Ya es hora de dejar de creer en los Reyes Magos – por Xavier Bartlett

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european-parliament-strasbourg¿Es la realidad que vivimos algo coherente, sólido y creíble? ¿O es un gigantesco parque de atracciones donde nada es lo que parece y nos hacen creer en muñecos, espejismos y trucos de magia? No me estoy refiriendo a nada etéreo, ni pretendo dar otra vuelta de rosca filosófica al asunto del mundo material y la ilusión holográfica (o la “Matrix”). Sin necesidad de ir tan lejos, nuestra realidad cotidiana en el ámbito de la sociedad y la política se está convirtiendo cada vez más en un esperpento de paranoias, sandeces, contradicciones y astracanadas. La hiperrealidad creada por los que gobiernan este mundo ya está llegando a su culminación con el engaño continuo, la farsa elaborada, la mentira perpetua… hasta convertirse en una especie de caricatura. Estamos ante el teatro supremo para tratar de ocultar a las masas lo indecible y lo insoportable. Cualquier cosa es válida; sólo hay que venderla adecuadamente con el bombardeo constante de los medios y con la pátina de autoridad divina en manos de un poder corrupto hasta la médula.

Hace ya tres años escribí un extenso artículo sobre la farsa de la democracia, una de las mayores estafas a las que se ha sometido a la Humanidad, al ofrecer valores y grandes principios y la gran oportunidad de “votar a nuestros representantes”. Pero ya dejé claro entonces que tal maniobra no era más que el último paso para engañar y esclavizar completamente a la población, tras haber aplicado anteriormente otros sistemas sociopolíticos teóricamente peores. El fin no era otro que conseguir la sumisión y adhesión del pueblo al estado –como nunca había sucedido antes– con el pretexto de poder ejercer la libertad y la soberanía… a través de los partidos políticos. Perdón, ahora mismo debería vomitar, pero me voy a contener…

Desde los primeros tiempos de ese sistema “liberal y democrático” ya se pudo ver que el control social –mediante el control mental– era decisivo para mantener el engaño y el aborregamiento. Desde restringir el voto a muy pocos a sobornar y promover el clientelismo. Por no hablar del caciquismo y los intereses creados. La historia de muchos países está llena de tales lacras. En realidad, todo el proceso de engaño parte de la existencia de constituciones, partidos políticos y parlamentos, con una élite que lo dirige todo entre bambalinas. Pero llegados a las contiendas electorales, la maquinaria de manipulación llegaba a su excelencia, con las campañas en la calle, los discursos vacíos, las promesas y los ataques a los rivales políticos. La gente, a esas alturas, estaba del todo hipnotizada y se comportaba como se esperaba a la hora de llegar a las urnas. Y aun así, a veces se hacía necesario tirar de otros recursos más bajos como amañar las elecciones y fomentar todo tipo de fraudes antes, durante y después de la jornada electoral para que los resultados fueran los esperados y deseados.

En España ya existía una larga experiencia en el tema, con el bipartidismo alternante pactado del régimen de la Restauración durante el siglo XIX y la influencia masiva del fraude y el caciquismo en una sociedad mayormente rural, pobre y analfabeta. Más adelante, se llegó al flagrante fraude en que el resultado de las urnas llegó a ser irrelevante, como en la época de la República, en la cual los republicanos perdieron abrumadoramente las elecciones municipales de abril de 1931 pero se hicieron con el poder gracias a la agitación política y a la toma de las calles. Ese fue un teatro en que cada parte representó muy bien su papel. Y, por cierto, la constitución republicana de ese mismo año nunca fue refrendada por el pueblo en votación popular. Finalmente, en febrero de 1936, en un ambiente violento y enrarecido, las candidaturas del Frente Popular se impusieron en las urnas pese a haber numerosas y fundadas evidencias de manipulación y fraude en todo el país (confirmadas en tiempos recientes). Podríamos seguir esta historia con los referendos organizados por el dictador Franco, que ya los tenía atados y bien atados, porque los referendos se hacen para obtener un resultado deseado y si no es el caso, se manipulan adecuadamente. Existen pruebas de que el dictador había manejado todos los hilos para asegurarse mayorías aplastantes, y también de bastantes irregularidades que, lógicamente, nadie iba a impugnar.

