Bolsonaro: tres hipótesis y una sospecha

La sorprendente performance electoral de Jair Mesías Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del Brasil suscita numerosos interrogantes. Sorprende la meteórica evolución de su intención de voto hasta llegar a arañar la mayoría absoluta. Y no fue el atentado lo que lo catapultó la posibilidad de ganar en primera vuelta. Veamos: en los últimos dos años su intención de voto fluctuó alrededor del 15 por ciento, pese a que está próximo a cumplir 28 años consecutivos como diputado federal (y con sólo tres proyectos de ley presentados a lo largo de estos años). Ergo, no es un “outsider” y mucho menos la personificación de la “nueva política”. Es un astuto impostor, nada más. A comienzos de julio su intención de voto era del 17 por ciento: el 22 de agosto, Datafolha marcaba un 22 por ciento. El 6 de septiembre sufre el atentado y pocos días después las preferencias crecieron ligeramente hasta alcanzar un 24 y un par de semanas después subía al 26 por ciento. En resumen: un módico aumento de 9 puntos porcentuales entre comienzos de julio y mediados de septiembre. Pero a escasos días de las elecciones su intención de voto trepó al 41 y en las elecciones obtuvo el 46 por ciento de los votos válidos. En resumen: en un mes prácticamente duplicó su caudal electoral. ¿Cómo explicar este irresistible ascenso de un personaje que durante casi treinta años jamás había salido de los sótanos de la política brasileña? A continuación ofreceré tres claves interpretativas.

I

Primero, Bolsonaro tuvo éxito en aparecer como el hombre que puede restaurar el orden en un país que, según pregonan los voceros del establishment, fue desquiciado por la corrupción y la demagogia instaurada por los gobiernos del PT y cuyas secuelas son la inseguridad ciudadana, la criminalidad, el narcotráfico, los sobornos, la revuelta de las minorías sexuales, la tolerancia ante la homosexualidad y la degradación del papel de la mujer, extraída de sus roles tradicionales. El escándalo del Lava Jato y el desastroso gobierno de Michel Temer acentuaron los rasgos más negativos de esta situación, que en la percepción de los sectores más conservadores de la sociedad brasileña llegó a extremos inimaginables. En un país donde el orden es un valor supremo – recordar que la frase estampada en la bandera de Brasil es “Orden y Progreso”- y que fue el último en abolir la esclavitud en el mundo, el “desorden” producido por la irrupción de las “turbas plebeyas” desata en las clases dominantes y las capas medias subordinadas a su hegemonía una incandescente mezcla de pánico y odio, suficiente como para volcarlas en apoyo de quienquiera que sea percibido con las credenciales requeridas para restaurar el orden subvertido. En el desierto lunar de la derecha brasileña, que concurrió con seis candidatos a la elección presidencial y ninguno superó el 5 % de los votos, nadie mejor que el inescrupuloso y transgresor Bolsonaro, capaz de infringir todas las normas de la “corrección política” para realizar esta tarea de limpieza y remoción de legados políticos contestatarios. El ex capitán del Ejército, eligió como compañero de fórmula a Antonio Hamilton Mourau, un muy reaccionario general retirado que pese a sus orígenes indígenas cree necesario “blanquear la raza” y que no tuvo empachos en declarar que “Brasil está lastrado por una herencia producto de la indolencia de los indígenas y del espíritu taimado de los africanos”. Ambos son, en resumidas cuentas, la reencarnación de la dictadura militar de 1964 pero catapultada al gobierno no por la prepotencia de las armas sino por la voluntad de una población envenenada por los grandes medios de comunicación y que, hasta ahora, a dos semanas de la segunda vuelta, parece decidida a votar por sus verdugos.

Ahora bien: ¿por qué la burguesía brasileña se inclinó a favor de Bolsonaro? Algunas pistas para entender esta deriva las ofrece Marx en un brillante pasaje de El 18 Brumario de Luis Bonaparte. En él describió en los siguientes términos la reacción de la burguesía ante la progresiva descomposición del orden social y el desborde del bajo pueblo movilizado en la Francia de 1852: “se comprende que en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión, revisión, prórroga de poderes, Constitución, conspiración, coalición, emigración, usurpación y revolución el burgués, jadeante, gritase como loco a su república parlamentaria: “¡Antes un final terrible que un terror sin fin!”[1] Pocas analogías históricas pueden ser más aleccionadoras que esta para entender el súbito apoyo de las clases dominantes brasileñas -enfurecidas y espantadas por el debilitamiento de una secular jerarquía social anclada en los legados de la esclavitud y la colonia- a un psicópata impresentable como Bolsonaro. O para comprender el auge de la Bolsa de Sao Paulo luego de su victoria en la primera vuelta y el júbilo de la canalla mediática, encabezada por la Cadena O Globo. Todo este bloque dominante suplicó, jadeante y como un loco, que alguien viniese a poner fin tanto descalabro. Y allí estaba Bolsonaro.

