Cuando el silencio nos convierte en cómplices de la censura tribal – por Javier Benegas
Recuerdo con bastante nitidez la imagen televisiva de Carlos Arias Navarro, entonces presidente del gobierno de la dictadura, informando de que Franco había muerto. Su tono fúnebre y su semblante afligido provocaba en muchos españoles desasosiego. Pero a diferencia del afligido presidente, las expresiones de nuestros padres no eran de pena sino de una profunda preocupación por el futuro. ¿Qué iba a pasar ahora?, era la pregunta que estaba en todas partes.
Es difícil para las generaciones actuales, criadas en un mundo donde se da por supuesto que la seguridad y la libertad son bienes que nos vienen dados, hacerse una idea del miedo que muchos españoles sintieron a la muerte del dictador. Todos los fantasmas de un pasado tremendo, y aún demasiado cercano, cobraron vida. Entonces, nada se daba por supuesto. La libertad era escasa y la seguridad estaba estrechamente ligada a la supervivencia del régimen. Con la muerte de Franco esa seguridad quedaba flotando en el aire. De ahí la gran pregunta “¿qué va a pasar ahora?”
Dar demasiadas cosas por supuestas
Hoy aquel periodo de incertidumbre se contempla desde la perspectiva que proporcionan los hechos consumados, como si lo que sucedió estuviera perfectamente planificado y no hubiera existido la posibilidad real de que el azar o la mala fe de algunos escribieran una historia muy distinta. Y, sin embargo, el peligro existió. Había un plan, desde luego, pero los riesgos eran muchos y las posibilidades de un desastre, bastantes.
Afortunadamente, el miedo a una nueva guerra civil actuó como oportuno cortafuegos antes los excesos que algunos alentaban. Pero más que a la guerra, en el final de la década de 1970, nuestros padres temían a la posguerra. Fue el miedo al hambre y a la pobreza severa lo que permitió, de mejor o peor manera, transitar de la dictadura a un régimen más abierto sin que corriera la sangre, o al menos sin que corriera de forma abundante, porque lamentablemente alguna sangre fue derramada. Pero, más allá de los incesantes asesinatos de ETA, se trató de episodios contados.
Entre la España de hoy y la de entonces hay muchas diferencias. Ni que decir tiene que en la actual se vive mucho mejor y hay bastante más libertad. Doy fe de ello. Y además hemos disfrutado del periodo de prosperidad más impresionante y prolongado de nuestra historia. Pero, poco a poco, hemos ido perdiendo esa conexión con el pasado que nos mantenía atentos y vigilantes, sin que diéramos por supuesto que la libertad y la seguridad son bienes que nos vienen dados. Y sin creer que lo que sólo afecta a unos no terminará por afectar al resto.
Conforme se ha ido consumando el relevo entre los “baby boomers” y los “millennials”, ese precavido temor de nuestros padres al desastre (ahora sus abuelos) ha ido perdiendo vigencia. Y por debajo de la pátina de modernidad que hoy lo cubre todo están floreciendo infinitas formas de tribalismo, algunas insospechadas.
Peligrosamente tribales
Como explicaba el sociólogo Jonathan Haidt, los seres humanos somos en esencia primates tribales. Esta característica intrínseca, que nos ha acompañado desde nuestros orígenes, nos hace poco aptos para la vida en democracias seculares grandes y diversas. Por esta razón, el desarrollo de una vida política estable sólo es posible si en las democracias existen mecanismos finamente ajustados capaces de asegurar el buen funcionamiento democrático frente a las pulsiones sectarias.
Pero esos mecanismos por sí solos no son garantía suficiente. La sociedad puede decidir desmontarlos voluntariamente, de golpe o gradualmente, siguiendo procesos que, en apariencia, resulten escrupulosamente democráticos. Por eso, a título individual, cada sujeto debe estar “bien educado” y ser consciente de que el tribalismo, en cualquier forma y por sutil que sea, está contraindicado en democracia. De no ser así, ningún mecanismo de control podrá evitar que la sociedad abierta deje de serlo y se fragmente en grupos cerrados y enfrentados entre sí, con las graves consecuencias que a medio y largo plazo esto siempre supone.
Nadie es inmune
Ocurre, sin embargo, que cuando aludimos a los tribalismos que ponen en riesgo la estabilidad política, rápidamente no fijamos en los ejemplos más descarnados, como el nacionalismo secesionista, que es sin duda la quintaesencia del tribalismo más peligroso. O también en los tribalismos sectarios inasequibles al diálogo que se reproducen a ambos extremos del eje ideológico. Pero abundan además otros tribalismos más sutiles y aseados que solemos pasar por alto, porque no los consideramos tales, sino prístinos ejemplos de asociación espontánea que no constituyen grupos cerrados. Pero que, sin embargo, actúan como tales.
Recientemente hemos podido comprobar este extremo a propósito de la polémica surgida con las suspensiones de cuentas de Twitter. Polémica que no es nueva, sino de larga trayectoria. Y en la que existen abundantes indicios de que el problema no sólo tiene que ver con algoritmos francamente mejorables, sino con sesgos sospechosos, en la medida en que a menudo son usuarios alejados de las ideologías de izquierda o de la corrección política los perjudicados, cuando lo cierto es que burradas se escriben a cientos todos los días y desde todos los flancos; incluso insignes tuiteros “progresistas” se despechan a gusto en esta red social sin que sufran la más mínima consecuencia.
