La era de las distopías – por Andrea Zhok
“Una era en la que una casta superior ejerce su poder a través del miedo, habiendo sustituido, como fuente última de autoridad, lo que en el feudalismo era Dios, por la Tecnología. Sería una sociedad de mando directo, no mediada por ninguna adhesión ideológica, una sociedad que rinde culto a la eficiencia técnica y que concibe la infrahumanidad fuera de la casta superior como materia prima de la que se puede disponer a voluntad”
1) Cursos de colisión
La época contemporánea presenta una recreación reforzada del sistema de contradicciones que ha caracterizado al sistema capitalista desde su creación. El problema estructural asociado al modo de producción capitalista es su carácter “exponencial monótono creciente”, es decir, su tendencia intrínseca a alimentar procesos de “retroalimentación positiva”, “interés compuesto” y crecimiento ilimitado. Dicho de otro modo: el mecanismo del capital, que vive de su propio aumento, tiende a empujar todos los factores de producción constantemente en la misma dirección, creando así un desequilibrio sistemático. Por lo tanto, el sistema impulsa el crecimiento indefinido de la producción, el crecimiento indefinido de la acumulación de capital en la cima, el crecimiento indefinido de la explotación de las personas, el crecimiento indefinido de la explotación de la naturaleza.
Esto es lo que el viejo lenguaje marxiano llamaba las “contradicciones del capitalismo”. Cada una de estas tendencias entra en conflicto sistemático con los órdenes de equilibrio social, humano y medioambiental: crece la brecha entre la cima y la base de la pirámide social, crece el consumo y el despilfarro de recursos, crece la licuación de los organismos colectivos (familias, comunidades, estados, etc.) y de las identidades personales. Mientras que el mundo y la vida pueden concebirse según el modelo orgánico de los sistemas de “retroalimentación negativa”, que restauran y corrigen las rupturas del equilibrio, el capitalismo funciona como una proliferación ilimitada e incontrolada, literalmente como un cáncer ontológico.
Históricamente, dado que el primero en comprender la naturaleza del problema fue Marx, se asocia esta toma de conciencia con la búsqueda de soluciones “anticapitalistas”, socialistas, comunistas o similares. Por lo tanto, la idea es a menudo que el “pueblo” debe ser el primer sujeto de relevancia en estos análisis. Este punto de vista pasa por alto un hecho de la realidad: los que se toman más en serio los análisis marxianos y postmarxianos han sido durante mucho tiempo los poseedores del poder dentro del sistema, que son los más preocupados por lo que puede socavar su posición: son los capitalistas, los “amos del vapor”, los que se preocupan principalmente por los problemas del capitalismo actual.
2) Los “maestros del vapor
Cuando se habla genéricamente de “capitalistas”, “oligarquías”, “élites”, etc., es inevitable despertar la sospecha de una excesiva vaguedad de los referentes. ¿A quién se refiere? A uno le gustaría poder nombrar al sujeto del poder, como se podía hacer en el mundo premoderno nombrando al rey, al papa, al emperador, a este señor feudal, a aquel cortesano, etc. Sin embargo, hoy en día, dar nombres es una falsificación de la realidad. Por mucho que importen las personas, el sistema tiene una gran capacidad para sustituir a sus miembros en todos los niveles, incluida la cúpula. Saber quién es el director general de BlackRock o de Vanguard no nos acerca a la comprensión de quién ejerce el poder, porque no se trata de cómo los individuos específicos desempeñan sus funciones.
Otro error en el que no debemos caer es el de suponer -alimentado por la propia ideología del poder- que la existencia de una pluralidad de “amos del vapor” y no de un único “emperador” garantiza de algún modo una diversificación de intereses y proyectos, y con ello cierta “democratización” del sistema (por ejemplo: “la existencia de diferentes capitalistas implica diferentes amos de los periódicos y, por tanto, pluralidad de información”). Esto es una grave ingenuidad. El día que el director general de BlackRock redescubra el espíritu zapatista y el anhelo de apoyar la liberación de Chiapas, dejará de ser director general y será reemplazado (con indemnización por despido, por supuesto). Las líneas de fondo no pueden cambiar y sólo tienen un objetivo infalible: la perpetuación del poder de quienes lo ostentan. Tampoco hay que fijarse en una ortodoxia “capitalista” concreta. Las oligarquías financieras no son “capitalistas” por el amor ideal al capitalismo: no es una religión alternativa. Esa es simplemente la forma en la que ostentan el poder. Si el abandono de tal o cual aspecto ideológico favorece la conservación y la consolidación del poder, nada se interpone en el camino.