Y es que como lo observara Antonio Gramsci en un célebre pasaje de sus Cuadernos, en situaciones de “crisis orgánica” cuando se produce una ruptura en la articulación existente entre las clases dominantes y sus representantes políticos e intelectuales (los ya mencionados más arriba, ninguno de los cuales obtuvo siquiera el 5 por ciento de los votos) la burguesía y sus clases aliadas rápidamente se desembarazan de sus voceros y operadores tradicionales y corren en busca de una figura providencial que les permita sortear los desafíos del momento. “El tránsito de las tropas de muchos partidos bajo la bandera de un partido único que mejor representa y retoma los intereses y las necesidades de la clase en su conjunto” –observa el italiano- “es un fenómeno orgánico y normal, aun cuando su ritmo sea rapidísimo y casi fulminante por comparación a los tiempos tranquilos del pasado: esto representa la fusión de todo un grupo social (las clases dominantes, NdA) bajo una única dirección concebida como la sola capaz de resolver un problema dominante existencial y alejar un peligro mortal.”[2]

Esto fue precisamente lo ocurrido en Brasil una vez que sus clases dominantes comprobaran la obsolescencia de sus fuerzas políticas y liderazgos tradicionales, la bancarrota de los Cardoso, Temer, Neves, Serra, Sarney, Alckmin y compañía, lo que las llevó a la desesperada búsqueda del providencial mesías exigido para restaurar el orden desquiciado por la demagogia petista y la insumisión de las masas y que, a su vez, les permitiera ganar tiempo para reorganizarse políticamente y crear una fuerza y un liderazgo políticos más a tono con sus necesidades sin el riesgo de imprevisibilidad inherente al liderazgo de Bolsonaro. Pero por el momento, lo importante para las clases dominantes brasileñas: subrayamos, lo único importante, es acabar definitivamente con el legado de los gobiernos del PT y sus aliados. Conocido el derrumbe de sus candidatos en las encuestas pre-electorales, incluyendo al delfín de Fernando H. Cardoso, el gobernador del estado de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, aquéllas necesitaban tiempo para pergeñar una nueva fórmula política. Una eventual victoria de Bolsonaro se lo proporcionaría, y hacia él volcaron todo su apoyo en las últimas semanas de la campaña.

II

Segundo, Bolsonaro fue favorecido por el cambio en la cultura política de las clases y capas populares que las tornó receptivas a un discurso que apenas unos años antes hubiera sido motivo de burlas, desoído o repudiado en las barriadas populares del Brasil, para ni hablar en los ambientes de las capas medias más educadas. La crisis económica y social y la ruptura de los lazos de integración comunitaria en las favelas, potenciadas por la falta de educación política de las masas -una tarea que según Frei Betto el PT jamás se propuso como acompañamiento a sus políticas de promoción social- junto a la gravísima crisis institucional y política del país prepararon el terreno para un cambio de mentalidad en donde el llamamiento al orden y la apelación a la “mano dura” afloraron como propuestas sensatas y razonables para enfrentar una situación muy crítica en los suburbios populares y que los medios del establishment agigantaban pintándola con rasgos estremecedores.