Y una vez llegados al régimen del 78, los políticos y juristas redactaron una constitución e invitaron a la población a refrendarla con un simple “sí” o “no”, indicando sutilmente que el “no” era la vuelta al pasado. ¿No les recuerda esta práctica a los contratos de adhesión de los bancos? Esos contratos en que una parte escribe todo y luego te dice: “esto es lo que hay, firma aquí abajo y luego paga”. Claro que después puede venir un ente etéreo llamado “Bruselas” con licencia para introducir cambios sustanciales en el texto constitucional. A su vez, otros adalides de la libertad se opusieron primero a una determinada política (“OTAN: de entrada, no”) y luego –una vez en el poder– la sacaron adelante gracias a un referendo bien preparado. Donde dije digo, digo diego y aquí no pasa nada. Del último (y polémico) referendo –el celebrado por los independentistas catalanes– ya escribí al respecto en un artículo reciente y no quiero extenderme más en ello. Y qué decir, fuera de nuestras fronteras, de esa ópera bufa llamada Brexit, con un referendo que nadie sabe por qué (o para qué) se convocó y que ha desembocado en un barullo anglo-europeo donde caben todas las opciones, incluida la repetición de la convocatoria, a ver si sale otra cosa.

Para seguir por estas tierras, hemos tenido en este siglo una serie de alternancias bipartidistas con curiosos cambios de rumbo en el último momento (como las elecciones de 2004, con el oportuno atentado del 11-M que dio giro inesperado al final de la obra). Esto por no hablar de un sistema viciado por la ley d’Hondt y sobre todo por una absurda circunscripción provincial que puede echar a la basura centenares de miles de votos o hacer que unos ciudadanos tengan un voto mucho más valioso que el de otros. ¿Quejas? Sí, algunas. ¿Ha cambiado algo? No, nada. Sobre otras evidencias escandalosas ya casi no vale la pena hablar, como las listas cerradas, la promoción de sólo un puñado de fuerzas políticas, la aparición y ascenso milagroso de determinados partidos, o la presentación (“colocación”) de políticos por provincias donde apenas se les ha visto el pelo…

Luego, en este último año, se ha visto que un partido de gobierno es derribado por los medios de comunicación ante la insistencia en la corrupción galopante (como si no hubiera existido en otros momentos y en otros parlamentos) y el presidente –en vez de dimitir y convocar elecciones– permite que su partido caiga en picado y que prospere una moción de censura capitaneada por una oposición que había sido vapuleada en las urnas con el peor resultado de su historia (y eso era por el voto de los ciudadanos…). ¿Es que no se puede hacer un teatro de más baja estofa? Como todos sabemos, el paripé continuó con los vaivenes y las amenazas de derribar un gobierno si unos grupos minoritarios no obtenían justa satisfacción. Esta farsa acabó con la no aprobación de unos presupuestos y la convocatoria de elecciones. Todo según el guion marcado, porque ya se sabía lo que iba a venir después y las encuestas ad hoc ya lo marcaban. Llegados a este punto, ya me esperaba casi cualquier cosa, como la repentina e inexplicable pérdida de más de un millón de votos de la coalición Podemos de un año para otro. Pero nadie dijo nada en su momento, aparte de poner cara de circunstancias.

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La “voluntad popular” encerrada en una caja mágica. ¿No se dan cuenta de que es una papelera (recipiente donde “se tiran” los papeles)?

