Europa se disloca, pero también se recompone. Los países de Europa central, que no quieren transformarse en refugios, se retiran del juego.
Con su amplificación, la crisis de los inmigrantes parece estar conduciendo a una crisis institucional en Europa. Cuando la revuelta antiinmigratoria no concernía más que a países “menores” y “lejanos” (Polonia o Hungría), la Comisión Europea todavía podía tratar este asunto con menosprecio. Pero cuando es Italia, país fundador de Europa, la que da un puñetazo sobre la mesa, ¿no toma el asunto otro cariz?
Los historiadores del futuro recordarán que la Unión Europea, que había sobrevivido, más o menos, a una ampliación precipitada, a un déficit democrático permanente y a la crisis del euro, está hoy rompiéndose por la cuestión de los inmigrantes. Se trata, efectivamente, de un giro histórico, pero ¿puede sorprendernos? Al filo de los años, las patologías sociales ligadas a la inmigración han acabado por ocupar el primer lugar en las preocupaciones de los europeos. La gente simplemente no soporta ya más lo que percibe como una “invasión” o una “sumersión”, y lo soporta peor por cuanto tiene la impresión de que los flujos no están en camino de ralentizarse. Más importante todavía, la gente no cree aquello que, desde hace años, le explicaban doctamente de que la inmigración es una “posibilidad” económica y demográfica, y que hay que tener el corazón particularmente insensible para no ver en ello una “obligación moral”. Los franceses son naturalmente xenófobos, pero en absoluto racistas (los alemanes son todo lo contrario). Saben muy bien que no son sus “prejuicios” los que arruinan la vida. En resumen, ven lo que ven, y saben lo que ven.
Europa se disloca, pero también se recompone. Los países de Europa central, que no quieren transformarse en refugios, se retiran del juego. Se dice que se repliegan sobre sí mismos, pero se asocian entre ellos. No solamente los países del Grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, Chequia y Eslovaquia) se oponen frontalmente a las consignas inmigracionistas de la Comisión bruselense, sino que también se adhieren a la iniciativa de los “tres mares”, lanzada hace tres años por el presidente polaco Andrzej Duda y la presidente croata Kolinda Grabar-Kitarović, y que comprende también a los tres Países Bálticos, Austria, Eslovenia, Croacia, Rumanía y Bulgaria. Este bloque de doce países y 120 millones de habitantes, que se extiende desde el Báltico hasta el Adriático y el Mar Negro, bien podría constituir el embrión de otra Europa.
Los sondeos muestran que la cuestión migratoria está desde hace tiempo en cabeza de las preocupaciones de los franceses y los europeos, y que la hostilidad a la inmigración no hace más que crecer. ¿Por qué los gobiernos no lo tienen en cuenta cuando corren el riesgo de tener que pagar un coste político muy caro?
En primer lugar, porque están atenazados por los lobbies asociativos y mediáticos, que repiten noche y día los mantras de lo políticamente correcto. No quieren afrontarlo bajo ningún precio. Pero la razón más profunda es que ellos mismos adhieren a la ideología dominante. Así, desde el punto de vista de dicha ideología, la inmigración no es un problema y no puede serlo porque las culturas y los pueblos no cuentan prácticamente para nada. Toda reglamentación de la inmigración vendría a violar el principio liberal según el cual no se puede aceptar la utilización de los aspectos contingentes de la identidad de los individuos, comenzando por su origen y su pertenencia sociocultural, para legitimar las “desigualdades de trato”.
El liberalismo aborda la cuestión desde una óptica puramente económica: la inmigración se resume en un aumento del volumen de la mano de obra y de la masa potencial de consumidores. Además, se justifica por el imperativo de la libre circulación de hombres, capitales y mercancías. Un millón de extraeuropeos vienen a instalarse en Europa, lo que significa solamente que un millón de individuos vienen a sumarse a otros millones de individuos. El problema es que los habitantes del país de acogida no ven llegar a “individuos”, sino a contingentes de magrebíes, africanos, paquistaníes, etc., a cuyo respecto constatan que son portadores de costumbres difícilmente conciliables con las suyas. Esto es lo que hace la diferencia.
En Italia, la unión de populistas de izquierda (M5S) y de derecha (la Liga) constituye una novedad respecto a Austria, por ejemplo, con su coalición de derecha-extrema derecha. Este fenómeno, ¿es específicamente italiano o puede surgir en otros países, como en Francia, siempre a la búsqueda de su eterna “unión de las derechas”?
Los fenómenos políticos de gran amplitud raras veces se exportan idénticamente de un país a otro, sino que adoptan formas diferentes. Esto sucede con los movimientos populistas, que hoy no dejan de aumentar en toda Europa, pero que se configuran en formas variables. Tienen, sin embargo, un rasgo esencial en común. Consiste en que el sentimiento de inseguridad cultural suscitado por la ola migratoria no es suficiente para explicar el populismo. Sólo comienza a haber populismo allí donde a la inseguridad económica y social se añade la inseguridad cultural, esencialmente en las capas populares y una gran parte de las clases medias. Esta es la razón por la que la división “izquierda-derecha” es sustituida cada vez más por la división “excluidos por abajo contra los pudientes de lo alto”. Y esto es precisamente lo que está pasando en Italia, país de primera línea frente a los flujos migratorios, pero que también fue gravemente afectado por la crisis financiera de 2008. No lo dudemos, esto va a reproducirse cada vez más en otras partes.
Alain de Benoist, 24 agosto 2018
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Traducción por Jesús Sebastián
Fuente traduccion: El Manifiesto
Fuente original: Boulevard Voltaire