¿Es éste un rasgo exclusivo del Brasil? No. Todos los gobiernos latinoamericanos del ciclo político iniciado a fines del siglo pasado con el ascenso de Hugo Chávez cayeron en el error de creer que sacar de la pobreza a millones de familias las convertiría inexorablemente en portadoras de una nueva cultura solidaria, comunitaria, inmunizada ante el espejismo del consumismo, y por lo tanto propensa a respaldar los proyectos reformistas. Sin embargo, como en la Argentina, Venezuela, Ecuador y Bolivia, en Brasil también una buena parte de los beneficiarios de las políticas de inclusión de los gobiernos del PT fue captada por el discurso del orden de la burguesía y las capas medias -atemorizadas y llenas de resentimiento por la activación del campo popular que hizo abandono de su tradicional quietismo- y pregonado de modo abrumador por la prensa hegemónica con el auxilio de las iglesias evangélicas. Estas hicieron lo que el PT y la izquierda no supo o no quiso hacer: organizar y concientizar, en clave reaccionaria, a las comunidades más vulnerables rescatadas de la pobreza extrema por los gobiernos de Lula y Dilma. Y lo hicieron reforzando los valores tradicionales en relación al papel de la mujer, la identidad de género y el aborto y promoviendo una cosmovisión reaccionaria, autoculpabilizadora de los pobres y esperanzada en el papel salvífico de la religión e, incidentalmente, de un oscuro político oportunamente bautizado y renacido como un buen cristiano en mayo del 2016 en las mismísimas aguas del río Jordán, ¡donde San Juan Bautista hiciera lo propio con Jesucristo! La piadosa imagen de Bolsonaro sumergido en las aguas del río fue masivamente difundida a través de los medios y lo rodeó con el aura que necesitaba para aparecer como el Mesías que llegaba para poner fin al desquicio moral, social y político producido por Lula y sus seguidores. Esta prédica se difundía no sólo a través de los medios de comunicación hegemónicos -sino sobre todo por la Record TV, propiedad de Edir Macedo, fundador de la Iglesia Universal del Reino de Dios y segunda en audiencia detrás de la Cadena O Globo- sino que también se reproducía en sus más de seis mil templos establecidos en todo Brasil, una cifra abrumadoramente superior al número de locales que cualquier partido político jamás tuvo en ese país.[3]

Resumiendo: se verificó, como antes en Argentina y en cierta medida también en Brasil, la inesperada “revuelta de los incluidos” en contra de los gobiernos progresistas que promovieron esas políticas de integración social en la región.[4]

III

Una tercera línea de interpretación dice relación con el eficaz -y por supuesto, nefasto- papel de los medios hegemónicos en el linchamiento mediático de Lula y todo lo que éste representa. En este sentido el papel de la Cadena O Globo y, en menor medida, el de Record TV, ha sido de capital importancia, pero no le van en zaga la prensa gráfica y por supuesto una muy aceitada utilización masiva de las redes sociales activadas por un enorme ejército de militantes y trolls. Las riquísimas iglesias evangélicas disponen de dinero más que suficiente para sostener esta letal infantería comunicacional. Toda esta artillería mediática ha venido desde hace años descargando un torrente de informaciones difamatorias y “fake news” (para cuya elaboración y diseminación ya existen numerosos programas disponibles en la web) que a lo largo del tiempo fueron erosionando la valoración de las políticas de inclusión social del PT y la credibilidad y honorabilidad de sus principales dirigentes, comenzando por Lula. La farsa jurídica mediante el cual se lo condenó, sin pruebas, a pasar largos años de cárcel no mereció crítica alguna de la prensa hegemónica, que previamente había maliciosa y minuciosamente atacado la imagen pública del ex presidente y sus colaboradores. El Lava Jato sirvió para arrojar un pesado manto de desprestigio sobre toda la clase política, no sólo los líderes del PT, y ciertos sectores del gran empresariado. Prueba de ello fue la decepcionante performance de los candidatos de la derecha en la primera vuelta, cosa que anotáramos más arriba.

Pero toda esta movida, la segunda etapa del golpe institucional cuya primera fase fue la destitución de Dilma Rousseff, debía culminar con la detención e ilegal condena de Lula y su proscripción como candidato, única forma de frustrar su seguro retorno al Palacio del Planalto. El efecto combinado de una justicia corrupta y unos medios cuya misión hace rato dejó de ser otra cosa que manipular y “formatear” la conciencia del gran público aseguró ese resultado y, sobre todo, el quietismo dentro de las propias filas de simpatizantes y militantes petistas que sólo en escaso número se movilizaron y tomaron las calles para impedir la consumación de esta maniobra. La complicidad de la justicia electoral en un proceso que tiene grandes chances de desembocar en el derrumbe de la democracia brasileña y la instauración de un nuevo tipo de dictadura militar es tan inmensa como inocultable. Jueces y fiscales, con la ayuda de los medios, arrasaron con los derechos políticos del ex presidente, lo encerraron física y mediáticamente en su cárcel de Curitiba al prohibirle grabar audios o videos apoyando a la fórmula Haddad-D’Avila e inclusive vetaron la realización de una entrevista acordada con la Folha de Sao Paulo. En términos prácticos la justicia fue un operador más de Bolsonaro, y los pedidos o reclamos de su comité de campaña apenas tardaban horas para convertirse en aberrantes decisiones judiciales. Por eso la justicia, los medios y los legisladores corruptos que avalaron todo este fraudulento proceso son los verdugos que están a punto de destruir a la frágil democracia brasileña, que en treinta y tres años no pudo emanciparse del permanente chantaje de la derecha y su instrumento militar.

