, bajo tintes liberales de vuelta a la economía de mercado es, en realidad, el modelo más auténticamente reaccionario de estos último sesenta años.”

Así, integrada en el mercado mundial dominado por Estados Unidos, Europa entrega su agricultura, su industria, su comercio, su cine y toda su cultura, a las reglas del libre intercambio de las cuales dice claramente un economista tan prudente como Maurice Allais: “Yo excluiría, al menos para el futuro previsible, toda orientación hacia un libre intercambio mundial, lo que es la tendencia actual.”
Algunos ejemplos recientes y dolorosos justifican sus temores. En primer lugar, en lo concerniente a la agricultura europea, que ha sido estrangulada con el fin de servir a los intereses cerealeros norteamericanos.
Los acuerdos del 18 de marzo de 1992, directamente inspirados por Estados Unidos y su Director general norteamericano Arthur Dunkel, ponen en tela de juicio la política agrícola común (PAC) de Europa que permitiría ayudar a los agricultores europeos a enfrentar el mercado mundial, bajo amenaza de represalias similares a las que ejerce Estados Unidos para imponerle a Europa la importación de carnes tratadas con hormonas y prohibidas en Bruselas.

Europa obedece inmediatamente a las órdenes norteamericanas: el acuerdo europeo, concluido el 21 de mayo de 1992, para reformar la política agrícola común, exige la reducción de la producción de cereales por la puesta en barbecho del 15% de las tierras cultivables, la disminución, en tres años, en un 15% de la producción de carne de vaca y en un 2,5% para la manteca.
Para bajar la productividad de la carne y la leche, se suprimen los subsidios para vacas lecheras y se reducen en un 2% las cuotas lecheras.

Este recorte masivo en la agricultura europeas, en un momento en que el 1/5 de la humanidad padece hambre, deja el campo libre para que los cerealeros norteamericanos respondan al pedido solvente. La clave de esta monstruosa política agrícola: hacer caer la producción y la productividad, al reducir los precios garantizados y las superficies cultivadas para que el mercado (púdicamente llamado pedido solvente), siga siendo un coto de caza norteamericano. Los hambrientos insolventes son tachados del mapa mientras que 800.000 toneladas de carne de vaca, 25 millones de toneladas de cereales, 700.000 toneladas de manteca y de leche en polvo son almacenadas, a expensas de la comunidad, para alinearse sobre el sistema agrícola norteamericano.

***

No menos golpeada resulta la industria europea. Desde ya, so pretexto de mantener las reglas de la competencia en Europa, el comisario europeo para la competencia, el inglés Leon Brittan, había prohibido a dos compañías, una francesa y otra italiana, comprar la firma aeronáutica de Havilland, para no permitirle a un grupo europeo alcanzar una dimensión susceptible de rivalizar con las empresas norteamericanas. Estados Unidos ejerce presión para que los adelantos reembolsables, otorgados a Airbus Industria, no superen el 25% del precio de los aparatos en vez del 35%, por debajo de los cuales, los europeos, no pueden pasar. Los norteamericanos, propagandistas del libre intercambio, amenazan, como represalias, con imponer a los Airbus unas cargas que les cerrarían el mercado norteamericano.

Así es en todos los sectores, desde las aguas minerales, donde Leon Brittan se opone a la compra de Perrier por Nestlé para impedir, según dice, la concentración del mercado en Europa (mientras que se trata, en realidad, de no abrir un mercado competitivo con las empresas norteamericanas), hasta la electrónica: después del grupo neerlandés Phillips y el grupo franco-italiano SGS Thomson, el grupo alemán Siemens renuncia a las grandes esperanzas y abandona la producción de masa a la IBM norteamericana. Es fácil imaginar las catástrofes para el empleo de esa puesta bajo dominio tecnológico norteamericano.

El ejemplo más típico es el del tráfico de armas. Poco menos de un año, después de las promesas de Georges Bush de luchar contra la proliferación de las armas, incluso las armas convencionales, en el acuerdo de mayo de 1991 entre el Pentágono y el Ministro de Defensa Dick Cheney, autoriza al gobierno federal a exponer y vender su armamento.

Resulta que en 1991, Estados Unidos casi duplicó sus exportaciones de armamentos, a los cuales la Guerra del Golfo hizo una publicidad sin precedente. Las ventas progresaron en un 64% en 1991; 23 mil millones de dólares contra 14 mil millones en 1990.

En todos los campos, Europa es un vasallo.

Agreguemos que esta Europa de los Doce es el club de los antiguos colonialistas. Ahí están todos. Los pioneros: España, Portugal; los grandes imperios: Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda; los que llegaron tarde: Alemania e Italia. Y a pesar de todo, los acuerdos de Maastricht dedican 21 páginas de sus 66 a la definición de las relaciones con el Tercer Mundo (título WII, artículo 130-U), frases caritativas sobre su desarrollo, sobre la lucha contra la pobreza, teniendo como tesis central la inserción de los países en vía de desarrollo en la economía mundial, es decir, lo que los está matando.

Las ex potencias colonialistas europeas han aceptado hoy, más allá de sus antiguas rivalidades, la dominación norteamericana para constituir un colonialismo de un nuevo tipo, unificado y totalitario.

Así sigue siendo Europa, una Europa colonialista, pero subordinada, como en el Golfo, a sus amos norteamericanos.

El sistema basado en el monoteísmo del mercado engendra violencia y crimen, evasión y droga, más todas las formas de lavado de cerebro (desde los rocks a 130 decibelios, que deja a un joven sin consciencia crítica y lo lleva hasta el entorpecimiento y la animalidad), y a la destrucción de toda cultura.

No retomaremos detalladamente este análisis para no retener más que el aspecto dominante, el más devastador de la colonización cultural: el cine y la televisión.

Washington y Hollywood, siguiendo a la OMC (Organización Mundial del Comercio, ex G.A.T.T.) y considerando la cultura como un departamento del comercio, quieren imponer, en base a los principios enunciados en un documento titulado US Global Audiovisual Strategy, lo siguiente:

– evitar el refuerzo de las medidas restrictivas (especialmente las cuotas de difusión de obras europeas y nacionales), y cuidar que estas medidas no se extiendan a los servicios de comunicación;
– mejorar las condiciones para las inversiones de las firmas norteamericanas liberalizando las regulaciones existentes;
– vincular las cuestiones audiovisuales y el desarrollo de los nuevos servicios de comunicación y telecomunicación en el sentido de la desregulación;
– asegurarse que las actuales restricciones vinculadas con los asuntos culturales no constituyan un precedente para las discusiones que van a abrirse en otras instancias internacionales;
– multiplicar las alianzas e inversiones norteamericanas en Europa;
– buscar discretamente la adhesión de los operadores europeos a las posiciones norteamericanas.

Incluso basta leer cada semana los programas de televisión para medir la importancia de la invasión y su maleficencia; al constatar el desencadenamiento de la violencia en las películas norteamericanas y, desde el punto de vista formal, la degradación de los papeles, de los textos y de sus intérpretes en beneficio de los efectos especiales, a tal punto que nuestros jóvenes, intoxicados por tales espectáculos, llaman películas de acción solamente aquellas en que abundan pleitos y balazos, cascadas automovilísticas, deflagraciones e incendios.

La parte del mercado cinematográfico francés en Estados Unidos está estancada alrededor de un 0,5% mientras que, en la Europa de los Quince, entre 1985 y 1994, la parte de mercado de las películas norteamericanas ha pasado de 56 a 76%, para alcanzar a veces 90%.

Entre los 50 canales europeos de televisión (incluso excluyendo las redes por cable o codificadas y dejando nada más lo que sale en claro), las películas norteamericanas representaban, en 1993, 53% de la programación.

En el balance comercial del audiovisual europeo frente a Estados Unidos, el déficit pasó de mil millones de dólares en 1985 a 4 mil millones en 1995. Lo cual llevó, en diez años, al despido de 250.000 empleos.