Y en última instancia, en estas pasadas elecciones del 28 de abril, las encuestas ¡por fin! cuadraron los resultados y echaron a pique muchas expectativas de determinados partidos, como el caso del PP o VOX. Sin embargo, me quedé de piedra al ver cómo los resultados definitivos ya estaban casi marcados desde la aparición de las encuestas (que no habían sido a pie de urna, sino anteriores a la votación), y cómo el PSOE ya celebraba la victoria cuando en los colegios electorales apenas se había iniciado el recuento… Todo esto fue apreciado por mucha gente y al final se han ido juntando los hilos para sacar a la luz demasiados hechos anómalos. Tal ha sido el estupor causado que el asunto ha llegado a algunos sectores de la prensa digital minoritaria, si bien no esperen que salga nada en los medios habituales. Adjunto en el siguiente enlace el análisis de un periodista sobre las fundadas –y no pocas– razones para considerar que hubo fraude o “pucherazo”, basado en varios factores, pero sobre todo en el procesado informático de los datos, a favor de unas candidaturas y en perjuicio de otras, con unos resultados muy peculiares. Eso sí, pese al amago de unos de protestar (porque no entendían como habían quedado tan abajo), todo el mundo se quedó calladito y aceptó lo que ya estaba escrito. No hay ningún “anti-sistema” en la arena política.

En fin, hoy en día, como sabemos, la gestión informática de las votaciones es algo habitual en todo el planeta y se supone que permite manejar los datos con rapidez y fiabilidad. Pero también es sumamente fácil manipular los resultados con los mecanismos y programas adecuados (facilitados por empresas privadas multinacionales). Me pregunto pues cuántas elecciones y referendos en todo el mundo se han manipulado desde hace décadas, con o sin tecnología de última generación. En todo caso, dado que es la propia administración la que dirige todo el proceso, no va a enmendar lo que ella misma organiza y da por bueno. Es imposible tener una auditoría “externa” porque el propio estado tiene sus aparatos de supervisión. Lo que ocurre, lamentablemente, es que el estado no nos pertenece ni nos representa. Ni la democracia sirve para nada más que para ratificar el poder de los amos del mundo sobre la población. Ya lo decía Stalin: “Lo importante no son los votos sino quien los cuenta”. Fin de la farsa.

Pero ellos siguen a lo suyo, y a veces ya ni se molestan en disimular. En una reciente entrevista al ex presidente español Zapatero, éste confesaba con una sonrisa que al encontrarse en el plató televisivo de un “debate cara a cara” con Mariano Rajoy, su rival político para obtener la presidencia, le dijo privadamente: “¿Y ahora tú y yo nos tenemos que pelear?” Quizá antes habían ensayado el teatro en alguna sala discreta de baldosas negras y blancas, no lo descarto. Yo a esto le llamaría reírse en la cara de la gente, sabiendo que no va a pasar nada de nada y que todo seguirá igual. Todo es pose, teatro, grandilocuencias, soflamas, pataletas, desplantes… para arrastrar a su público. Lo vemos un día sí y otro también.

La verdad es que no sé qué más tiene que pasar para que la gente despierte y salga del País de la Maravillas, donde la magia (negra) funciona a pleno ritmo. ¿Veremos algún día los colegios electorales vacíos, con una abstención del 95%? Se palpa a veces un ambiente de hartazgo, rabia y desafección, pero al final lo que predomina es la resignación. Y luego, volvamos a empezar el mismo juego, vayamos a votar porque si nos abstenemos ganarán los malos malísimos o nos dejarán sin pensiones, etc. Y mientras tanto, los que tiene la sartén por el mango se deben estar riendo a carcajada limpia porque su mascarada triunfa una vez más, como siempre.

En fin, a estas alturas no hace falta ser un conspiranoico profesional para constatar que nos han estado engañando como bobos. La realidad ya es demasiado teatral –o demencial– como para poder tomarla en serio. Ya no es posible seguir creyendo en los Reyes Magos. Ni en papá Noel, ni en Santa Claus. Las cabalgatas, con todo su circo, están muy bien, pero todo son actores que van tirando caramelos a la gente. Los niños miran embelesados y saludan. ¿Los adultos también? “Te dije que explicaría la verdad, no que fuera agradable”, le confesaba Morfeo a Neo.

Xavier Bartlett, 19 mayo 2019

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