Pero al final, ¿quiénes son estos “maestros del vapor”? La concentración de poder contemporánea es algo sin precedentes en la historia: unos pocos cientos de personas llevan las riendas de los mayores grupos financieros (angloamericanos) del mundo y de lo que Eisenhower llamó el “complejo militar-industrial” estadounidense. Estos grupos disponen de todos los resortes fundamentales del poder, son capaces de dirigir las decisiones políticas en sus Estados anfitriones (EE.UU. en primer lugar) y se extienden en cascada a todos los Estados que les están subordinados o son deudores de ellos. Fuera del mundo occidental no existen exactamente tales contrapoderes, en la medida en que logran escapar a la influencia de los primeros, ya que en cualquier lugar el poder, incluso el más inflexible, está dominado en todo caso por instancias de motivación política (nacionalismo in primis).
Estas élites occidentales de la cúspide están compactadas por la motivación de mantener un poder de base económica y tienen una capacidad de coordinación inmensamente superior a la de cualquier otro grupo de interés: disponen de lugares y modos de reunión institucionales y no institucionales, tienen recursos que permiten una pluralidad de acuerdos y comunicaciones por medios múltiples, no oficiales o clandestinos.
Quienes esperan encontrar una lista de los gobernantes y herederos al trono para planificar un asalto al “Palacio de Invierno”, y en ausencia de esta lista prefieren desechar el problema a las conjeturas o teorías conspirativas, son desgraciadamente cómplices involuntarios del poder.
Raros son los súbditos de las élites de la cúspide que buscan protagonismo público, y los que lo hacen son esos pocos, víctimas de sus propias ideologías, que se han convencido de que están realizando operaciones “paternalmente redentoras” (los nombres habituales que circulan de Schwab, Soros, Gates, etc.). Los más inteligentes de entre ellos saben muy bien que su poder no llega a través del consenso público y que, por lo tanto, manifestarse no los fortalece, sino que los expone y debilita.
Por lo tanto, nos encontramos con el siguiente cuadro: un pequeño grupo de sujetos, habiendo obtenido una posición eminente dentro del capitalismo contemporáneo, detenta el poder con niveles de concentración que nunca antes habían existido, y se mueve y coordina (neto de particularidades personales) con el objetivo de mantener y consolidar este poder. Al mismo tiempo, este estrecho grupo de la cúspide tiene perfecta conciencia de las tendencias críticas implícitas en el sistema del que está en la cima. Debemos dejar de imaginar al capitalista como un vividor que se entrega a los juguetes sexuales, los yates y los vinos de prestigio. En este horizonte hedonista se mueven típicamente individuos de clase media y nuevos ricos. El capital consolidado (“dinero viejo”) forja diferentes tipos humanos, que o bien tienen una educación adecuada para entender los problemas del sistema, o bien están acostumbrados a pagar a los grupos de reflexión para que hagan este trabajo por ellos.
3) Las perspectivas de las élites superiores
Por lo tanto, lo que debemos poner en evidencia es la suposición de que las líneas de contradicción dentro del sistema del capital son perfectamente conocidas por los “maestros del vapor”. Sólo sus dependientes liberalistas siguen creando cortinas de humo con su “mercado perfecto”, su “equilibrio general a largo plazo” y otras seducciones.
Esta mano de obra intelectual, profusamente financiada, suele ocupar puestos académicos de prestigio, y su función es proporcionar una espesa niebla ideológica, centenaria, sobre la que dispersar las energías de los críticos. Se trata de una defensa de infantería de primera línea que se esfuerza por mantener la vista de sus adversarios fuera del frente real. La mayoría son demasiado estúpidos para saber que sólo actúan como objetivos ficticios.
Que la sustitución acelerada de trabajadores por máquinas crea un desequilibrio estructural en el sistema de producción, con un excedente de producto potencial sobre el consumo, y un exceso de demanda impotente (consumidores sin poder adquisitivo) sobre una oferta desbordante, es completamente evidente y pacífico.
Que esto configura la existencia de una vasta población superflua, exagerada para ser útil como “ejército de reserva del capital”, una multitud de bocas que alimentar y que hierve descontenta es igualmente evidente.
Que un sistema de crecimiento infinito acaba socavando todo el sistema, medioambiental y social, en el que vivimos es igualmente claro.
Las principales líneas de fractura que están bajo la atención de las élites son, por tanto, las siguientes: 1) fractura social (riesgo de revueltas); 2) fractura ecológica (riesgo de desestabilización de los equilibrios medioambientales); 3) fractura financiera (colapso terminal de las expectativas de crecimiento y con ello de los supuestos del sistema).
