Las Nuevas Saturnales – por Jose Francisco Fernández Bullón

 

En una ocasión, no hace mucho, comparé las revoluciones comunistas con las Saturnales o Saturnalia romanas; la comparación no fue más que fruto de una intuición repentina, porque estaba lejos de sospechar los profundos paralelismos que se pueden establecer entre ambos fenómenos.

Es de sobras conocido que durante estas celebraciones orgiásticas el pueblo se entregaba a todo tipo de excesos y los roles sociales se invertían, los amos pasaban a ser siervos de sus esclavos por unos días; reinaba en la ciudad de Roma un auténtico pandemonium.

Pero hay un hecho mucho más significativo que a menudo se pasa por alto, por medio de las Saturnales, que se celebraban en diciembre, se conmemoraba el mítico reinado de Saturno que supuestamente habría vivido en un pasado remoto y al que se atribuía la hazaña de confederar a las diversas tribus de rudos montañeses, de enseñarles a arar la tierra y de darles leyes que rigieran su pacífica convivencia. Su reinado habría constituido en suma la célebre Edad de Oro, la tierra daba sus frutos en abundancia, la guerra no empañaba la convivencia de los hombres, no existía ni la esclavitud ni la propiedad privada y los hombres lo compartían todo.

Los cronistas de la antigüedad sólo refieren el carácter festivo de las Saturnales, pero en origen estas celebraciones tenían un carácter mucho más cruento pues concluían con el asesinato ritual de aquel que había sido designado como rey de las mismas. Esta práctica bárbara se eliminó en la época del imperio durante la cual puede decirse que la celebración de las Saturnales cumplía una función social en gran medida saludable, pues se resolvían momentáneamente las tensiones acumuladas que se derivan de la férrea sujeción a unas leyes. Este tipo de celebraciones no eran exclusivas de Roma, eran universales. Debieron de surgir en el pasado más remoto antes de la dispersión de la humanidad, tenemos testimonios de ese tipo de rituales celebrados por muchos pueblos primitivos que tenían lugar casi siempre coincidiendo con la época de la siembra o la cosecha; festivales en los que los nativos infringían frenéticamente todas las normas sociales y que culminaban con el sacrificio de uno de los miembros de la tribu designado como rey de los mismos y al cual se consideraba como la encarnación de uno de sus dioses: el responsable de fertilizar la tierra a fin de que rinda abundantemente sus frutos. El sacrificio del mortal que encarnaba por un tiempo a la divinidad se llevaba a cabo antes de que su vigor disminuyese a causa de la enfermedad o la edad. Pues se consideraba que su declive empobrecía la tierra y contaminaba el mundo. Al menos el ombligo del mundo que es donde viven siempre estas tribus primitivas. A diferencia de los antiguos para los cuales el tiempo era cíclico y que situaban la mítica edad de oro en un pasado remoto, un pasado que retornaba eternamente, los comunistas lo sitúan en el futuro. El cristianismo acabó con esa visión cíclica del tiempo e inauguró una visión lineal del mismo, la historia concluirá con la segunda venida de Jesucristo, a partir de la cual como rezan las escrituras “ya no habrá más tiempo”. Los comunistas preconizan en cambio la instauración una especie de paraíso terrenal, que en realidad es un infierno, durante el cual reinarían los brutos, o el buen salvaje, que no existe, bajo el disfraz moderno del trabajador no cualificado o el proletario. Cualquier examen somero de las costumbres de los pueblos primitivos basta para comprobar que su existencia estaba muy lejos de ser idílica. Su precaria existencia estaba jalonada por matanzas periódicas. Su modus vivendi no consistía en la paz, sino en la guerra perpetua. Todos los adoradores del buen salvaje deberían leer “La Rama Dorada” de Frazer, para desengañarse. La vida de las tribus primitivas estaba llena de prácticas monstruosas y repelentes.

