Los chalecos amarillos, una señal de auxilio de color amarillo fosforescente

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En Francia todos los vehículos deben llevar un chaleco amarillo para que en caso de accidente o de avería en una autopista la persona que conduce el coche pueda ponérselo con el fin de hacerse visible y evitar ser atropellada.

Así pues, rápidamente se impuso la idea de llevar el chaleco amarillo para manifestarse contra las impopulares medidas del gobierno. El atuendo estaba al alcance de la mano y no era necesario que lo proporcionara Soros para una “revolución de colores” más o menos espontánea. Su simbolismo era apropiado: en caso de urgencia socioeconómica, visibilicen que no quieren ser atropellados.

Como todo el mundo sabe, lo que desencadenó el movimiento de protesta fue un nuevo aumento del impuesto sobre el carburante, aunque en seguida quedó claro que se trataba de mucho más que eso. El impuesto sobre el carburante era la última de una larga serie de medidas que favorecen a las personas ricas a expensas de la mayoría de la población y por eso el movimiento ha logrado una popularidad y un apoyo casi instantáneos.

Las voces del pueblo

Los chalecos amarillos llevaron a cabo sus primeras manifestaciones el sábado 17 de noviembre en los Campos Elíseos. Era una movilización totalmente diferente de las manifestaciones sindicales habituales, bien organizadas para transcurrir por el bulevar situado entre la Plaza de la República y la Plaza de la Bastilla o a la inversa, con pancartas y al final los discursos de los dirigentes. Los chalecos amarillos simplemente llegaron, sin organización, sin dirigentes que les dijeran a dónde ir o que arengaran a la multitud. Simplemente estaban ahí, con sus chalecos amarillos, enfadados y dispuestos a explicar su enfado a quien estuviera dispuesto a escucharlos.

En pocas palabras el mensaje era el siguiente: no podemos llegar a fin de mes. El coste de la vida no deja de aumentar y nuestros ingresos de bajar. Sencillamente, no podemos más. El gobierno tiene que parar, reflexionar y cambiar de rumbo.

Pero por el momento la reacción del gobierno ha sido enviar a la policía a pulverizar torrentes de gases lacrimógenos sobre la multitud, aparentemente para mantener a la gente lejos de la cercana residencia del presidente, el Palacio del Elíseo. El presidente Macron estaba en otra parte; al parecer se consideraba por encima y más allá de todo esto.

Pero quienes escuchaban podían aprender mucho sobre la situación actual de Francia, sobre todo en las ciudades pequeñas y en la zonas rurales, de donde provienen la mayoría de los manifestantes. La situación es mucho peor que lo que dejan entender las autoridades y los medios de comunicación de París.

Había mujeres jóvenes que trabajan siete días a la semana y que se desesperan por no tener dinero suficiente para alimentar y vestir a sus hijos.

La gente estaba enfadada pero dispuesta a explicar muy claramente los problemas económicos.

Colette, de 83 años, no tiene coche, pero explicó a quien quisiera oírla que el considerable aumento del precio dela gasolina también perjudicaría a quienes no conducen ya que afecta al precio de la comida y de otros productos necesarios. Había calculado que a un apersona jubilada le iba a costar 80 euros al mes.

“ Macron no hizo campaña prometiendo congelar las pensiones”, recuerda otro chaleco amarillo, aunque eso es lo que ha hecho, al tiempo que aumentaba los impuestos solidari os a los pensionistas .

Una reivindicación importante y recurrente era la concerniente a la atención sanitaria. Desde hace mucho tiempo Francia dispone el mejor programa de sanidad pública del mundo, pero este programa cada vez se mina más para satisfacer la principal necesidad del capital: el beneficio. A lo largo de los últimos años el gobierno ha llevado a cabo una campaña cada vez más importante para animar a la gente, y después obligarla, a suscribir una “mutua”, es decir, un seguro médico privado, supuestamente para cubrir las “lagunas” que no cubre la cobertura médica universal en Francia. Estas “lagunas” pueden ser del 15 % que no se cubre en el caso de enfermedades ordinarias (las graves se cubren al 100 %), o para los medicamentos que han sido retirados de la lista de los que se “cubren” o para los gastos de dentista, entre otras cosas. Las “lagunas” que hay que cubrir no dejan de aumentar, lo mismo que la cuota de afiliación a la mutua. Este programa que se vendió al público como una mejora modernizadora, en realidad no es sino una evolución gradual hacia la privatización de la atención sanitaria. Es un método artero de abrir todo el campo de la sanidad pública a la inversión del capital financiero internacional. Esta táctica no ha engañado a la gente ordinaria y ocupa un lugar destacado en la lista de quejas de los chalecos amarillos.