La colonización cultural tiene un alcance parecido al de las inversiones: las firmas gigantes como Time Warner-Turner, Disney ABC, Westinghouse CBC, acaparan en Europa los estudios, extienden la red de sus salas múltiplex, llegan a constituirse en verdaderos amos de las redes por cable, multiplicando los acuerdos locales en que se guardan la mejor parte.

Penetrando como conquistadores en los países del Este, se están apoderando de las principales cadenas privadas de televisión.

No menos de 140 monopolios nacionales del audiovisual en Europa fueron devorados por un oligopolio mundial de 5 o 6 grupos bajo dirección norteamericana. En ese sector también, se agrava el déficit: de 2,1 mil millones de dólares en 1988, pasó a 6,3 en 1995.

El lunes 11 de octubre de 1999, el Profesor Pierre BOURDIEU, ante el Consejo Internacional del Museo de la Televisión y de la Radio, hizo esta pregunta fundamental a los “nuevos dueños del mundo” (los que quieren con Georges LUCAS, en su “Guerra de las Estrellas” y su primer episodio, la película numérica “la amenaza fantasma”, recrear el pasado de la humanidad y proyectarle su futuro): “¿Saben al menos lo que están haciendo?”. ¿Saben que su ley del máximo beneficio va a matar la cultura?

La película de LUCAS aporta, a esta pregunta, la respuesta más clara: LUCAS, que produjo él mismo su película, reconoce que costó 110 millones de dólares, pero que desde antes que la película sea proyectada, y así se pueda juzgar su calidad, el marketing ya había hecho lo necesario para que la suma sea amortizada por la venta de “productos derivados” (maquetas de héroes extraterrestres, juguetes para reconstituir los combates, camisetas ilustradas con los episodios, etc.)

Esto demuestra hasta qué punto la preocupación comercial, y en especial la búsqueda del provecho máximo, precede la creación y determina el contenido. La difusión, que depende totalmente del marketing y de la publicidad, dirige la producción. Lo mismo rige para la edición donde, sobre todo para los grandes grupos, no hay buenos o malos libros, sino sólo libros que, llevados por la publicidad y las modas, seducen al mayor número de consumidores. Por lo tanto, obras de artista como Stendhal o, en pintura, Van Gogh serían condenadas a una gloria póstuma.

Siendo todo mercadería, ¿qué editor, qué músico, qué cineasta, qué pintor podría rivalizar, a escala mundial, con Coca Cola, Disneyland o McDonald’s?

Tal es el resultado de un sistema en donde “como cualquier valor es mercantil” y en donde la película, el cuadro, el canto, sin hablar de la televisión y su “audimat”, del periódico con su emisión y su publicidad, son mercaderías como cualquier otra, más rentables aún por ser desarraigadas y capaces de atraer a un público “mundializado” y manipulado por la publicidad comercial y la potencia conjugada de “el dinero y los medias”, como escribe Bourdieu.

Aún queda etapas por pasar para destruir todo lo que podía subsistir de la autonomía de las naciones. Primero, el derecho de acuñar moneda que constituía desde hace siglos el criterio fundamental de la soberanía, y tiene que cerrarse el siglo XX y abrirse el XXI con el proyecto de moneda única, el Euro.

Quedaba por terminar la gran empresa de mundialización, es decir de destrucción definitiva de las economías y culturas de todos los pueblos en beneficio de la mundialización del imperio norteamericano y su monoteísmo de mercado.
Fue el proyecto de Acuerdo Multilateral de Inversión (AMI) que pudo tacharse, con toda la razón, de “maquina infernal para desestructurar al mundo“.

En efecto, después de la reglamentación despótica aplicada por Estados Unidos al sistema monetario mundial (por el FMI) y al comercio internacional (por la OMC), la atadura final del mundo implicaba un tratado multilateral sobre la libertad de las inversiones.

Esta última carta del liberalismo salvaje tiene por objeto instaurar en el mundo entero la monarquía absoluta del mercado, destruyendo todos los obstáculos que se interpongan a las inversiones. Todas las multinacionales deben beneficiarse de las mismas ventajas que los inversores nacionales: libertad de inversión pero también libertad de despido de su personal, de traslado de los centros de producción y de investigación, de transgresión de las leyes del trabajo y del medio ambiente y además los Estados deben aceptar “sin condición, someter los litigios de arbitraje a una Cámara de Comercio Internacional (CCI)”.

De este organismo supranacional emite decisiones que tienen un carácter de “sentencia arbitral es definitiva y obligatoria” excluyendo, por consecuencia, todo derecho a un recurso. Incluso está previsto “para que los inversores puedan reaccionar contra el Estado que los acoge: el daño, aunque inmediato, no debe necesariamente haber sido causado antes que el diferendo pueda ser sometido a un arbitraje.”

Este proyecto reconoce abiertamente que el “AMI como todo acuerdo internacional de carácter obligatorio tendrá por efecto moderar, en cierta medida, el ejercicio de la autoridad nacional”.

Este proyecto, que regirá para todos los países del mundo, fue secretamente discutido, desde hace tres años, sólo por los miembros de la OCDE, que agrupa únicamente a los países más ricos y excluye a todos aquellos denominados Tercer Mundo, en circunstancias que conllevan consecuencias temibles con respecto al empleo y al desempleo, la salud, los servicios públicos, la protección social y el medio ambiente; en buenas cuentas: se trata de la independencia nacional.

En el plano social, la OCDE insiste sobre los beneficios de la desigualdad, definiendo el “profundización de la desigualdad” como “la lógica económica recomienda”. No se interroga sobre la pertinencia de esta lógica, sólo evoca “el aguijón de la pobreza” y acusa a las intervenciones públicas y encierra a los individuos en “una lógica de dependencia.”

Es sorprendente cómo en este programa — que implica no sólo la privatización total de las empresas, sino la exclusión de toda intervención del Estado para proteger a los más débiles — los dirigentes franceses — tanto de derecha como de izquierda — no hacen otra objeción más que invocar la “excepción cultural“. Es cierto que este es un terreno particularmente sensible, ya que tal acuerdo conducirá a la ruina, entre otras cosas, del cine francés, incrementando aún más el sangriento cine de Hollywood que invade nuestras pantallas de cine y televisión, asegurando las inversiones de los magnates norteamericanos de la información desenfrenada en la prensa y la difusión. Los espíritus y los cuerpos estarían expuestos a la manipulación de la lógica mercantil.

Por lo tanto, es toda nuestra vida y su sentido la que tiene que liberarse de los tentáculos del pulpo, o sea, de las todopoderosas multinacionales de los 29 países miembros de la OCDE que controlan los 2/3 de los flujos mundiales de inversiones, es decir, 340.000 millones de dólares en 1995.

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Paralelamente a esta conquista del tercer círculo por el simple juego de la penetración económica y de su corolario, el avasallamiento político, el sistema se extendía hacia el cuarto círculo, el de Asia, pero con otro método: el de la agresión militar. Pero siempre con pretextos “misioneros”.

La defensa de la “seguridad” norteamericana empezó a miles de kilómetros de sus costas más allá del Pacífico, en Corea, inaugurando una “mundialización” de la “guerra fría”. El pretexto fue un “ataque sorpresa” de Corea del Norte — aliada con la Unión Soviética — contra Corea del Sur, base norteamericana. En 1950, el mercado para la economía norteamericana, creado por el Plan Marshall, ya no alcanzaba para satisfacer las necesidades de la máquina industrial norteamericana, lanzada a plena velocidad desde la segunda guerra europea. Hacía falta provocar guerras nuevas para mantener el voraz sistema de “desarrollo” de dicha economía.

La guerra de Corea en 1950, la de Vietnam que durará hasta 1973, la de Panamá en 1989, la del Golfo 1991 y luego la de Kosovo en 1999, responden a esa necesidad interna del sistema. Los pretextos invocados sirven para disfrazar esta lógica sangrienta.

