Temer a las redes sociales? – por Javier Benegas
Hasta hace poco, las redes sociales eran consideradas como el símbolo de la expansión de la democracia a través de la tecnología. Su capacidad de propagar las ideas incluso en lugares donde imperaba una fuerte censura, ayudó a que fueran percibidas como los nuevos grandes campeones de la libertad.
Allí donde la opresión y las dictaduras habían mantenido un férreo control sobre la información, estas nuevas herramientas de “microblogging” burlaban todas las restricciones. Incluso, cuando los gobiernos totalitarios cerraban el acceso a la Red, los activistas cruzaban las fronteras con ellas, usando servidores y redes de comunicaciones de los países limítrofes que penetraban, invisibles, en territorio “enemigo”.
La viral campaña presidencial de Barack Obama, con el famoso “Yes We Can”, las llamadas “primaveras árabes”, la crisis de Ucrania… infinidad de acontecimientos pudieron ser monitorizados, compartidos y animados de forma global y en tiempo real mediante las redes sociales. Entonces, eran la democracia hecha carne de bits viajando a la velocidad de la luz, el todopoderoso ariete tecnológico ante cuyo apabullante y benefactor empuje nada podían hacer los malvados.
De héroes a villanos
Pero, de pronto, esta triunfante percepción se desmoronó. En su lugar empezó a imponerse la idea de que las redes sociales eran, en realidad, el peor enemigo de la democracia. Poco a poco, se estableció una aparente simetría entre la estupidización de las sociedades occidentales y el creciente uso de las redes sociales. Los políticos, politólogos y expertos lanzaron la voz de alarma: Twitter y Facebook no estaban facilitando el acceso al debate, a la información y al conocimiento sino al contrario: propagaban al odio, promovían el sectarismo y exacerbaban la ignorancia. En definitiva, estaban poniendo en grave peligro la estabilidad política y psicológica de las sociedades occidentales.
¿Cómo si no explicar que un personaje estrafalario y tan poco presentable como Donald Trump terminara siendo el 45.° presidente de los Estados Unidos con prácticamente toda la gran prensa en contra, incluida la Fox, que sólo apoyó a Trump cuando no quedó en pie otro candidato republicano? ¿Cómo si no explicar que los británicos decidieran precipitarse en el abismo del Brexit pese a las incesantes llamadas a la prudencia de los grandes medios? ¿O cómo si no explicar la emergencia del populismo de extrema derecha, no sólo en la antigua Europa del este sino en países como Austria, Suecia e incluso Alemania, pese a que los mass media clamaran al cielo?
Las redes sociales tienen la culpa, deben tenerla… Y deben tenerla porque de lo contrario habría que reconocer la existencia de una crisis mucho más profunda e inquietante, tal vez la emergencia de un Leviatán de cuya existencia ningún analista, experto o político había siquiera tenido noticia hasta ahora.
Así, culpar a las redes sociales de nuestros males sería el viejo subterfugio del enemigo exterior al que tan dados son los gobiernos y las élites cuando les alcanza la alargada sombra de los errores cometidos a lo largo del tiempo.
Eres lo que eres
Podrán gustarnos más o menos, pero las redes sociales no son la causa de la aparente enajenación que invade a Occidente. Son si acaso el espejo o, por ser más tecnológicos, el sensor de temperatura que nos advierte de que el motor puede gripar. Sin embargo, insistir en que son el Armagedón, apoyándonos en nuestra percepción personal, lo único que pone en evidencia son nuestras propias preferencias cuando las utilizamos. Porque las redes te muestran aquello que quieres ver. Esa es la esencia de su naturaleza… y su algoritmo.