Los ideólogos del comunismo debieron de ver el potencial de dicho mito en su manifestación mas cruenta, latente en el subconsciente colectivo, para arrasar el mundo. La exaltación del buen salvaje supuestamente corrompido por las normas e instituciones de la sociedad así como el retorno a un estado natural donde no existe la propiedad privada ya están presentes en los escritos de Adan Weishaupt el fundador de la secta de los illuminati que estaba plagada de seguidores del falso mesías judío Sabbatai Zevi. Pero detrás de Weishaupt se encontraba sin duda el Ball Shem de Londres, Jacob Falk; un nigromante y hechicero versado en la cábala seguidor así mismo del falso mesías Jacob Frank, sucesor de Sabbatai, en torno del cual pululaban como moscas numerosos nobles de la época, como el duque de Orleans, que contribuyó como nadie al estallido de la Revolución Francesa. Lessing recogió en sus diálogos sobre la masonería las enseñanzas del cabalista. También él abogaba por la supresión de todo gobierno, de las fronteras nacionales y por la creación de un único estado mundial donde reinaría supuestamente la igualdad de todos los hombres. En su opinión los hombres podrían vivir sin necesidad de gobierno alguno como hacen las abejas o las hormigas.

Resulta ridículo (y bárbaro) comparar a los hombres con las hormigas. Las hormigas están férreamente gobernadas por la ley natural que no pueden desobedecer porque carecen de libertad. El hombre sí puede desobedecer tanto la ley natural como la sobrenatural, cosa que hace con suma frecuencia, y por supuesto cualquier gobierno legítimo es aquel que se somete a ambas.

El discurso de Jacob Falk no nos resulta particularmente brillante ni convincente, y su capacidad de persuasión sobre un intelectual como Lessing sólo puede deberse al encantamiento o a la hipnosis.

El comunismo es desde luego una treta, como se desprende de los escritos de, por ejemplo, Nahun Goldman que lo considera la fase previa a la reordenación del mundo, la herramienta para reemplazar a las élites, pero sin duda algunos devotos de dicha doctrina, los segundones, creían en la viabilidad de la utopía o más bien distopía, su sincera devoción ha sido utilizada por los conspiradores.

Sabemos de la influencia del paganismo en el Talmud y en la Cábala.

Sabemos que la estrella de David que figura en la bandera de Israel es en realidad el símbolo de Saturno, el dios que presidía las celebraciones de las Saturnales y al que se atribuía la mítica Edad de Oro.

Sabemos que a los rabinos les es lícito hacer sacrificios al demonio a fin de que deje en paz a los judíos, pero esta práctica de propiciar a los demonios estaba presente también en muchos otros pueblos primitivos.

De propiciar al demonio en ocasiones con una finalidad utilitaria o “profiláctica” a ojos de los rabinos, a adorarle como único y verdadero dios tan sólo hay un paso, un paso que dieron los sabateos frankistas al adoptar la doctrina del gnóstico Carpócrates, para el cual la verdadera divinidad liberadora era la serpiente del paraíso.

Que la confesión inconfesable – o no confesada – de momento, de los líderes supremos globalistas sea el satanismo no impide que fomenten tal o cual creencia pagana si viene bien a sus fines de destrucción del cristianismo civilizador.

Hoy son las Saturnales, mañana las Bacanales, y ahora y siempre, la práctica de la hechicería y la magia.

No se puede esperar de la amalgama que constituye la religión de aluvión de nuestro tiempo coherencia ninguna. Como sucede con el judaísmo, no es una sola religión, son muchas. El Talmud es una cosa, la Cábala otra y el liberalismo, que es la religión de los judíos y los gentiles supuestamente aconfesionales, otra. El liberalismo con su culto a la razón humana nació o se fomentó en las logias gnósticas, pero es una gnosis que se ha desprendido de toda la enrevesada mitología que la acompañaba, una gnosis depurada. De todas formas esas mitologías eran fruto del intelecto humano al que se ha acabado adorando. El culto a la razón humana ha derivado en todo tipo de expectativas e instituciones irracionales e inhumanas. Ha engendrado un caos del que no puede nacer ningún orden.