En Corea, así como en Vietnam, se trataba de repeler la progresión (roll back) del “Imperio del Mal”.

En Panamá, castigar a un traficante de droga, el general Noriega, que había hasta ese momento recibido de la CIA (dirigida por el señor Bush) un tratamiento igual al de un presidente de Estados Unidos, precisamente por haberse infiltrado en la mafia de la droga.

En el Golfo, se trataba también de castigar una invasión como jamás se había hecho, por ejemplo, cuando se produjo la anexión, condenada por la ONU, de Cisjordania, del Golan, el sur del Líbano e incluso Jerusalén.

Una movilización gigantesca de los medios de comunicación logró hacer olvidar que jamás Kuwait había sido independiente, ni bajo el Imperio Otomano, ni bajo el protectorado británico, hasta que en 1961, después de la decisión del general Kassem de nacionalizar el subsuelo iraquí (donde 94% estaba hasta ese momento en manos de compañías petroleras occidentales de la Irak Petroleum), el gobierno inglés, bajo la amenaza de una intervención militar, le quitó Kuwait a Irak (recordemos que Irak abastecía la mitad de la producción petrolera del país) y puso en el poder, bajo su tutela, a uno de los jefes de tribu más corrupto de Medio Oriente.

A pesar de las proposiciones de negociación pacífica y de retiro de sus tropas de Kuwait hechas por el gobierno iraquí, bajo condición de medidas análogas para los ocupantes sin título de otros territorios de la región, Estados Unidos repitió la misma operación colonialista inglesa de 1961, al precio de decenas de miles de muertos iraquíes.

La opinión pública fue anestesiada por el montaje de las agencias publicitarias de repercusión mundial por los medios de información. El caso más revelador fue el de una joven dando testimonio de la ferocidad de los soldados iraquíes saqueando las incubadoras para matar a los niños recién nacidos. Después de la guerra se supo que la “testigo” era la propia hija del embajador de Kuwait en Washington y estaba fuera de Kuwait en el momento de las presuntas “atrocidades”.

El verdadero motivo de la destrucción de Irak no podía escapar a los que conocen los mecanismos del sistema.

El ex presidente Nixon, liberado del “derecho de reserva” a causa de su retiro, escribió en el New York Times del 7 de enero de 1991: “No vamos allá para defender la democracia porque Kuwait no es un país democrático y no hay ningún país democrático en esa región. No vamos allá a combatir una dictadura, como no fuimos a Siria. Tampoco vamos allá a defender la legalidad internacional. Vamos allá, y es nuestro deber ir, porque no permitiremos que toquen nuestros intereses vitales.“

Otro analista sagaz, antiguo ministro del general De Gaulle, Alain Peyrefitte, después de haber evocado el papel del grupo de presión pro israelí en Washington, deseosos de sacarse de encima a Sadam Hussein, agregó en Le Figaro del 5 de noviembre de 1990: “El ‘lobby de negocios‘ ha llegado a pensar que la guerra podría relanzar la economía. La Segunda Guerra Mundial y los pedidos comerciales hechos a Estados Unidos, ¿pusieron fin a la crisis de 1929, de la que verdaderamente jamás se recuperó? La guerra de Corea ¿provocó un nuevo boom?

¡Bienaventurada la guerra que llevará la prosperidad a Norteamérica!”

Jamás se ha definido con tanta lucidez un mensaje como el de Jean Jaurès: “El capitalismo trae en sí mismo la guerra como la nube trae la tormenta.”

En cuanto a la agresión norteamericana contra Yugoslavia, tenía las mismas motivaciones, nada más que con matices distintos.

Sin ningún mandato del Consejo de seguridad de la ONU, atacaron a un país que no había violado fronteras ajenas y lo sometieron a bombardeos sangrientos so pretexto de una “intervención humanitaria” que jamás había sido invocada, por ejemplo, por tropelías cometidas por los turcos contra los kurdos, o de Israel contra los palestinos.

Para tratar de legitimar la acción de la coalición militar de la OTAN (la cual no fue creada para dichas misiones y ya que no tenía razón de ser después del derrumbe de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia creado para contrarrestarla), la intrusión del ejército norteamericano en plena Europa fue disfrazada como una intervención de la “comunidad internacional“, en circunstancias que la coalición satélite estaba compuesta por el club de los antiguos colonialistas rodeados por algunas comparsas, como si la “comunidad internacional” ignorase Asia, Africa, América Latina, o sea, los tres cuartos de la humanidad.

Pero esta impostura presentaba grandes ventajas: primero, tratar con consideración a la clientela de los más países árabes ricos presentándose como defensores de los musulmanes, mientras que se los masacraba en Irak y que se los dejaba aplastar, por ejemplo, en Turquía y Palestina.

Luego, dar un paso más, después de Bosnia, hacia los Balcanes y, más allá, hacia Medio Oriente y su petróleo: un simple mapa del trazado de los oleoductos de Daguestán y de la infiltración de los “Wahabitas“, el aliado de Estados Unidos en Chechenia y Daguestán, en las cercanías del Mar Caspio y de sus petróleos, sugiere sin problema las próximas etapas de la operación, en previsión de la ineluctable caída de Yeltsin, ese político prostituido que entrega su país a Estados Unidos. La restauración del capitalismo bajo su forma más sórdida, en algunos años, ha transformado la segunda potencia del mundo en un país del Tercer Mundo explotado por una mafia de traficantes vueltos multimillonarios gracias a su colaboración con el proveedor de fondos, mientras que la inmensa mayoría de un gran pueblo cayó en el desempleo, la mendicidad, el tráfico y consumo de droga y la delincuencia.

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La doctrina inspiradora del sistema a través del más potente sistema militaro-industrial en el mundo, dejó de ser un secreto.

Le debemos a un profundo analista de la geopolítica y de las relaciones internacionales, M. Paul-Marie de la Gorce, la publicación de dos informes fundamentales sobre las líneas directrices de la estrategia norteamericana a escala mundial. Uno es de Paul D. Wolfowitz y el otro es del Almirante Jeremías, adjunto al presidente del Comité de los jefes de Estado Mayor.

Aquí transcribimos algunos extractos de estos documentos del Pentágono:

“Al fin y al cabo, el orden internacional está garantizado por Estados Unidos y éstos tienen que ponerse en situación de actuar independientemente cuando no puede organizarse una acción colectiva o, en caso de crisis, requiriendo una acción inmediata.”

“Tenemos que actuar con el fin de impedir la emergencia de un sistema de seguridad exclusivamente europeo que podría desestabilizar a la OTAN.”

“La integración de Alemania y Japón en un sistema de seguridad colectiva dirigido por Estados Unidos…

“Convencer a eventuales rivales que no necesitan aspirar a jugar un papel más importante.” Para llegar a ello, este estatuto de superpotencia única “tiene que apoyarse en una actitud constructiva y una fuerza militar para disuadirlas a desafiar el liderazgo norteamericano o cuestionar el orden” y éstos “tienen que tomar en cuenta los intereses de las naciones industriales avanzadas, suficiente como para disuadirlas de desafiar el liderazgo norteamericano o procurar cuestionar al orden económico y político establecido”.

(Citados por Paul-Marie de la Gorce en Le Monde Diplomatique de abril de 1992)

Entre varios textos públicos éste, publicado en la revista especializada de la marina de guerra norteamericana, confirma dichos objetivos:

Tenemos que mantener nuestro “acceso sin trabas a los mercados económicos del mundo entero y a los recursos necesarios para apoyar nuestras necesidades industriales”. Lo cual requiere: “una capacidad creíble de penetración armada” con “fuerzas verdaderamente expedicionarias” capaces de llevar a cabo un abanico de misiones que van desde la contrainsurrección hasta la guerra psicológica, pasando por el despliegue de “fuerzas de toda índole”.