Va de suyo que este perverso tridente reaccionario y bastión antidemocrático es convenientemente entrenado y promovido por Estados Unidos a través de numerosos programas de “buenas prácticas” donde se les enseña a jueces, fiscales, legisladores y periodistas de la región a desempeñar sus funciones de manera “apropiada”. En el caso de la justicia uno de sus más aventajados alumnos es el Juez Sergio Moro, que perpetró un colosal retroceso del derecho moderno al condenar a Lula a la cárcel no por las pruebas -que no tenía, como él mismo lo reconoció- sino por su convicción de que el ex presidente era culpable y había recibido un departamento como parte de un soborno. ¡Condena sin pruebas y por la sola convicción del juez! La legión de periodistas que mienten y difaman a diario a lo largo y a lo ancho del continente también son entrenados en Estados Unidos para hacerlo “profesionalmente”, en lo que sería la versión civil de la tristemente célebre Escuela de las Américas. Si antes, durante décadas se entrenó a los militares latinoamericanos a torturar, matar y desaparecer ciudadanas y ciudadanos sospechados de ser un peligro para el mantenimiento del orden social vigente hoy se entrena a jueces, fiscales y “paraperiodistas” (tan letales para las democracias como los “paramilitares”) a mentir, ocultar, difamar y destruir a quienes no se plieguen a los mandatos del imperio. Lo mismo ocurre con los legisladores y, en cierta menor medida, con los académicos.

 

IV

Las interpretaciones ofrecidas hasta aquí tienen por objetivo ofrecer algunos antecedentes que ayuden a la elaboración de hipótesis más específicas y precisas que den cuenta del sorprendente ascenso de Bolsonaro en las preferencias electorales de los brasileños. El hilo conductor del argumento revela la trama de una gigantesca conspiración pergeñada por la burguesía local, el imperialismo y sus personeros en los medios y en la política que va desde la ilegal destitución de Dilma pasando por la no menos ilegal condena y encarcelamiento de Lula hasta la emisión, días atrás, de los falsos certificados médicos que le permiten al mediocre Bolsonaro rehuir el debate con su contrincante que, sin duda alguna, le haría perder muchos votos. Toda la institucionalidad del estado burgués así como las clases dominantes y sus representantes políticos y su emporio mediático se prestan para concretar esta gigantesca estafa al pueblo brasileño. Y en este sentido no podríamos dejar de proponer como hipótesis adicional que tal vez el avasallante éxito electoral de un farsante como Bolsonaro pueda responder, al menos en parte, a un sofisticado fraude electrónico que pudo haberle agregado un 4 o 5 por ciento más de votos a los que legítimamente había obtenido. No estamos diciendo aquí que ganó gracias a un fraude electrónico -como ocurriera en la elección presidencial que en 1988 consagró el triunfo de Carlos Salinas de Gortari sobre Cuauhtémoc Cárdenas en México y tantas otras, dentro y fuera de América Latina- sino que sería imprudente y temerario descartar esa posibilidad. Sobre todo cuando se sabe que a diferencia del venezolano el sistema electoral brasileño no emite un comprobante en soporte papel del voto emitido en la urna electrónica, lo cual facilita enormemente la posibilidad de manipular los resultados. Es sorprendente que esto no haya sido considerado por los sectores democráticos en Brasil habida cuenta de la existencia de varios antecedentes en América Latina y en otras partes del mundo en donde la voluntad popular fue desvirtuada por el voto electrónico. Por algo países como Alemania, Holanda, Noruega, Irlanda, Reino Unido, Francia, Finlandia y Suecia han prohibido expresamente el voto electrónico. ¿Por qué no pensar que la pasmosa performance electoral de Bolsonaro podría haber sido potenciada –si bien sólo en parte, insistimos- por el hackeo de la informática electoral?