Lo curioso es que ninguna de las doctrinas que han acabando abrazando los judíos son propiamente judías. El único credo que puede considerarse judío es el monoteísmo del Antiguo Testamento obra de escribas y profetas divinamente inspirados. La Cábala no es otra cosa que la gnósis helénica reelaborada. El Talmud está trufado de creencias babilónicas, o caldeas, cuando no cananeas. Si el judaísmo no es una religión sino muchas, tampoco Judio es una raza, son varias. Están los judíos sefarditas y los asquenazis o jázaros y ambos colectivos se mezclaron profusamente con otros pueblos sobre todo el último que ni siquiera es semita. Lo único que une a todos los judíos y los define es su rechazo del cristianismo. No tienen otra cosa en común. Su identidad es sumamente problemática, llena de interrogantes, como quizás suceda con la identidad de todos. Uno es al cabo lo que decide ser o lo que deciden aquellos que nos rodean. La identidad es en el fondo la lucha entre lo que uno se propone ser y lo que los otros proyectan sobre uno. Aquel que decida ser él mismo, un ser en suma único e irrepetible, tendrá que luchar contra todos toda su vida. En realidad somos únicos e irremplazables tan solo para Dios. En el comunismo que es la antítesis o el negativo fotográfico del cristianismo todos somos iguales, aunque unos más iguales que otros, somos clones uniformados con un mono azul gobernados por déspotas que se consideran dioses.

Desde luego el Dios del Talmud no es el Dios del Antiguo testamento, del que nadie podía burlarse y que había de ser obedecido a rajatabla. Es un dios que hay que escribir con minúscula, que obedece al capricho de los rabinos, es un dios empequeñecido que acabó con identificarse con algo así como el primer motor aristotélico, con una gigantesca turbina que alimenta un universo mecánico. Y el ingenio mecánico, fruto del ingenio del hombre, es el dios de nuestro tiempo. ¿No se adoran acaso las grandes turbinas a las que se atribuye el poder de crear la luz? Pero la luz primigenia no la creó ninguna turbina. Los hombres están gobernados en realidad por su smartphone. El hombre pues adora ahora la obra de sus manos como hacían los paganos que tallaban un ídolo del un trozo de madera y se postraban ante él de rodillas. Es exactamente el mismo principio, por sofisticadas que sean las máquinas modernas de las que se espera nada menos que la inmortalidad, una inmortalidad terrestre y carnal por supuesto, una inmortalidad natural de todo punto imposible.

Resulta curioso que ritos antiquísimos estén en la base de los proyectos futuristas que maquinan las grandes fortunas y que deslumbran a muchos con su brillo engañoso y su aparente novedad y que son en realidad un espejismo; porque si a algo se parecen las urbes mínimas, o las ciudades de quince minutos es a los poblados del neolítico. Lo único que los distingue de éstos son los materiales que se utilizan para su construcción, que ya no son la caña y el barro sino el vidrio y el aluminio.

De la misma forma una de la sociedades más bárbaras y primitivas de nuestro tiempo, la Saudita no dejan de edificar ciudades ultra modernas que parecen espejismos en el desierto. Están hechas de relucientes espejos que nos ciegan y deslumbran.

El mal salvaje se pasea ufano por todas las grandes urbes vestido de etiqueta. Ha mudado la piel como las serpientes y exhibe las creaciones de los grandes modistos. Pero ya sabemos que el hábito no hace el monje.

Vivimos verdaderamente en el final de una era, el final de la modernidad gnóstica o masónica que ha engendrado el mayor despotismo que hayan conocido los hombres, ha convertido a la mafia en el gobierno en la sombra del mundo, nos ha puesto de rodillas frente a todo tipo de criminales comunes y narcotraficantes. Los intelectuales del siglo XVIII o XIX acudían entusiasmados a las logias porque creían escapar así de la tutela del clero cristiano y se hacían la ilusión de que podían razonar libremente al margen de todo dogma. Pero en realidad lo que hacían era cambiar un dogma por otro. Estaban cambiando el dogma cristiano por el dogma de la gnosis judaica. Se libraron de la tutela de los sacerdotes para acabar bajo la tutela asfixiante de los rabinos. La crítica de los clérigos o las sátiras contra los mismos eran frecuentes en la Edad Media, hoy nadie puede burlarse impunemente de un rabino. Es preciso recurrir de nuevo a la crítica, esta vez contra las doctrinas pseudo judaicas, es preciso replanteárselo todo. Todavía se considera por ejemplo a Diderot como un auténtico paladín de la tolerancia, se trata del mismo escritor que declaraba que el hombre sólo sería libre cuando el último rey fuera ahorcado con las tripas del último sacerdote. No puedo imaginar un ejemplo más claro y más salvaje de la más absoluta intolerancia.

 

Jose Francisco Fernández Bullón, 5 de septiembre de 2024

 

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