El error de los herederos de la primera línea de análisis crítico, la marxista, es pensar que el reconocimiento de estas tendencias implica en sí mismo la adhesión a una perspectiva de “superación del capitalismo”, con la búsqueda de formas sociales que eviten la deshumanización, la alienación, que restablezcan un sistema en equilibrio (“de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”).
Ésta es otra grave ingenuidad. Las élites de la cúspide del sistema contemporáneo conocen las contradicciones del sistema, pero esto no significa en absoluto que tengan la intención de abandonarlo. No hay nada extraño en esto, ningún bloque de poder en la historia ha dejado el poder espontáneamente. De lo que se trata aquí es de comprender bien qué perspectivas abre este poder, ya que esto puede mostrarnos el espectro de los riesgos subterráneos en la era contemporánea (esos riesgos que a menudo acaban expresándose confusamente, y por tanto desacreditándose, en forma de “teorías de la conspiración”).
3.1) Tomarse tiempo con las soluciones de mercado
La primera perspectiva es la menos radical y la más débil, pero también es la que puede afirmarse apertis verbis sin reparos. Se trata de transmitir la idea de que para cada problema existe potencialmente una respuesta que las soluciones tecnológicas del mercado podrán proporcionar. Esta idea se propone a los medios de comunicación quaquaraqués como si fuera una opción realista, cuando en realidad sólo sirve para retrasar ciertos procesos, al tiempo que permite una mayor acumulación de capital. Así, la perspectiva salvadora de los coches eléctricos, o de la energía nuclear, o de la Euro 7, etc., para responder a un problema medioambiental único y cuidadosamente seleccionado (¿el calentamiento global?), aparece de vez en cuando en los medios de comunicación simbólicos. Este enfoque selectivo da la impresión de que siempre se trata de resolver un problema preeminente, lo que hace plausible la búsqueda de soluciones técnicas; esto permite ganar algo de tiempo en un sector, distraer la atención de la opinión pública proporcionando esperanzas y dirigir la política pública de forma provechosa.
Por supuesto, estas operaciones sectoriales, que comparten el impulso estructural de la innovación perenne y el aumento de la producción, siguen alimentando el proceso de desestabilización sistémica. En el mejor de los casos, las soluciones tecnológicas ad hoc pueden tapar temporalmente una laguna, mientras que al mismo tiempo se abren otras diez en forma de externalidades sistémicas.
3.2) La guerra como higiene mundial
La segunda perspectiva es una línea de solución clásica, más radical, que permite contener temporalmente los daños a lo largo de varias líneas de falla. Cuando se puede fomentar una guerra, ésta es, al menos en lo que respecta a los países implicados, una solución eficaz, ya que simultáneamente: frena a las poblaciones, bloqueando la protesta social; crea un espacio de consumo frenético (y por tanto de renta de capital) sin necesidad de conferir poder adquisitivo a la población; frena otros procesos sociales, reduciendo la “huella ecológica” humana, y en el mejor de los casos también reduce la población. Esta solución funciona idealmente mejor cuantos más países estén implicados. Si un conflicto se circunscribe militarmente, no habrá impacto en las cifras de población, pero seguirá siendo eficaz en otros aspectos (regimentación y la disciplina social + drenaje económico en un “potlatch” posmoderno, donde se queman grandes recursos para mover la máquina de consumo).
Una guerra mundial duradera y de bajo voltaje sería de hecho una solución perfecta: permitiría idealmente: 1) romper toda resistencia o revuelta social en nombre de la santa oposición al enemigo exterior; 2) concentrar las energías en una producción infinita destinada a un consumo infinito, que ignora toda saturación del mercado; 3) reducir progresivamente la población.
Sin embargo, esta perspectiva es muy inestable y no es fácil de manipular ni siquiera para las élites del vértice, por muy poderosas que sean. Provocar una serie de conflictos en zonas ya sufridas y políticamente débiles es relativamente fácil, pero una condición de guerra mundial duradera y de bajo voltaje no está directamente orquestada, y corre continuamente el riesgo de desvanecerse o de crear una escalada nuclear, en la que incluso las élites de la cúspide acabarían implicándose en cierta medida.
3.3) Sociedad de control
La tercera perspectiva se manifiesta desde hace tiempo y consiste en una transformación del modelo ideológico liberal en un modelo autoritario, sin cambiar un ápice su apariencia. La sociedad occidental contemporánea (pero no sólo la occidental) está más regulada, legislada y vigilada que cualquier otra sociedad de la historia. No sólo hay más leyes que en el pasado, y más detalladas, sobre áreas de comportamiento que en el mundo premoderno no eran objeto de atención legislativa, sino que la mayor capacidad tecnológica permite niveles de aplicación y control de estas normas sin precedentes.