“Tenemos que tener presente el rápido desarrollo tecnológico de armas a las que las nuevas potencias regionales del Tercer Mundo podrán tener acceso; así es que tenemos que desarrollar las capacidades militares destinadas a explotar las implicaciones de la electrónica, de la genética y demás tecnología… si nuestra Nación quiere afirmar su credibilidad militar a lo largo del siglo venidero.”

Gray: “Marine Corps Gazette” (Mayo de 1990)

El 3 de octubre de 1990, Estados Unidos viola unilateralmente, al mismo tiempo el tratado que prohíbe totalmente las pruebas nucleares y los acuerdos firmados en Moscú con los norteamericanos sobre los misiles antimisiles, pues la lógica de dichos armamentos iba a multiplicar por el mundo los centros de lanzamiento de armas atómicas para saturar las defensas del enemigo aquellos que, junto con Reagan, sueñan en la “guerra de la estrellas”.

El último experimento norteamericano del 3 de octubre, dotado de un presupuesto de 10.500 millones de dólares recuerda tristemente “la iniciativa de defensa estratégica” de Reagan y da la señal de partida de una nueva etapa en la carrera armamentista nuclear.

Estados Unidos prepara el desequilibrio del terror.
No se trata de una innovación reciente, sino de una constante en la estrategia del sistema. Por ejemplo, recuerda un historiador de la diplomacia norteamericana, que ya era la opinión del presidente Eisenhower en cuanto a estrategia, anota el historiador Richard Immerman que “para él [Eisenhower], la fuerza y la seguridad norteamericana dependían esencialmente del acceso a los mercados y las materias primas del mundo, y en especial del Tercer Mundo, el cual había de ser estrechamente controlado.”
ImmermanDiplomatic history” (verano de 1990)

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El resultado global del norteamericanismo es una polarización creciente de la riqueza en manos de grandes grupos industriales y la miseria de las multitudes, en especial en los países “subdesarrollados” por su dependencia hacia el antiguo y el nuevo colonialismo, que los convirtieron en apéndices de la metrópolis por el monocultivo y la monoproducción, en detrimento de las huertas y de las actividades que satisfacen necesidades de los autóctonos [10].

Entre 1975 y 1992 se triplicaron los grupos transnacionales: pasando de 11.000 grupos con 82.000 filiales a 37.500 grupos que controlan 207.000 filiales.
Estos grupos poseen la mitad de las riquezas productivas mundiales y el 80% de ellos tiene su sede en Estados Unidos, Europa o Japón.

Este movimiento de concentración del capital no ha dejado de amplificarse, hasta tal punto que la “Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo” (CNUCED) mostró en su informe de 1998 sobre inversiones mundiales que cien grupos económicos han llegado a ser los “dueños del mundo” en el sistema actual de “mundialización“, gracias a un número creciente de “fusiones”, las cuales son facilitadas por el juego dominante de las privatizaciones. La CNUCED subraya que las transacciones de este tipo ocurridas en el primer trimestre de 1999 ya equivalen al total de las “fusiones” de 1998.

Por esta vía no deja de profundizarse el abismo entre países ricos y países pobres [11]. Así es como Africa, el más desheredado de los continentes, no recibió, el año pasado, más que el 1,3% de las inversiones.
En treinta años, entre 1950 y 1980, la diferencia entre el Norte y el Sur que era de 1 a 30, ha pasado de 1 a 150. ¡Es lo que políticos y medios de información llaman “las décadas del desarrollo“!

Esta caída prosigue: si en 1980, el 33% de la población del Tercer Mundo estaba subalimentada, en 1988 la cifra llegaba a 37% (UNICEF: “Situación mundial de la niñez”, 1990).

Las leyes del sistema hacen que crezca la distancia, incluso en los países “ricos” entre los que tienen y los desposeídos: en 1991, el 5% de los norteamericanos poseen, en Estados Unidos, el 90% del patrimonio nacional. En Francia, 6% de la población posee el 50% del patrimonio nacional, mientras que el 94% dispone de la otra mitad.

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El balance global del sistema del norteamericano, es aquel del capitalismo en su forma más acabada: haber fabricado un “mundo dividido” — primero entre el Norte y el Sur — en el cual cada año mueren 45 millones de seres humanos de hambre o desnutrición, entre los cuales figuran 13,5 millones de niños (cifras de la UNICEF). Es decir que el modelo de crecimiento del cual Estados Unidos es el ejemplo más perfecto, aunque ampliamente imitado o impuesto en el mundo, le cuesta a la humanidad un número de muertos equivalente a un Hiroshima cada dos días [12].

Cuando el señor Bush proclama: “Hay que crear una zona de libre mercado desde Alaska hasta Tierra de Fuego”, y cuando su Secretario de Estado, John Baker agrega: “Hay que crear una zona de libre mercado desde Vancouver hasta Vladivostok”, el debate más importante del siglo viene a ser: ¿dejaremos crucificar a la humanidad en esa cruz de oro?

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Hemos intentado comprender y analizar el mecanismo interno del norteamericanismo, su origen mítico, extraterrestre, extrahistórico, que le confiere, por derecho divino, el dominio del mundo al que tiene por misión recrear.

En ello lo guía la “mano invisible” que es a la vez la de DIOS y la del mercado providencial concebido por Adam Smith.

Su objetivo no es participar en la creación continua de la Historia, como los otros pueblos, sino al contrario, a través del triunfo total de los objetivos de su “destino manifiesto”, alcanzar “el fin de la Historia”, así como lo definió Fukuyama “cuando las leyes divinas del mercado reinen sin obstáculo en el mundo entero.”

Por supuesto, este proyecto divino está inscrito en una historia, así como siempre lo han sido todos los mensajes y mensajeros de Dios, pero, igual que en la Lógica de Hegel, el resultado final ya estaba virtualmente contenido en el proyecto inicial.

O sea, no estamos ante una nación o un imperio que se fija, en tal coyuntura favorable, una ambición imperial a través de conquistas sucesivas adueñándose de los territorios de otras naciones, sino un desarrollo suprahistórico. Aquí, el mandatario de Dios recupera en dos siglos su propio territorio, que es el planeta entero, del que Dios le ha confiado la recreación, aportando la “civilización”, la única auténtica, y la “modernidad” del desarrollo, a veces a unos bárbaros como los indios o negros, a veces a naciones demasiado atrasadas como para poder defender sus identidades particulares y sus culturas.

Una gran parte del mundo ya está “norteamericanizada” y primero nuestra Europa, a tal punto que el antinorteamericanismo se ha vuelto una crisis interior tanto a escala de la nación como de la persona. ¿Debemos dejar que esta globalización mercantil de la economía, de la política, de la cultura, bajo la única regulación del mercado, reduzca todos los “valores” (incluso estéticos o morales) a valores mercantiles? ¿O vamos a unirnos a los primeros centros de resistencia que, desde América Latina hasta Asia, resisten a la nivelación de los espíritus por exigencias ciegas de la competitividad, que vuelve a los ricos cada vez más ricos y menos numerosos, y a los pobres, cada vez más pobres y más numerosos? ¿Resistiremos al aplastamiento darwiniano de las multitudes por los oligarcas de las finanzas, de la comunicación y de las armas?

¿QUÉ HACER?

El norteamericanismo es una enfermedad que se ha propagado hoy en día en todo el planeta y que debemos combatir en el interior de nosotros mismos y nuestros países.

El medio más eficaz no debe ser la violencia; primero, porque serviría al mantenimiento del sistema que como ya lo hemos visto, necesita periódicamente una guerra para “mantener la coyuntura económica”, y después porque su poder de destrucción es considerable. Aunque su ejército sea uno de los más mediocres del mundo, no por la cobardía individual de los soldados, sino porque no están motivados por ningún proyecto. Sus generales sólo les dan como objetivo: destruir. El discurso del general norteamericano, comandante en jefe en Yugoslavia, no les asignaba otra cosa que: “Venimos a destruir…”.