La red propone contenidos en función del historial de elecciones del usuario. Es la dinámica de nicho de Internet, pero perfeccionada. Si a un usuario le molestan determinados contendidos puede ignorarlos y “forzar” a la red social, mediante sus hábitos de navegación, a proporcionarle contenidos diferentes. Yo, por ejemplo, tomo de Twitter aquello que quiero, especialmente enlaces a lecturas que me resultan interesantes. Para ello, sigo a las personas indicadas. Pero también puedo meterme de hoz y coz en un debate o, incluso, en una discusión… pero porque yo quiero.
Las redes sociales no nos embrutecen. Nos embrutecemos nosotros porque así lo decidimos. Y si nos embrutecemos voluntariamente en las redes es porque también nos embrutecemos voluntariamente fuera de ellas. ¿O qué esperábamos? ¿Que quien no ha leído un libro en su vida, se aficione a la lectura gracias a los infinitos enlaces de contenidos interesantes que Twitter propaga? ¿Qué el maleducado, el grosero, el patán se transforme en un gentleman gracias a las lecciones de diplomacia y educación que muchos usuarios imparten todos los días mediante su ejemplaridad? ¿O que el ciudadano medio se erija por la gracias de Twitter o Facebook en Pericles?
Los críticos gregarios
Tras la crítica a las redes sociales se esconde una visión hegeliana o, en su defecto, la pretendida alienación del individuo. No en vano, es la izquierda “ilustrada”, la que antes ensalzaba a las redes sociales, la que más sueña ahora con imponer un control administrativo o la corregulación (ese concepto envenenado) para eliminar cualquier arista que pueda pinchar la burbuja del mundo feliz en la que pretenden envolvernos.
Es la progresía transnacional, donde hoy confluyen desde conservadores, pasando por liberales, hasta izquierdistas, la que lleva tiempo forzando a los gestores de las redes sociales a imponer sesgos moralizantes que convierten sus algoritmos en réplicas de HAL9000, el desquiciado ordenador de 2001: Odisea en el espacio, atrapado entre la cartesiana moral humanista de su creador y las instrucciones sobrevenidas que anteponen el éxito de la misión a cualquier otra consideración.
Con todo, lo peor es que muchos que no comparten este moralismo parecen estar de acuerdo en que a las redes hay que regularlas de manera específica, como si las leyes que ya existen no constituyeran un arsenal suficiente para castigar los mismos delitos de siempre. Resulta paradójico que quienes nos previenen del gregarismo e ignorancia de las redes actúen a su vez de manera tan gregaria y palurda.
Algo no van bien
Que algo más allá de las redes sociales no va bien nos lo dicen las propias referencias temporales. Facebook fue creada en 2004, por Mark Zuckerberg, y Twitter en 2006, por Jack Dorsey. Desde la perspectiva del historiador, ni siquiera fueron inventadas ayer, sino que se estarían creando ahora. 14 y 12 años no es margen para que el mundo se vuelva del revés. Una transformación de esta magnitud y celeridad sólo podría ser producto de una guerra casi apocalíptica o, cuando menos, de una dimensión similar a las dos guerras mundiales. Y, aun así, para que la transformación sociológica se constatara, sería necesario que trascurrieran años de posguerra. Por lo tanto, la crisis en la que parecen sumirse muchas democracias tiene razones más profundas, complejas y, por supuesto, lejanas en el tiempo.
Sea como fuere, las redes sociales están provocando una alarma parecida a la que en su día provocaron la invención de la imprenta, los diarios, la radio y la televisión. Todos estos ingenios también significaron en su momento una amenaza para el orden social. Pero, en el caso de las redes sociales, hay una peculiaridad muy molesta: cualquiera puede replicar al poder y llegar a todas partes.
Sin embargo, que la gente corriente desafíe el orden establecido mediante las redes sociales no debería preocupar a las élites, porque sus grandes medios de comunicación y sus grandes gobiernos son ya, con diferencia, los agentes más activos y potentes de todos cuantos propagan enlaces y consignas. Ellos son, a fecha de hoy, los principales nodos de la crispación y el sectarismo, los propagadores de la visión de un mundo dividido entre buenos y malos que nos vuelve irreconciliables.