Dado que todo poder tiene un incentivo intrínseco para aumentar su capacidad de control, en el mundo liberal esto ocurre de forma paradójica, sobre la base de la pretensión de trabajar por una “promoción de la libertad”. Para transformar una ideología de la libertad en una ideología del control, el neoliberalismo aprovecha sistemáticamente la idea de la “victimización” o “vulnerabilidad” de un grupo. Una vez que se ha señalado a un determinado grupo como potencialmente ofendido, violado en sus derechos naturales o humanos, se pueden llevar a cabo actos coercitivos en favor de las “víctimas”, quizás para evitar su potencial victimización. Este mecanismo puede funcionar tanto dentro como fuera de un país. Se puede intervenir coactivamente sobre la libertad de expresión con el pretexto de “proteger las sensibilidades” de tal o cual grupo, se puede intervenir con la medicalización forzosa (o los certificados verdes) para “proteger a los frágiles”, al igual que se puede intervenir como “policía internacional” para “defender los derechos humanos” en tal o cual zona del mundo. La misma lógica permite la difusión de cámaras de vigilancia en cualquier lugar de acceso público o la violación de cualquier comunicación privada en nombre de la “protección de la seguridad”, etc.
Es importante estar alerta ante el hecho de que las tecnologías de control disponibles hoy en día son extraordinariamente sofisticadas y que una vez que se rompe la barrera de la justificación legal, la capacidad de vigilancia (y de sanción) es casi ilimitada.
El interés de las élites superiores en un sistema total de vigilancia, control y sanción es evidente. Se presenta y se presentará siempre como una operación de “defensa de los vulnerables”, cuando en realidad es una forma de bloquear de raíz la posibilidad de que los que no tienen poder se conviertan en una amenaza para los que lo tienen.
3.4) Despoblación
Mientras que la vigilancia y el control pueden desactivar el peligro que supone el descontento de las masas (descontento que mientras esté en un nivel bajo puede ser contenido por simples sistemas de distracción y entretenimiento), el problema que supone el excedente de población económicamente “inútil y perjudicial” invoca otra tentación, que no debe ser subestimada simplemente porque suena “escandalosa”. Los países que no tienen un marco ideológico liberal, como China, pueden permitirse tratar los temas de control demográfico de forma explícita, como ocurrió con la “política del hijo único”. En el Occidente liberal, esta posibilidad de debate abierto queda excluida, ya que exigiría sacar a la luz cuestiones embarazosas (empezando por el “consumo conspicuo”) para las élites. Pero esto no significa que la tentación de intervenir desde arriba no esté presente.
Sobre esta cuestión es imposible ir más allá de las conjeturas e inferencias, pero subestimar la tentación del uso clandestino de soluciones tecnológicas para limitar la fecundidad o aumentar la mortalidad (preferentemente para los que ya no están en edad de trabajar) sería un error.
3.5) ¿Neofeudalismo o distopía totalitaria?
Todas las “soluciones” anteriores se mantienen dentro del marco capitalista, con sus mecanismos y contradicciones internas. Esto significa que, en esencia, siempre están presionando para ganar tiempo ralentizando ciertos procesos, o haciendo retroceder las manecillas del reloj histórico. Una salida radical del modelo capitalista por parte del poder capitalista sólo es concebible con la promesa de cristalizar las relaciones de poder actuales (una salida en dirección a una democracia socialista no es por tanto especialmente popular).
En un marco de capitalismo financiero como el contemporáneo, las concreciones del poder pueden ser tenues, porque una determinada capitalización depende ante todo de las expectativas de consumo. Quienes poseen grandes cantidades de liquidez poseen un poder adquisitivo potencial que depende totalmente de las perspectivas de disponibilidad de activos y de la confianza del público en los títulos de crédito. Este poder es el mismo que ejerce un billete de banco, un objeto virtual que puede convertirse en papel de desecho en el momento en que ya no se considere capaz de mediar en el suministro de bienes. Por eso, por la necesidad de cuidar las apariencias, las expectativas, el capitalismo financiero debe prestar especial atención a la gobernanza del aparato mediático. Pero, en cualquier caso, la gobernanza de las expectativas tiene límites, ya que los propios mecanismos de la competencia económica generan constantemente trastornos desestabilizadores.