El otro axioma fundamental del Pentágono es la guerra “cero muerto“, es decir, el poder de destrucción sin riesgos, llevada a cabo por bombardeos a una altitud inaccesible para la defensa. Es significativo cómo el Estado Mayor sabe que — después de la guerra de Vietnam — una batalla en tierra contra adversarios motivados por un ideal, los conducirá a un desastre, incluso si la correlación de fuerzas materiales está a favor del atacante.

El mito de los “golpes quirúrgicos” está destinado a ocultar el hecho de que — por ejemplo, durante la guerra del Golfo — sólo el 7 % de la aviación norteamericana estaba equipada de este dispositivo, que pretendía ser infalible, para llegar a objetivos militares, y que el 93 % de los bombardeos se contentan con largar ciegamente sus misiles, destruyendo indistintamente: desde escuelas hasta hospitales, desde fábricas de medicamentos (como en Sudán) hasta aglomeraciones civiles. En Kosovo bombardeaban de tan lejos que confundieron un tractor con un tanque.

Esto no implica ninguna condena a la resistencia armada. La “Intifada” de los palestinos es, desde este punto de vista, ejemplar, a pesar del costo humano. Un pueblo desarmado, sin más que las piedras de su patria milenaria, para desafiar a un ocupante armado hasta los dientes. A pesar de la relación de fuerza de mil contra uno, la resistencia de este pueblo ponía fin al mito de una “tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”. Viejo eslogan sionista retomado aún por Golda Meir. Así, un pueblo demuestra, con su resistencia heroica, su existencia y su fe.

Pero la victoria final vendrá cuando el gigantesco aparato destructor del complejo militar-industrial de Estados Unidos no pueda mantener ya más en el mundo sus fuerzas mortíferas.

Ahora bien, este coloso con los pies de arcilla tiene un punto débil: la vida artificial de la Bolsa, donde los bancos después de mucho tiempo no cumplen el papel que les corresponde: el de recolectar ahorros para invertir en las empresas productivas de bienes y servicios; en cambio se entregan a una actividad especulativa deduciendo “comisiones” sobre transacciones reales o ficticias, sobre “valores” que no tienen a veces otra realidad que su cotización en la Bolsa.

Es suficiente que la duda se instale, sobre la solvencia de esos títulos, para que la cesación de pago en cadena se desmorone como un castillo de cartas o un dominó. Los bancos que habían apostado, como en el casino, sobre acciones que vuelta a vuelta se alumbraban y daban beneficios fabulosos e instantáneos, o se apagaban con el mínimo viento de rumores bursátiles, ya que apostaban sobre “especulaciones” (en el sentido financiero pero también filosófico de la palabra) y no sobre una economía real. [13]

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LOS MITOS DE LA HAZAÑA DE LA ECONOMÍA NORTEAMERICANA

1.-El crecimiento

En Estados Unidos el crecimiento es más fuerte que en Europa. Ello se debe a dos factores:

a.- Los trabajadores norteamericanos han aceptado una intensificación del ritmo de trabajo, a una prolongación del tiempo de trabajo y a una fuerte reducción de salarios en los empleos menos calificados, en otras palabras, han consentido en una aumentación de la desigualdad.

b.- Las presiones ejercidas sobre el nivel de salarios en Estados Unidos, son tanto más fuertes que los bajos salarios impuestos en los países más pobres (no sólo en el sudeste de Asia sino en México, por ejemplo, después de los acuerdos de ALENA [Accord de libre-échange nord-américainTratado de Libre Comercio de América del Norte – TLCAN] ) apremiando a los obreros norteamericanos a aceptar salarios “competitivos”, donde la tendencia es aproximarse a los salarios de los mexicanos o al de los asiáticos.

Una forma de “crecimiento” como esta implica necesariamente “desigualdades” a escala nacional como internacional.

2.-La tasa de desempleo es menor en Estados Unidos que en los países europeos.

Primero porque Estados Unidos literalmente ha “exportado” el desempleo hacia Europa, en particular por la manipulación monetaria: la devaluación del dólar que ha “dopado” las exportaciones haciendo bajar los precios. Después, como escribió Luttwak: “la casi ausencia de desempleados, en Estados Unidos, se explica por la simple razón de que el Estado no se ocupa de indemnizarlos.”

Llevando ésta lógica hasta su más absurda crueldad, podríamos, de un día para otro, terminar con la desocupación no indemnizando nunca más a nadie. Habrá cadáveres en las cunetas pero las estadísticas serán resplandecientes: no habrá más desempleados. Evidentemente esta “lógica” es la del sistema neodarwiniano: la eliminación de los más débiles.

3.-El “nivel de vida” de la mayoría de los norteamericanos es superior a la de los europeos.

Esto es verdad si no se tiene en cuenta que 33 millones de norteamericanos viven por debajo del nivel de pobreza y de hecho un niño sobre ocho, en el país más rico del mundo, no se alimenta suficientemente.

El déficit del Estado alcanzó los 620 millones de dólares en 1995, y 1.550 mil millones de dólares en 1998, y en el estado actual alcanzará los 3.450 mil millones de dólares en el 2000, es decir, 36% del “producto nacional bruto “.
El endeudamiento del sector privado supera los 5.000 millones de dólares. En pocas palabras, Estados Unidos gasta más de lo que gana y vive por debajo de la media. No es necesario ser un “economista distinguido” para comprender que una deriva de este tipo no puede prolongarse indefinidamente.

Como escribe el profesor Michel Beaud: “A primera vista, están dadas todas las condiciones para una crisis bursátil”.

Por lo tanto, actualmente existe la amenaza de una explosión de la “bola especulativa”, una amenaza de que el “turbo-capitalismo” produzca un crac más catastrófico que el de 1929.

Primero, porque el Estado norteamericano será incapaz de parar la avalancha a causa de su deuda, la deuda de los municipios y de los condados, que han pasado de 150 millones en 1970 a 598 millones de dólares en 1989.
“Hay un defecto fatal en el funcionamiento del actual sistema; los bancos, que son los pilares, no tienen objetivamente ningún interés en hacer inversiones (o lo que sea) a largo plazo. Las ganancias no vienen de dividendos, intereses o beneficios ligados a actividades productivas, sino de comisiones provenientes de cada transacción. Cada vez que los banqueros otorgan un préstamo reciben una comisión. Existen corrientemente comisiones de varios millones de dólares; millones de dólares ganados en unos días o en algunas horas y ese dinero es generosamente otorgado, bajo forma de salario o prima, a los mismos banqueros de negocios. El dinero realmente invertido a fines productivos es, desde su punto de vista, dinero que duerme y que es inútil. Lo que buscan son transacciones tan numerosas como posibles.

El resultado de todo esto es desviar millones de dólares (que podrían haber ido a la construcción, a los fabricantes de equipos o a la investigación) hacia las cuentas corrientes personales de los banqueros.

En Estados Unidos, en plena penuria de capitales, consecuencia del consumo desenfrenado, de la debilidad del ahorro y del financiamiento de gastos públicos por préstamos incesantes en lugar de impuestos, las penurias de capitales ‘pacientes’ disponibles es aún más grande. Por lo tanto, toda inversión realmente productiva debe ser paciente: las fábricas no se construyen en un día.” [14]

“El endeudamiento privado alcanza el nivel colosal de cinco mil millones de dólares, cifra igual a 9 décimos del total de ingresos privados.” [15]

Entre otras cosas, a pesar de la devaluación sucesiva del dólar, la balanza comercial es, a corto plazo, ampliamente deficitaria. Su déficit se incrementa a causa de una consumición desenfrenada, que hace vivir la nación por debajo de su media (de ahí el monto de la deuda privada). Otros motivos son: el empobrecimiento del Tercer Mundo, el crecimiento del desempleo — incluso en los países más desarrollados — baja constante de ingresos de la mayoría de la población. Incluso en Estados Unidos, es evidente que un crecimiento de este tipo no puede ser indeterminado, ya que el número de clientes solventes en el mundo es cada vez más restringido.