Si nos pusiéramos tan exquisitos como esos insufribles calvinistas que pueblan las redes, ¿no sería acaso ofensivo y, por lo tanto, contrario a las políticas de Twitter, insinuar o incluso afirmar que la mitad de las personas, por el simple hecho de nacer varones, son violadores en potencia? ¿No sería también una ofensa grosera calificar a la cultura española de genocida? ¿No sería ofensivo acusar a toda una sociedad, como la israelita, de estar constituida por bárbaros y asesinos? ¿Acaso no sería ofensivo afirmar que los españoles se valen de la violencia para someter a Cataluña?
Y, para terminar, ¿no sería incitar al odio que un diputado, cuyo apellido hace justicia a su estatura moral, se despachara en Twitter contra un ministro escribiendo: “Hacia hooligans mentirosos, ningún respeto, ningún perdón”? Aunque todas estas ofensas personalmente me resbalan y detesto la censura de cualquier signo, así es como están las cosas desde hace bastante… para el que quiera verlo, por supuesto.
Sin embargo, según parece, determinado grupo de liberales ha estado mirando para otro lado durante todo este tiempo. Una actitud que ahora justifican alegando que Twitter es una empresa privada y que, como tal, puede establecer sus propias reglas. Y si no te gustan, dicen, estás en tu derecho de largarte, pero en ningún caso puedes exigir contravenirlas y que no haya consecuencias. Y rematan el argumento con un redoble de tambores, reconviniendo que no se deben pedir regulaciones externas para meter en cintura a Twitter, lo que equivale a ponerse la venda antes que la herida, porque nadie, que yo sepa, ha pedido tal cosa.
Olvidan, no obstante, que las reglas que poco a poco se imponen en las redes sociales no son fruto de la política libre e independiente de una empresa privada, son el resultado de la presión cada vez más asfixiante de burócratas y activistas posmodernos, empeñados como están todos en que se fiscalicen los sentimientos y se legislen como precrímenes hasta determinados pensamientos.
Así que, por ese lado, hay mucha tela que cortar antes de llenarnos la boca con los socorridos principios de la libre empresa. A ver si nos vamos enterando de que la “corregulación“, ese término envenenado, es la puerta trasera que el burócrata se ha fabricado para imponer su moral a las empresas desde dentro.
La última censura ha tenido lugar esta misma madrugada. Y la víctima ha sido Meghan Murphy, a la que Twitter ha baneado por decir que “un hombre es un hombre y no una mujer”. De este nuevo abuso se ha hecho eco Christina Sommers que, como todos sabemos, es una persona muy poco liberal, hosca y con propensión a los excesos, por supuesto.
En cualquier caso, criticar públicamente las pésimas políticas de una empresa es una cosa y otra muy distinta pedir auxilio a los “poderes públicos”. De hecho, es muy liberal que la sociedad espontáneamente proteste cuando cree que la ocasión lo merece. Y también es de lo más liberal del mundo dar la razón a quien la tiene, sin importar si es Agamenón o su porquero. Lo contrario, darla o no darla dependiendo de quién sea el perjudicado, es propio de ese tribalismo que envilece la democracia.
No siempre más vale tarde que nunca
Pese a todo, este grupo habría seguido de perfil si, tal y como era de prever, el “mal funcionamiento” de Twitter no hubiera terminado por ajusticiar a uno de los suyos. Entonces sí, entonces clamaron al cielo. Y lo hicieron con tal intensidad y de manera tan corporativa que parecía que Twitter había atacado a un sindicato. Pero no, se trataba de una sola cuenta. Y, además, en este caso, Twitter rectificó con una rapidez que habrían querido para sí otros muchos “inocentes”.
Pero esta celeridad en la subsanación del agravio no fue impedimento para que, días después del “malentendido”, siguiera la indignación muy viva y un conocido liberal firmara un alegato en un medio de campanillas. Alegato que, todo sea dicho, debiera haber escrito mucho antes y hacer extensivo a muchos otros agraviados. Pero tal vez, y sólo tal vez, no quiso porque en realidad esta historia va de defender a los tuyos. Los demás que pidan amparo a su tribu. Y si no tienen, que no incordien.
Este triste episodio sirve para demostrar que el tribalismo es un problema creciente que adopta formas diversas, algunas aseadas y sutiles. Sin embargo, no escribo este post para hacer escarnio de nadie, aunque inevitablemente la verdad a veces escuece. Lo escribo para recordarles a los millennials que no deben dar por supuesto que la libertad y la seguridad son bienes permanentes. Que la línea que separa el libertarismo del hedonismo es, en ocasiones, inexistente. Y que, cuando le cierran la boca al vecino y miran para otro lado, es cuestión de tiempo que se la cierren también a ellos. En definitiva, que la libertad lo aguanta casi todo, incluso el exceso verbal. Lo que acaba con ella es el silencio.
Javier Benegas, 25 noviembre 2018