Otra de las quejas es la degradación de los hospitales públicos. Cada vez hay menos en las zonas rurales y hay que “esperar el tiempo necesario para morir” en las salas de urgencias. Quienes pueden permitírselo acuden a los hospitales privados, pero la mayoría no puede. Los y las enfermeras están sobrecargadas de trabajo y mal pagados . Cuando se oye lo que tienen que soportar, se le recuerda que se trata de una profesión noble.

Todo esto me ha traído a la memoria a una mujer joven que conocimos en un pícnic público en el sudeste de Francia el verano pasado. Cuida a personas mayores que viven solas en sus casas en zonas rurales y va en coche de una casa a otra para alimentarlas, lavarlas, ofrecerles un rato de compañía agradable y de comprensión. Le gusta su vocación, le gusta ayudar a las personas mayores, aunque eso apenas le permite granarse la vida. Será una de las personas que tendrá que pagar más para ir de un paciente a otro.

La gente paga de buen grado los impuesto cuando obtiene algo a cambio, pero no cuando se le quitan cosas a las que está acostumbrada. Quienes evaden impuestos son las personas superricas y las grandes empresas con sus baterías de abogados y de paraísos fiscales, o intrusos como Amazon y Google, pero las personas francesas ordinarias han sido relativamente disciplinadas a la hora de pagar impuestos a cambio de excelentes servicios públicos: una atención sanitaria óptima, un transporte público de primera calidad, un servicio postal rápido y eficaz, una enseñanza universitaria gratuita. Pero todo esto está siendo atacado por el reino del capital financiero llamado aquí “neoliberalismo”. En las zonas rurales se están suprimiendo cada vez más oficinas de correos, escuelas y hospitales, se suprimen los servicios de trenes no rentables debido a la “libre competencia” introducida por las directrices de la Unión Europea, unas medidas que obligan más que nunca a la gente a utilizar el coche, especialmente cuando los gigantes centros comerciales acaban con el pequeño comercio tradicional de las ciudades pequeñas.

Políticas energéticas incoherentes

Y el impuesto que ha anunciado el gobierno (6,6 céntimos más por litro de diésel y 2,9 céntimos más por litro de gasolina) no es sino la primera etapa de una serie de aumentos previstos a lo largo de los próximos años. Se supone que estas medidas deben llevar a la gente a conducir menos o, mejor, a desguazar sus coches viejos y comprarse flamantes vehículos eléctricos nuevos.

La “gobernanza” es cada vez más un ejercicio de ingeniería social por parte de tecnócratas que saben qué es lo mejor. En particular este ejercicio va directamente en contra de una medida gubernamental anterior de ingeniería social que utilizaba los incentivos económicos para animar a la gente a comprar coches diésel. Ahora el gobierno ha cambiado de idea. Más de la mitad de los vehículos privados funcionan todavía con diésel, aunque este porcentaje haya disminuido. Ahora se le dice a sus dueños que se compren un coche eléctrico en vez del de diésel. Pero quienes viven al límite de sus posibilidades simplemente no pueden permitirse cambiar de coche.

Además, la política energética es incoherente. En teoría, la economía “verde” incluye el cierre de muchas centrales nucleares en Francia. Sin ellas, ¿de dónde vendrá la electricidad para que funciones los coches eléctricos? Y la energía nuclear es “limpia”, sin CO2. Entonces, ¿qué está ocurriendo? La gente se lo pregunta.

Las fuentes energías alternativas más prometedoras en Francia son las fuertes mareas a lo largo de la costa septentrional. Pero el pasado mes de julio el proyecto Tidal Energies [Energías mareomotrices] en la costa normanda se abandonó repentinamente porque no era rentable (no había suficientes clientes), lo cual es sintomático de lo que no funciona en este gobierno. Los grandes proyectos industriales nuevos casi nunca son rentables al principio, por ello necesitan apoyo y subvenciones para poder seguir funcionando y con la vista puesta en el largo plazo. Bajo la presidencia de Gaulle se apoyó este tipo de proyectos, lo que elevó a Francia al rango de gran potencia industrial y aportó una prosperidad sin precedentes al conjunto de la población. Pero el gobierno Macron no invierte en el futuro ni hace nada para preservar las industrias que subsisten. B ajo su supervisión se vendió a General Electric l a empresa francesa fundamental en el sector de la energía, Alstom.