En el mundo capitalista, el poder “líquido” es mucho más poderoso (debido a su máxima movilidad y transformabilidad) que cualquier poder “sólido” (la propiedad de bienes reales). Sin embargo, los activos reales confieren una estabilidad a largo plazo que el capital líquido no permite. Por lo tanto, la perspectiva de una posible salida “postapocalíptica” del modelo capitalista con sus contradicciones sólo es concebible, para las élites de la cúspide, en términos de una transición hacia una especie de “neofeudalismo”, en el que el poder líquido se transforme de nuevo en propiedad material (tierra, bienes inmuebles, armamento, tecnología, etc.).
Sin embargo, aquí surge un problema que cambia completamente el panorama. El feudalismo histórico funcionaba sobre la base de un sistema de legitimación (incluida la legitimación a la propiedad) dependiente de la tradición y la religión. El mundo actual ha barrido ambos factores como conferidores de legitimidad. Así que la pregunta aquí es: ¿cómo podría funcionar un sistema de legitimación del poder y la propiedad en un “neofeudalismo” desprovisto de tradición y religión?
El poder en la historia de la humanidad siempre ha estado, incluso en las culturas más autoritarias, determinado por el reconocimiento medio de la legitimidad del poder. Mientras la mayoría reconocía o al menos no impugnaba la legitimidad de un poder, éste seguía siendo funcional. Este poder funcionaba transmitiéndose con continuidad, por pasos intermedios, desde la cima hasta la base (del rey a los vasallos, de los señores feudales a los caballeros, a los campesinos y a los siervos). Por lo tanto, esta forma de poder siempre tiene una conexión humana, en la esfera del reconocimiento. Pero si se pierde la propia matriz de legitimación, ¿cómo puede ejercerse el poder de forma capilar, desde arriba hacia abajo? En un sistema capitalista, la riqueza es poder sin necesidad de reconocimiento porque el poder se reconoce como poder adquisitivo, garantizado por el sistema económico. Si el sistema se rompe, esa forma de reconocimiento del poder impersonal se rompe. ¿Cómo podría funcionar un nuevo poder sin el reconocimiento de la legitimidad?
Técnicamente, la respuesta es sencilla: tendría que suplantar el poder de los “medios” representados por el dinero con otro medio externo adecuado. Concretamente, la perspectiva más plausible es que esto se haga a través de la manipulación de los medios para infundir miedo, un miedo que unos pocos deben ser capaces de infundir directamente en los muchos.
Tal perspectiva era inaccesible en el pasado, pero el progreso tecnológico ha alimentado durante mucho tiempo esta posibilidad, es decir, la posibilidad, mediante la potenciación de los efectos, de que un centro circunscrito se imponga a la multitud. Una espada podía imponerse a tal vez cinco personas desarmadas, una pistola a diez, una bomba a mil; y con el aumento técnico de su poder, la dificultad de su uso también ha disminuido: hoy es más fácil detonar una bomba que antes blandir una espada. Pero no debemos imaginar el poder tecnológico simplemente como el ejercicio de la fuerza bruta. Pensemos más bien en una situación actual como la existencia de semillas modificadas genéticamente que no permiten que sus semillas sean replantadas para la siguiente cosecha, obligando a comprarlas a un proveedor central. El fondo de este mecanismo de poder es sencillo: se trata de hacer que un grupo dependa estructuralmente, para su propia existencia, del acceso a una tecnología que no es reproducible de forma autónoma, sino administrada de forma centralizada. Se pueden inventar numerosos mecanismos de este tipo, basta con hacer depender a las personas de un bien tecnológicamente escaso y no reproducible de forma autónoma (¿una terapia?). En principio, este mecanismo puede permitir que el poder se ejerza de forma directa, “neofeudal”, sin necesidad de mecanismos de intermediación y legitimación.
Una última observación: hablar aquí de “neofeudalismo” es una expresión engañosa. Estamos ante un sistema en el que, sí, se trataría de una sociedad jerárquica cerrada, como el feudalismo, basada en poderes y propiedades reales, y no líquidas, pero todos los demás aspectos son profundamente diferentes y no en un sentido mejor. Sería un mundo en el que una casta superior ejerce su poder a través del miedo, habiendo sustituido, como fuente última de autoridad, lo que en el feudalismo era Dios, por la Tecnología. Sería una sociedad de mando directo, no mediada por ninguna adhesión ideológica, una sociedad que rinde culto a la eficiencia técnica y que concibe la infrahumanidad fuera de la casta superior como materia prima de la que se puede disponer a voluntad.
Fuente al Espanol, republicado por Red Internacional
Traduccion de Enric Ravello Barber