Es ahí donde se encuentran los medios más eficaces (y los más pacíficos) de lucha, y, al mismo tiempo, las responsabilidades personales de cada uno. No se trata de manifestar dando balidos contra le norteamericanismo, que presenta un peligro mortal para nuestra economía, para nuestra independencia política, nuestra cultura, nuestras artes y nuestra espiritualidad; en pocas palabras, para el sentido mismo de nuestra vida. La economía norteamericana no podría soportar, incluso parcial, la pérdida de uno o dos millones de sus clientes. Irá indefectiblemente a la quiebra.

La inmensa mayoría de nuestra población sufre la invasión norteamericana en todas las dimensiones de la vida: multitudes visten el uniforme norteamericano con sus pantalones y remeras Levi’s y los hombres sándwichs para las publicidades de marca o incluso las universidades estadounidenses. Una gran mayoría de nuestros jóvenes prefieren la Coca Cola en lugar de otras bebidas y fuman Marlboro, los niños consideran casi siempre que una comida en un McDonald’s es una recompensa; las películas de violencia o de terror (y los casetes videos y disquetes que las reproducen) dominan el mercado en un 80%, y los juegos interactivos que inculcan el gusto por el terror, entregados a domicilio por la televisión hollywoodiense que reina desde Taî-peh a Sao Paulo, como desde París a Dákar.

Y sobre todo, los gobiernos que abastecen al Pentágono con sus “yanaconas” y sus escuderos bajo órdenes norteamericanas, comprando por millones de dólares aviones de combate y otros armamentos a las grandes firmas norteamericanas que completan, de esta forma, los regalos del gobierno norteamericano a las grandes empresas: su presupuesto toma a cargo la investigación y el desarrollo a intervalos de “horas/guerra”, lo dijo Alain Peyrefitte, y que aseguran periódicamente un boom confortable a la economía.

Ahora bien, todo esto es posible gracias a nuestro cobarde consentimiento.

¿Por qué no exigirles a todos los candidatos a un Parlamento?:

El compromiso, sin equívocos, de no aceptar ningún contrato de compra de armamento a Estados Unidos (ya que ahí radica el principal desafío).

El compromiso, sin equívocos, de exigir de parte del gobierno su retiro de organizaciones que son, alrededor del mundo, los tentáculos del pulpo, tales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que ya han arruinado al Tercer Mundo, y en donde los métodos de “privatización”, de reducción de prestaciones sociales, de fusiones, de OPA, de regulación, de traslado, conducen a despidos y a la “flexibilidad salarial”, es decir, a aceptar resignados la reducción de salarios.

Aquí comienza a ejercerse directamente las responsabilidades personales: rehusar el pago de la tasa televisiva, por organizaciones de televidentes haciéndolas masivas, si nuestras pantallas continúan saturadas de películas de segunda categoría provenientes de la producción hollywoodiense con sus “terminators” y sus Tarzanes ensalzando al más fuerte. Lo mismo para las salas de cine que nos proyectan la misma basura.

Acordarse que todo consumo de Coca Cola y de McDonald’s son subvenciones para el ocupante. No hay que olvidar que los Disneylandias son no sólo unos explotadores de mano de obra barata, sino que contribuyen masivamente a la corrupción y a la destrucción de nuestra cultura, retomando los temas exteriores a nuestro folclore para transformarlos en máscara espectacular de sus valores: la victoria de la fuerza, de la riqueza y de la trampa.

Tampoco hay que olvidar la corrupción que nos han introducido. Por ejemplo, en nuestro deporte, que no tiene otra vocación que la de formar a jóvenes deportistas sanos y robustos, reina la publicidad. O la compra de algún campeón, hacer espectáculos rentables a través de la venta a los canales de televisión o la publicidad en los estadios, o la edición de camisetas de ídolos que se alquilan a la medios publicitarios, o por la explotación de jóvenes obligados a realizar proezas y que no tienen otra elección que la de ser comprados por clubes ricamente patrocinados o ser excluidos y perder su empleo y su carrera, y como si no fuera suficiente, están obligados a aceptar drogas y doparse para mantenerse en el equipo.

Por último, el 74 % de los recursos naturales se encuentra en el Tercer Mundo, pero son controlados y consumidos por sólo el 20 % de privilegiados del planeta. Es posible, gracias a un cambio radical de nuestras relaciones con el tercer Mundo, proceder, no a “tecnológicas” -que aumentan la dependencia y no responden a las necesidades de los pueblos- sino mediante “trueque”, que eliminaría así al dólar como moneda internacional de intercambio, dándole nuevamente a cada pueblo la posibilidad de desarrollarse en un sentido verdaderamente humano, según su historia, su cultura, según lo que puedan aportar y no según las modas económicas importadas de países donde la riqueza de una minoría tiene como corolario , la miseria de los más numerosos. Se trata de un aporte no en función de la ‘mundialización‘ imperial [made in USA] al servicio del colonialismo unificado, sino de un nuevo universalismo fecundado recíprocamente por todas las civilizaciones.

Dependerá de nosotros (sin olvidar que esto implica un sacrificio personal) impedir que los provisorios amos del mundo nos conduzcan, en el siglo XXI, a un suicidio planetario debido al agotamiento y la contaminación del medio ambiente, al empobrecimiento y la destrucción de hombres y mujeres, a la explotación, la corrupción y la exclusión del ser humano en nombre de un neodarwinismo social que implica la eliminación del más débil, o a trabajar colectivamente y personalmente por la resurrección.

El problema del antinorteamericanismo, no es geográfico ni racial, sino fundamentalmente religioso. Puesto que es un acto de fe escoger entre una vida desprovista de sentido y la resurrección de los hijos del hombre, porque es del hombre de quien se trata.

Roger Garaudy

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ANEXO

Las Ediciones Odile Jacob han publicado un libro consagrado al análisis del “sistema” capitalista. Está escrito por un especialista norteamericano creador de empresas, teórico de lo que él mismo llama “turbo capitalismo”, experto de varias instituciones económicas privadas y públicas en Estados Unidos.

Partiendo de un punto de vista opuesto al nuestro, nos da los mismos análisis sobre el sistema, él con alabanzas y proponiendo su universalización, nosotros a través de la crítica y del llamado a su destrucción.

Este paralelismo testimonia una gran fuerza de objetividad de dos análisis describiendo un mismo fenómeno. Por eso nos ha parecido deseable invitar a todos los que se interrogan sobre el sentido del movimiento histórico de nuestra época, a que lean el libro de Edward N. Luttwak para constatar que, sea cual sea el punto de vista en el cual nos coloquemos (alabadores o críticos), se trata de la misma realidad, del mismo movimiento.

Es por eso que nos parece necesario, para presentar el libro de Luttwak, adjuntar un informe sin tergiversación, dándole al autor la palabra (la última palabra) anexada a nuestra formulación. Extractos hechos a partir de sus propias citaciones para incitar al lector a leer la obra en su integridad, con el fin de poder juzgar en el debate que nosotros proponemos.

Aconsejamos meditar atentamente sobre este libro: uno de los más profundos dentro del estudio de la economía de nuestro siglo, se trata de

Le turbo-capitalisme” de Edward N. Luttwak,

Ed. Odile Jacob. París. 1999. He aquí unos extractos significativos:

Página 19. El mundo entero esta condenado a adoptar, en muy corto plazo, el nuevo modelo económico inventado por Estados Unidos.