De hecho, es absolutamente hipócrita calificar al impuesto francés sobre la gasolina de “ecoimpuesto” puesto que los beneficios de un verdadero ecoimpuesto se deberían invertir en el desarrollo de energías limpias (como las centrales mareomotrices). En cambio, los beneficios se destinan a equilibrar el presupuesto, es decir, al servicio de la deuda pública. El impuesto de Macron sobre la gasolina no es sino una medida de austeridad más, junto con la reducción de los servicios públicos y la “venta de las joyas de la familia”, es decir, la venta de fuentes de ingresos potenciales, como Alstom, las instalaciones portuarias y los aeropuertos parisinos.

El gobierno no entiende lo que ocurre

Las primeras respuestas del gobierno demostraron que no escuchaba. Echó mano de su reserva de clichés para denigrar algo que no quería molestarse en comprender.

La primera reacción del presidente Macron fue culpabilizar a las personas que se manifestaban mencionando el argumento más poderos de los globalistas para imponer medidas impopulares: el calentamiento climático. Fueran cuales fueran las pequeñas reivindicaciones de la gente, nada es comparable con el futuro del planeta, indicó.

Eso no impresionó a la gente que, efectivamente, ha oído hablar del cambio climático y se preocupa por la protección del medio ambiente tanto como cualquiera pero que está obligada a responder: “Me preocupa más el fin de mes que el fin del mundo”.

Después del segundo sábado de los chalecos amarillos, el 25 de noviembre, en el que hubo más manifestantes y más gases lacrimógenos el ministro encargado del presupuesto, Gérard Darmanin, declaró que lo que se había manifestado en los Campos Elíseos era la “peste parda”, un término que [en Francia] significa el fascismo (para quienes les gusta tachar a los franceses de racistas, hay que señalar que Darmanin tiene un origen argelino de clase obrera). Esta afirmación suscitó una oleada de indignación que reveló lo enorme que es la simpatía de la opinión pública por el movimiento (según las últimas encuestas lo aprueba más de un 70 % de la población, incluso después de los actos de vandalismo descontrolados). El ministro del Interior de Macron, Christophe Castaner, tuvo que declarar que se había gestionado mal la comunicación del gobierno, lo cual es, por supuesto, la conocida excusa tecnocrática: siempre tenemos razón pero todo es cuestión de nuestra “comunicación”, no de los hechos sobre el terreno.

Puede que se me haya pasado algo, pero en las muchas entrevistas que he escuchado no he oído una sola palabra que pudiera ser calificada de “extrema derecha” y mucho menos de “fascismo”, o siquiera que indicara una preferencia particular referente a los partidos políticos. Lo único que preocupa a estas personas son cuestiones prácticas concretas. Ni el menor olorcillo a ideología, ¡algo sorprendente en París!

Algunas personas que ignoran la historia de Francia y desean exhibir su purismo de izquierda han sugerido que los chalecos amarillos son peligrosamente nacionalistas porque a veces agitan la bandera francesa y cantan La Marsellesa. Eso significa simplemente que son franceses. Históricamente la izquierda francesa es patriótica, sobre todo cuando se levanta contra los aristócratas y los ricos o durante la ocupación nazi (1). Simplemente es una manera de decir “somos el pueblo, trabajamos y tienes que escuchar nuestras quejas”. Para ser algo malo el “nacionalismo” tiene que ser agresivo respecto a otra naciones. Este movimiento no ataca a nadie, se limita estrictamente a lo interno.

La debilidad de Macron

Los chalecos amarillos han hecho comprender al mundo entero que Emmanuel Macron era un producto artificial vendido al electorado por medio de una extraordinaria campaña mediática.