Atilio A. Boron, 14 de octubre de 2018

Notas:
[1] En Obras Escogidas de Marx y Engels (Moscú: Editorial Progreso, 1966), Tomo I, pp. 307-308.
[2] Note Sul Machiavelli, sulla política e sullo stato moderno (Giulio Einaudi Editore, 1966), pp.50-51.
[3] El nada casual crecimiento de las iglesias evangélicas y su conexión con los designios de Washington quedan patentemente reflejados en el artículo de Miles Christi, “El Informe Rockefeller”. Sectas y apoyo del gobierno de Estados Unidos contra la Iglesia Católica”, disponible en http://mileschristimex.blogspot.com/2015/10/el-informe-rockefeller.html
[4] Cf. Gustavo Veiga, “El día en que ‘Bolso-nazi’ fue bautizado ‘Mesías’ “, en Página/12, 8 Octubre 2018, en https://www.pagina12.com.ar/147320-el-dia-en-que-bolso-nazi-fue-bautizado-messias . Luego del bautizo Bolsonaro añadió la palabra Mesías después de su primer nombre, Jair. Las diferentes denominaciones evangélicas, asegura Veiga, “controlan una quinta parte de la Cámara de Diputados y en su conjunto orillan el 29 por ciento de la población.”

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Prefacio para un desastre

Habrá que luchar hasta el final, pero la victoria de Jair Bolsonaro parece ya la crónica de una muerte anunciada. Y la palabra muerte está bien usada porque eso es lo que representa este personaje de la “lumpen-política” que durante casi 28 años pasó desapercibido en el corrupto Congreso brasileño. Muerte cuando propuso entrar con un “lanzallamas” al ministerio de Educación para erradicar hasta el último vestigio de las enseñanzas del gran educador Paulo Freire. Muerte porque bajo su égida habrá un considerable refuerzo del autoritarismo en la escuela y en la sociedad, y se librará una guerra sin cuartel al pensamiento crítico en todas sus variantes. Muerte porque ha prometido represión y cárcel para todos quienes representan el pasado petista, aunque no pertenezcan a ese partido. Declaró en varias oportunidades que va a ilegalizar al marxismo y al “gramscismo” (aunque no dijo cómo) y que recortará drásticamente el presupuesto de facultades e institutos de investigación en ciencias sociales. Según este santo varón, su gobierno invertirá en ciencias “que produzcan cosas” (lavarropas, palas, tornillos, etcétera) y no palabras o ideologías.

Este verdadero troglodita, al que circunstancias fortuitas y un golpe de la Diosa Fortuna lo convirtieron en el casi seguro presidente de Brasil, fue favorecido con enormes sumas de dinero (por completo ilegales) una vez que la clase dominante brasileña cayó en la cuenta que los protegidos por Fernando H. Cardoso como candidatos del PSDB y la elite tradicional de Brasil agrupada en el PMDB eran repudiados o ignorados por el electorado. Pragmática e inescrupulosa como siempre la derecha llegó a la conclusión que si no se podía derrotar al lulismo con sus candidatos “democráticos” propios – tal como antes ocurriera con José Serra (dos veces) Geraldo Alckmin, y Aecio Neves- debía hacerlo con cualquiera que pudiera, aún cuando fuese un patético emisario rescatado de las cloacas de la dictadura que asoló al país por más de veinte años. Se ratifica por enésima vez que la derecha no tiene la más mínima lealtad hacia la democracia, como lo demuestra su apoyo a Bolsonaro. Además éste cuenta con el respaldo de Donald Trump para reorganizar a la derecha en todo el hemisferio y el asesoramiento del equipo que dirigió la campaña presidencial de Trump. Se dice además que Steve Bannon en persona está colaborando en la estrategia propagandística del “candidato del orden”.

Un dato muy significativo es que la campaña presidencial no se nota en las calles de Río. Ni un afiche, ni un pasacalles, una pintada en un murallón, nadie volanteando, ¡nada! Es que en esta nueva era de la “antipolítica”, astutamente promovida por la derecha, la política fue convenientemente apartada de la vía pública, y si bien esto es una tendencia general y creciente, en el caso del Brasil esta despolitización de la calle fue potenciada por el más fatídico error de la gestión del PT: confiar ingenuamente en que el ejercicio del poder político por parte de un partido de izquierda, o progresista, podría descansar en el rodaje de las instituciones supuestamente democráticas (que no lo son). La consecuencia fue la suicida desmovilización y desorganización de sus propias fuerzas políticas, comenzando por el PT, siguiendo con la CUT y ninguneando a los Sem Terra. El resultado: una Dilma indefensa frente a los lobos del mercado que se movían a sus anchas en las estructuras institucionales del estado burgués, especialmente en el Congreso y el Poder Judicial. Por eso la política no está en las calles, y los pocos que salen son mayoritariamente partidarios de Bolsonaro. Todo circula por la Internet y, en menor medida, por los diarios, la televisión y la radio. Un distraído turista procedente del “cinturón bíblico” de Estados Unidos, digamos Mississippi o Alabama, jamás se daría cuenta que en pocos días más este país se juega su futuro, en una opción dramática. Pero si el visitante incursionara en la telaraña de la web, allí se percataría de lo que está ocurriendo y observaría a la lucha política librada sin cuartel, pero en el ciberespacio. Esto plantea un enorme desafío para las fuerzas populares porque deberán aprender a moverse en un campo minado que sus enemigos inventaron y conocen a la perfección. No obstante, si movido por su fe nuestro visitante asistiera a alguno de los miles de templos evangélicos dispersos por todo el Brasil también se daría cuenta de que hay una elección presidencial en ciernes. Comprobaría, para su mayúscula sorpresa, que los pastores y sus ayudantes al terminar la ceremonia religiosa se dirigen a la salida y entregan a cada uno de los feligreses un volante en donde se dice a quién se debe votar para presidente, gobernador, etcétera, porque son esos candidatos, y sólo ellos, los que Dios dijo que hay que votar. Deplorable trasmutación del modelo del partido bolchevique –con su ética militante, su organización, su conciencia revolucionaria- puesto ahora al servicio de la reacción y de la contrarrevolución ¡nada menos que por unas iglesias!