Página 50. Se resume así: privatización + desrregulación + mundialización = turbo capitalismo = prosperidad

Página 53. Sus seguidores no lo nombran así. Se contentan con el término “libre mercado”, pero lo que entienden por tal va mucho más allá que la simple facultad de comprar y vender. Ellos veneran, profesan y reivindican un modelo: el de las empresas privadas, liberadas del control administrativo, que escapan al contrapoder de sindicatos eficaces, desprovisto de consideraciones sentimentales concernientes a la suerte de los empleados y de las colectividades locales, ignorar las barreras aduaneras o las limitaciones a las inversiones y liberarse, lo más que se pueda, de las punciones de los impuestos. Esto reclaman con insistencia, la privatización en todas las esferas, y la conversión de todas las instituciones públicas — desde las universidades hasta los jardines botánicos, desde las prisiones hasta las bibliotecas, desde las escuelas primarias hasta los geriátricos — en empresas administradas según los criterios de rentabilidad.

Página 150. El movimiento de privatización de las empresas públicas apunta a acrecentar la productividad, eliminando el exceso de personal y reemplazando, cada vez que sea posible, los empleados eficientes por maquinarias aún más eficaces. En Gran Bretaña, la privatización de compañías de teléfono, de gas, de electricidad y la siderúrgica, la British Airways y la British Rail, condujo a la supresión de más de 300.000 empleos.

Página 150. En Francia y en Italia, donde el sector público controla sectores enteros de la economía, las privatizaciones permitirán una ganancia significativa de productividad. Las consecuencias serán favorables para el producto nacional bruto y desastrosas para el mercado del trabajo.

Página 153. La modificación de la legislación del trabajo debe apuntar a facilitar los despidos (preaviso limitado a un mes y reducción de las indemnizaciones), limitar las vacaciones pagadas y el costo de las horas suplementarias, etc.

Página 93. Para los dirigentes de empresas, evitar por todos los medios los despidos incentivando la formación permanente, a fin de desarrollar las competencias y la lealtad del personal, evoca para ellos una incorregible sensiblería femenina, totalmente desplazada en nuestro universo neodarwiniano.

Página 88. Reduciendo el personal en todos los niveles — desde la cadena de ensamblaje hasta las oficinas de estudio, desde los servicios administrativos a los ejecutivos — , Boeing ha logrado desembarazarse de 45.000 empleados entre 1992 y 1996. Wall Street está entusiasmada constatando que la reducción de sus costos de producción se acompañan de un crecimiento de las ventas en el mercado de la aviación civil, en plena fase de expansión.
Página 89. En Wall Street, las acciones, hasta ese momento deprimidas, registran un aumento de 1,69 dólares, para alcanzar el pico de 50,63 dólares. … analistas y agentes de cambio interpretan las previsiones de despidos masivos como índice de una brillante gestión. [16]

Página 112. Una empresa que crea empleos — según los cánones de la nueva ortodoxia que condena todo factor susceptible de reducir la rentabilidad — está mal administrada.

Página 114. Es evidente deducir de esta comparación que, donde el capital es fructífero, el empleo es raro, y viceversa.

Página 112. No dejaremos de citar los sucesos de la exportación de alta tecnología norteamericana, en particular la informática, orgullosa de los nuevos titanes, para ilustrar la legitimidad de la liberación de cambios, es decir, los esfuerzos logrados por Estados Unidos para unificar la economía mundial negociando el levantamiento de todas las barreras sobre el comercio, las inversiones o las licencias. En contrapartida, la pérdida neta de casi dos millones de empleos — según las estimaciones menos sombrías — ligados a las importaciones en otros sectores, es considerada una negligencia porque se trata de empleos poco calificados en ramas en decadencia.

Página 25. El turbo capitalismo, gran destructor de privilegios, no afecta solamente a los trabajadores sindicalizados. Los pequeños comerciantes, que gozan de monopolios locales para la distribución de sus productos, son empujados a la quiebra a causa de la proliferación de supermercados o de negocios en cadena.

La mundialización

Página 30. La mundialización consiste al fin de cuentas y por lo esencial, en trasladar la producción y no en acrecentarla; sin embargo, toda transferencia internacional pone en juego intercambios de divisas y casi siempre otras operaciones financieras, como la toma de posición en los mercados, para compensar las tasas de cambio desfavorables.
En consecuencia, la llegada del turbo capitalismo se acompaña en todas partes de un aumento del sector financiero y bursátil, sin relación con la “economía real”, es decir, el de las haciendas, las fábricas y los comercios.

Página 279. Naturalmente, la repartición de los ingresos cambiará aún más, llegando a ser más desigual, según el modelo de Estados Unidos, donde los ahorros de los más ricos, es decir un 5% del total, han visto aumentar sus ingresos de 15-16%, en los años 70, a 17-18%, a comienzos de la década siguiente, luego en 1996 a 21,4%.

Página 40. Una noción importante subentiende la regla del turbo capitalismo norteamericano: digan lo que digan las Sagradas Escrituras, la posesión de riquezas no constituye una traba a la virtud. Al contrario, según la doctrina de la predestinación, señala un favor divino.

Página 41. Los máximos ganadores no son sólo respetados por su “savoir faire“, sino también por simplemente saber, al menos para aquellos que (les prestan). Además son casi siempre solicitados para responder a las grandes cuestiones de la actualidad, incluso se trata de temas alejados de su competencia. Por ejemplo, en el transcurso del año 1997, Bill Gates, campeón de marketing de programas informáticos, y Georges Soros, campeón de la especulación de divisas, han sido citados sin descanso y con la más gran deferencia, por el conjunto de los medios de difusión norteamericanos, sobre temas tan diversos como los del porvenir de la educación pública o la legislación sobre las drogas. Sus interlocutores consideraban como una evidencia que la condescendiente sabiduría era igual a la envergadura de sus ingresos. Esta consideración deriva en línea directa de la regla número uno, donde las implicaciones van más allá de una simple legitimación moral, acorde con el enriquecimiento. Lejos de ser estigmatizados por sus ansias, los ganadores son altamente estimados. Y los máximos ganadores serán santificados.

Página 44. Así como la facultad de enriquecerse confirma la santidad, la incapacidad a escapar de la pobreza otorga tenaz un olor a pescado.

Página 130. La explosión hacia la cumbre de los ingresos se combina con la exclusión a la base.

Página 131. Dejemos de lado la visión holliwoodiense que asocia la pobreza con color de la piel para volcarnos sobre las cifras. En Estados Unidos, en 1996, sobre un total de 36.529.000 personas calificadas oficialmente como pobres, 24.650.000 eran blancos, de los cuales 16.267.000 “blancos no hispánicos”, y 9.694.000 negros.

Página 277. Para 60 millones de asalariados sus ingresos en dólares reales eran más elevados a principio de 1970, cuando la economía estaba todavía reglamentada. Por otro lado, más de 17 millones de asalariados a tiempo completo — haciendo 40 horas por semana, en 50 semanas al año — se encontraban por debajo del nivel de pobreza.

Página 100. Le existencia de este desecho económico explica la tasa de criminalidad excepcionalmente elevada en Estados Unidos y la persistencia de “zonas prohibidas” en inmensas ciudades.

Página 21. Entre estos 60 millones de norteamericanos con menos suerte, numerosos son los que, después de haber perdido su puesto en la industria o en los servicios, han tenido que aceptar empleos precarios y mal pagados dentro del ramo de la venta, servicios de vigilancia, comida al paso, manutención o limpieza. Esta movilidad hacia abajo ha tenido como efecto arrojar del mundo del trabajo a los subproletarios. Sus representantes constituyen — según las estadísticas más recientes — el grueso batallón de 1,8 millones de norteamericanos que pueblan las prisiones. A todo esto hay que agregarle 3,7 millones de personas en libertad condicional o en espera de un juicio. Así, el total de la población criminal asciende a 5,5 millones de personas, es decir, el 2,8% de la población adulta, dos veces más que en 1980, cuando el turbo capitalismo estaba en sus primeros balbuceos.