Macron era el conejo que se saca mágicamente de la chistera, patrocinado por lo que hay que llamar la oligarquía francesa. Después de llamar la atención del influyente Jacques Attali, el joven Macron pasó una temporada en la Banca Rothschild donde pudo ganar rápidamente una pequeña fortuna, lo que le garantiza una fidelidad de clase respecto a sus padrinos. La saturación de los medios y la campaña de miedo contra la “fascista” Marine Le Pen (que además perdió en el gran debate) llevaron a Macron al poder. Conoció a su mujer cuando ella le enseñaba teatro y ahora puede hacer el papel de presidente.

La misión que le confiaron sus padrinos era clara. Debe continuar con más vigor las “reformas” (medidas de austeridad) emprendidas por los gobiernos anteriores, los cuales a veces habían tardado en acelerar el declive del Estado social.

Y más allá de ello, se suponía que Macron iba a “salvar Europa”. Salvar Europa es salvar la Unión Europea del atolladero en el que se encuentra.

Esa el la razón por la que está obsesionado con reducir los gastos y con el equilibrio presupuestario, porque para eso fue elegido por la oligarquía que lo patrocinó. La oligarquía financiera lo eligió ante todo para salvar la Unión Europea de una amenaza de desintegración provocada por el euro. Los tratados que instituyen la Unión Europea y, sobre todo, la moneda común, el euro, han creado un desequilibrio entre Estados miembros que es insostenible. Lo irónico del caso es que los gobiernos franceses precedentes, empezando por el de Mitterrand, son en gran parte responsables de esta situación. En un intento desesperado y técnicamente mal analizado para impedir que la recién unificada Alemania se convirtiera en la potencia dominante de Europa los franceses insistieron en vincular Alemania a Francia por medio de una moneda común. Los alemanes aceptaron el euro a regañadientes, pero solo según las condiciones alemanas. El resultado es que Alemania se ha convertido en el acreedor involuntario de unos Estados miembros igual de involuntarios, Italia, España, Portugal y por supuesto, la arruinada Grecia. El abismo financiero entre Alemania y sus vecinos del sur no deja de aumentar, lo que provoca inquina en todas partes.

Alemania no quiere compartir el poder económico con unos Estados a los que considera irresponsables. Por consiguiente, la misión de Macron es demostrar a Alemania que Francia, a pesar de su cada vez más débil economía, es “responsable” exprimiendo a la población para pagar los intereses de la deuda. La idea de Macron es que los políticos de Berlín y los banqueros de Francfort estén tan impresionados que se volverán y dirán “muy bien hecho, Emmanuel, estamos dispuestos a poner nuestra riqueza en un bote común a beneficio de los 27 Estados miembros”. Y esa es la razón por la que Macron no se detendrá ante nada para poder equilibrar el presupuesto, para hacer que los alemanes le quieran.

Por el momento la magia de Macron no funciona con los alemanes y empuja a su propio pueblo a las calles.

Pero, ¿es este su pueblo?¿Verdaderamente Macron se preocupa de sus compatriotas ordinarios que lo único que hacen es trabajar para ganarse la vida? La opinión más generalizada es que no.

Macron está perdiendo el apoyo tanto de la gente de la calle como de los oligarcas que le patrocinaron. No hace su trabajo.

El ascenso político de Macron similar a un conejo que se saca de la chistera le deja poca legitimidad una vez que se desvanece el brillo de las portadas satinadas de las revistas. Con la ayuda de sus amigos Macron inventó su propio partido, La République en Marche [La R epública en marcha]. Llenó su partido con individuos de la “sociedad civil”, a menudo empresarios medios sin experiencia política, además de unos cuantos desertores tanto del Partido Socialista como del Partido, para que ocuparan los puestos más importantes del gobierno .

La única persona reclutada de la “sociedad civil” que era bien conocida era el activista ecológico Nicolas Hulot, a quien se le confió el puesto de ministro de Medioambiente, pero que el pasado mes de agosto anunció bruscamente su dimisión por radio aludiendo a su frustración.

El apoyo más fuerte de Macron dentro de la clase política era Gérard Collomb, el alcalde socialista de Lyon, a quien se le confió el importante cargo de ministro del Interior, encargado de la policía nacional. Pero poco después de la dimisión de Hulot, Collomb anunció que él también se marchaba para volver Lyon. Macron le suplicó que se quedara, pero el 3 de octubre Collomb dimitió con una sorprendente declaración que hacia referencia a los “inmensos problemas” a los que se enfrentaba su sucesor. Afirmó que en los “barrios difíciles” del extrarradio de las ciudades principales la situación está “muy degradada: reina le ley del más fuerte, los traficantes de droga y los islamistas radicales han ocupado el lugar de la República”. Hay que “reconquistar” ese extrarradio.