Las evangélicas en Brasil constituyen un aparato político formidable –presentes en grados diversos en varios países de Nuestra América, y de creciente gravitación en Argentina- pero su eficacia no sólo reposa en la militancia y la labor cotidiana de sus pastores y agitadores en el territorio sino también en la persistencia de un núcleo duro conservador –muy arraigado en los sectores más atrasados del campo popular- pero de inestables preferencias políticas. Según algunos analistas este sector representa un treinta por ciento de la población y si a comienzos de siglo se inclinaron por el PT (y se mantuvieron en ese espacio político durante catorce años, retenidos por las políticas sociales del gobierno) ahora cortaron amarras y lo hacen por Bolsonaro. Un factor decisivo de esta ruptura fue la creencia, abiertamente inculcada por la prensa canalla, de que el tsunami de la corrupción en Brasil –simbolizado en la operación Lava Jato- sólo puede ser atribuido a la maldad del PT y sus dirigentes. Ese vendaval de dirigentes políticos, empresarios y funcionarios desfilando por les estrados judiciales y terminando en la cárcel tuvo un impacto tremendo sobre la conciencia popular y potenció la insatisfacción ante la crisis económica y el aumento de la criminalidad, o al menos la percepción de tales cosas fogoneada impúdicamente –como en la Argentina de la época de Cristina Fernández- por la prensa hegemónica. Es impresionante constatar como hombres y mujeres del pueblo repiten esa letanía –el PT robó y corrompió- cada vez que se les pregunta la razón de su voto por Bolsonaro. Si algo demuestra esta reiterada respuesta es la escasa capacidad que tuvo ese partido de explicar la muy larga historia de la corrupción en Brasil, quienes fueron sus principales agentes y beneficiarios, y los mecanismos legales y judiciales que posibilitaron su funcionamiento. Tarea que, por cierto, no fue intentada por los gobiernos del PT. Pero, claro está que para poder hacerlo había que tener medios de comunicación y una política para los medios. Y el PT no tuvo ni lo uno ni lo otro.

Cuando culmine el proceso electoral y se constituya la Cámara de Diputados muy probablemente Bolsonaro y sus aliados lleguen a controlar los dos tercios de los votos. Con ellos podrán introducir una serie de reformas hiper-retrógradas a la Constitución de 1988. Una de ellas, anticipada por el candidato presidencial, figura la criminalización del activismo social y de las organizaciones sociales cuyas acciones constituirían un crimen contra la seguridad del estado y el orden público y sus responsables deberían cumplir largas condenas en la cárcel. Habrá que ver si esto finalmente logra ser aprobado en el Congreso. El tema no es si el PSL, el partido de Bolsonaro tendrá los votos, sino la intensidad de la reacción anti-PT que podría sedimentarse en un enorme bloque parlamentario con número suficiente para aprobar esas reformas. Si no lo tuviera, la tradicional corrupción de la política brasileña permitiría comprar los votos necesarios para satisfacer las retrógradas aspiraciones de Bolsonaro y la clase dominante de Brasil que, de este modo, constitucionalizaría los decretos y las leyes de Michel Temer. Dicho todo esto, sólo un milagro podría revertir esta brutal deriva autoritaria de la democracia brasileña. Pero los milagros no existen en la vida política.

Atilio A. Boron, 24 de octubre de 2018

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