Página 86. En 1995, 4,9 millones de norteamericanos estaban bajo control judicial: 2,8 millones condenados a penas en suspenso, 671.000 en libertad condicional, 958.704 encerrados en prisiones del Estado, 95.034 en prisiones federales y 446.000 en prisiones locales. Comparado con la población total del país (hombres, mujeres y niños) estas cifras significan que 1 individuo sobre 189 se encuentra detrás de las rejas, lo que representa un aumento espectacular con relación a las cifras, de por sí muy elevadas en 1980, de 1 sobre 480. Desde entonces las cifras no dejan de progresar: a fines del primer semestre de 1997 ascendió a 5,5 millones.
Los norteamericanos ya no se asombran de las dimensiones gigantescas de esta “sedición” permanente, mismo si los 18 millones de robos menores, los 3 millones de robos con violencia, los 1,6 millones de robos de autos, el millón de agresiones a mano armada, las 639.000 estafas, las 102.000 violaciones y las 23.000 muertes, y según las últimas cifras han aumentado en la proporción de 6 a 10% por año y se expanden desde hace tiempo en la periferia y en las pequeñas ciudades, que en otros tiempos eran tranquilas.

El FBI contó una muerte todos los veintidós minutos, una violación todos los cinco minutos, un robo todo los cuarentainueve segundos, un robo de auto todo los treinta segundos, un robo con agresión todos los diez segundos, etc.

Página 138. De ciertas encuestas surge el hecho que el tráfico de drogas genera un ingreso de 12.500 dólares por año. En 1987, representaba la profesión más rentable que se ofrecía a aquellos sin educación. En otros términos, toda la información disponible corroboraba que el “personal” implicado en el tráfico de droga había elegido la orientación más racional y ni siquiera el mejor consultor en recursos humanos pudo oponer argumentos decisivos.

Página 138. En realidad, cada país desarrollado está condenado a engendrar su propia “clase peligrosa” de desempleados crónicos y sus respectivos asociados. ¿A qué ritmo? Tan rápido como los servicios públicos sean concedidos a actores privados, o por la pérdida de sus recursos, o por la desaparición de reglamentaciones comerciales, o por todo otro obstáculo en el funcionamiento del mercado; nuestro nuevo mercado libre, informatizado y mundializado.

Página 137. La criminalidad por sí sola cumple una función social. Lejos de ser la expresión de una deriva, aparece como una elección racional. Una investigación llevada a cabo sobre el tráfico de droga en Washington, y analizando en detalle el conjunto de las sentencias invalida las opiniones establecidas. Según sus conclusiones sólidamente sostenidas, el tráfico crea una buena cantidad de empleos y permite inversiones fructíferas. La investigación demuestra también que la elección de los empresarios y los empleados que se dedican a esta actividad resultan de un análisis consecuente de la situación. La investigación se vuelca sobre los casos de más de 11.000 traficantes regulares y alrededor de 13.000 ocasionales. Para el conjunto de la corporación, el ingreso neto después de los gastos asciende a 300 millones de dólares. Incluso si se imputan, según los métodos de las compañías de seguros, un valor monetario al riesgo real de muertes violentas o de heridos dentro del marco de una competencia feroz, o al riesgo menor de arresto y de condena.

El gran dilema

Página 296. Dar rienda suelta al turbo capitalismo, a la manera norteamericana y británica, conducirá a agravar las desigualdades de los ingresos, a cambio de un crecimiento económico no tan extraordinario. Resistir al turbo capitalismo, protegiendo los salarios y manteniendo las reglamentaciones comerciales, o incluso el sector público que pesa sobre las firmas, desalentando el espíritu de empresa, frenando la innovación técnica, desembocará en un crecimiento menor y en un desempleo estructural mucho más importante.

El turbo capitalismo se propaga sin ningún obstáculo para llevar a cabo la fragmentación de las sociedades en donde habrá una pequeña minoría de ganadores, una masa de perdedores, o pobres más o menos a gusto, y rebeldes que no respetan más las leyes. No sólo los lazos sociales están desgarrados, sino también los lazos familiares corroídos.

Página 297. Tal es el gran dilema al cual estamos hoy en día confrontados. Hasta el momento, ningún gobierno occidental ha propuesto algo mejor que dejar que el turbo capitalismo se propague sin trabas, con la esperanza que un crecimiento más rápido resuelva todas las dificultades. En lugar de esto, el turbocapitalismo intensificará la fractura entre la Silicon Valley de los héroes y el desfile de los desesperados. Lógicamente todo conduce a esto, pero las fuerzas políticas dominantes no quieren verlo.

Comparado a la esclavitud de la difunta economía comunista, de la debilidad del socialismo burocrático y de los grotescos fracasos de los nacionalismos económicos, el turbocapitalismo es globalmente superior en el plano material y a despecho de su poder de corrosión sobre la sociedad, la familia y la cultura, no es verdaderamente inferior en el plano moral. Por lo tanto, aceptar que el turbocapitalismo extienda su imperio en todas las esferas — desde las artes hasta el deporte, sin hablar de la economía — no puede constituir la finalidad de la especie humana.


NOTAS

[1] Edward N. Luttwak, Le turbo-capitalisme, Ed. Odile Jacob, Paris, 1999.
[2] Idem.

[3] Ver Elise Marienstrass: Les mythes fondateurs de la nation américaine. Ed. Complexe. Bruxelles. 1992.
[4]Thoughts en Indian treatries. Americain Museum. 1971.
[5] Samuel Sewall: The selling of Joseph (p.83-87) Citado por Elise Marienstrass (Obra cit. p. 237)
[6] Elise Marienstrass (Obra cit. p. 229)
[7] Blancos anglosajones protestantes.
[8] Sobre la expansión norteamericana a través sus diversos “círculos, dirigirse al libro de Michel Bugnon-Mordant: L’Amérique totalitaire (Ed. Favre. Lausanne. 1997)

[9] Sobre esta dominación de Estados Unidos sobre América latina (segundo círculo) ver el artículo de Peña Torres.
[10] Citado por Brugnon-Mordant en Norteamérica totalitaria. (Prefacio de Pierre Salinger. Ed. Fauve. Lausanne. 1997)
[11] Ver Brugnon-Mordant. Obra Cit.
[12] Tomando en cuenta que esas apelaciones abstractas enmascaran una realidad más trágica: los países “ricos” cuentan con un sinnúmero de pobres, y los países “pobres”, con un puñado de ricos, mafiosos y cómplices de los gigantes mundiales.
[13] Ver Susan George: “Jusqu’au cou“, Ed. La Découverte, Paris 1992.
[14] Ver Kennet Galbraith, sobre los mecanismos del crac de 1929.
[15] Edward N. Luttwak. “rêve américain en danger” Ed. Odile Jacob. 1995. p. 165-166.
[16] Edward N. Luttwak. “turbo capitalisme” (Obra cit. p. 22)
El ejemplo ha sido imitado en Francia, con los mismos efectos: los despidos lograron un aumento de las acciones de la sociedad en la Bolsa, donde Michelin fue uno de los casos.
Sin embargo, no hay que acusar a Michelin de todos los males, a pesar de que fue el extremo. En ocasión de la “Universidad” de MEDEF, Jean Boissonnat declaró recientemente con el aplauso de los patrones, que ni el empleo ni el progreso social constituyen la finalidad de la empresa, mientras que el patrón de los patrones, el barón Ernest-Antoine Seillière sobrepujaba aún más agregando que es “normal para una gran empresa reducir su personal del 3% por año”. Incluso la política antisindical de Michelin no es una excepción. En efecto, si sólo se cuenta con un 4% del personal sindicalizado en el sector privado es porque, en las empresas francesas, se los echa con más ensañamiento que en los tiempos de la guerra fría.
Edouard Michelin, formado en Estados Unidos, tres meses después de haber instalado en la empresa, y mientras sus beneficios aumentaban de más del 18% en un año, anunció una reducción del personal de 7.500 efectivos en Europa — mismo en Francia y en Auvernia — para “satisfacer a los accionistas” y “tomar la delantera, a fin de preparar desde hoy los logros para mañana”. La Bolsa respondía como lo previsto: mientras se anunciaba los despidos futuros, los títulos aumentaron un 12,6%.

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