Después de semejante descripción del empleo Macron tuvo problemas para reclutar un nuevo ministro del Interior. Tanteó y encontró a un amigote al que había elegido para presidir su partido, el exsocialista Christophe Castaner. Licenciado en criminología, la principal experiencia de Castaner que le cualifica para dirigir la policía nacional es la estrecha relación que tuvo en su juventud, en la década de 1970, con un mafioso marsellés, al parecer debido a su afición a jugar al póquer y beber whisky en garitos ilegales.

El sábado 17 de noviembre los manifestantes eran pacíficos, pero sufrieron fuertes ataques con gases lacrimógenos. El sábado 25 de noviembre las cosas se pusieron aún peor y el sábado 1 de diciembre se desató el infierno. Sin dirigentes ni servicio de orden (militantes encargados de defender a los manifestantes de los ataques, provocaciones e infiltraciones), era inevitable que los incontrolados entraran en escena y empezaran a destrozar cosas, a saquear tiendas y a quemar contenedores de basura, coches e incluso edificios. No solo en París, sino en toda Francia: de Marsella a Brest, de Toulouse a Estrasburgo. En la remota ciudad de Puy en Velay, conocida por su capilla colgada en la roca y su encaje tradicional, se prendió fuego a la Prefectura. Los turistas anulan sus reservas, los restaurantes elegantes se vacían y los grandes almacenes temen por sus escaparates de Navidad. Los daños económicos son enormes.

Con todo, el apoyo a los chalecos amarillos sigue siendo alto, probablemente porque la gente es capaz de diferenciar entre ciudadanos que sufren y vándalos a quienes les gusta siembra la destrucción en su propio beneficio.

El lunes hubo de pronto nuevos disturbios en los barrios conflictivos del extrarradio acerca de los que había advertido Collomb cuando se retiró a Lyon. Era un nuevo frente para la policía nacional cuyos representantes hicieron saber que todo esto les está empezando a resultar demasiado difícil de gestionar. Es probable que anunciar un estado de emergencia no resuelva nada.

Macron es una burbuja que ha estallado. La legitimidad de su autoridad está muy cuestionada. Sin embargo, en 2017 fue elegido para un mandato de cinco años y su partido cuenta con una amplia mayoría en el Parlamento, lo que hace casi imposible su destitución.

Así pues, ¿qué ocurrirá ahora? A pesar de haber sido marginados por la victoria electoral de Macron en 2017, los políticos de todo signo tratan de recuperar el movimiento, aunque discretamente porque los chalecos amarillos han dejado clara su falta de confianza en todos los políticos. No es un movimiento que trate de tomar el poder, simplemente busca solucionar sus agravios. El gobierno debería haber escuchado desde el principio, debería haber aceptado discutir y llegar a compromisos. Esto hace que las cosas sean más difíciles a medida que pasa el tiempo, aunque nada es imposible.

Durante unos doscientos o trescientos años las personas a las que se podía calificar de “izquierda” esperaban que los movimientos populares llevaran a cambios hacia mejor. Hoy muchas personas de izquierda parecen tener pánico a los movimientos populares a favor del cambio, convencidas de que el “populismo” debe llevar al “fascismo”. Esta actitud es uno de los muchos factores que indican que las izquierda tal como existe hoy no dirigirá los cambios que están por llegar. Quienes tiene miedo al cambio no estarán ahí para contribuir a que se produzca, pero el cambio es inevitable y no tiene que ser necesariamente a peor.

 

Diana Johnstone, 3 diciembre 2018
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Nota:

(1) La excepción fue el levantamiento estudiantil de Mayo del 68, que no fue una revuelta de las personas pobres sino una revuelta en tiempos de prosperidad a favor de una mayor libertad personal: “Prohibido prohibir”. La generación de Mayo del 68 ha resultado ser la generación más antifrancesa de la historia por razones que no se pueden abordar en este artículo. En cierto sentido la revuelta de los chalecos amarillos supone una vuelta del pueblo tras medio siglo de desdén de la intelligentsia liberal.

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