La institucionalización del odio – por Javier Benegas

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El odio es un sentimiento corrosivo que suele perjudicar sobre todo a quien lo siente, porque neutraliza la capacidad de raciocinio, atrapando a la persona en un resentimiento permanente que le impide superar sus fobias o pasar página.

Afortunadamente, el odio suele ser también una pulsión íntima, que se oculta tras el velo del pudor. Esto significa que una cosa es odiar y otra muy distinta que los malos sentimientos nos dominen, convirtiéndonos en seres peligrosos para los demás. Así pues, la gran mayoría de las personas convive con sus odios y sus fobias de manera silenciosa.

El “derecho a odiar”

Antes, mientras el odio no desembocara en un acto reprobable, la sociedad aceptaba el “derecho a odiar”, entre otras razones, porque los sentimientos, buenos o malos, forman parte del ámbito privado de la persona. Y, quién más, quién menos, todos albergamos malos sentimientos en algún momento de nuestra vida sin que por ello provoquemos una tragedia.

Hay individuos que odian a los perros y, sin embargo, no se dedican a patearlos. Simplemente tratan de evitarlos. Otros, por ejemplo, odian a los niños, pero en su inmensa mayoría no actúan como psicópatas. Si acaso tuercen el gesto cuando un crío pasa corriendo por su lado alborotando.

Que existan excepciones, odios que derivan en actos que deben ser castigados, no es más que la confirmación de que la inmensa mayoría de los sujetos restringe sus odios al ámbito de las emociones íntimas, sin que nadie los sufra salvo ellos mismos.

El odio colectivo

El odio sólo se convierte en un sentimiento conflictivo cuando pasa a convertirse en el motor de nuestras acciones. Aún así, la pérdida de autocontrol de un individuo no representa una amenaza generalizada. Lo verdaderamente peligroso es cuando el odio se colectiviza y no sólo domina a un sujeto sino a un grupo. Entonces deja de ser un sentimiento de impacto limitado y se transforma en una amenaza para la sociedad.

Los odios y las fobias colectivas pueden traducirse en discriminaciones, como sucedía en los Estados Unidos con el racismo, que durante mucho tiempo mantuvo vigente un sistema legal que separaba a los blancos de los negros, hasta que el movimiento por los derechos civiles revertió la situación. Pero puede ser aún peor. El odio colectivo puede convertirse en motor de la acción política y degenerar en asesinatos sistemáticos y genocidios, como sucedió en la Alemania nazi.

Legislar los sentimientos

Fue precisamente la traumática experiencia del nazismo lo que llevó a las sociedades modernas a desarrollar una hipersensibilidad hacia los sentimientos individuales. Hoy se piensa que los sentimientos no son inocuos, sino que tienden a trascender el ámbito privado y propagarse, generando tarde o temprano graves conflictos. De esta forma, los sentimientos han dejado de ser privados para convertirse en un asunto de interés público.

Borrar la línea que separaba el sentimiento íntimo del odio colectivo supuso el fin del “derecho a odiar”. Un derecho no escrito que no se basaba en la tolerancia del odio, sino en la comprensión de que es imposible prohibir los sentimientos, mucho menos legislarlos.

Hoy, por el contrario, se tiende a vincular los que sentimos con potenciales delitos colectivos, como si las fobias particulares desembocaran inevitablemente en futuros crímenes colectivos. Y el odio individual se ha convertido en un precrimen que debe ser evitado mediante leyes que controlen los sentimientos.

La imposición ideológica

Lamentablemente, cuando las leyes dejan de juzgar hechos objetivos y se aventuran a valorar si un sentimiento es potencialmente peligroso, cualquier expresión es susceptible de ser considerada delito. Que lo sea o no queda a expensas de interpretaciones volubles que pueden criminalizar o no una misma manifestación, dependiendo del rol que se le adjudique a cada una de las partes. Así, por ejemplo, una afirmación racista puede ser delito si la profiere un blanco contra un negro, pero no si es a la inversa.

Esta transformación de las leyes objetivas en otras subjetivas no es casual, ha sido promovida por grupos que usan el “control de los odios” como una forma de imposición ideológica. Así, la criminalización de los sentimientos de manera arbitraria restringe el derecho a la libertad de expresión, pero casi siempre en una única dirección.

El shock cultural

La cruzada contra los malos sentimientos también sirve para generar shocks culturales. Empobrece el lenguaje, al convertir numerosas palabras, refranes y dichos populares en usos susceptibles de ser interpretados como incitaciones al odio, aunque no haya en su utilización intención alguna de promover el odio contra nadie; figuras como el sarcasmo o la ironía se vuelven peligrosas, porque la sagrada cruzada de los buenos sentimientos no entiende de sutilezas literarias, mucho menos de entrecomillados; también impone la autocensura, porque los individuos terminan temiendo, y con razón, ser acusados de incitar al odio por el simple hecho de expresar sus discrepancias.

Pero de todos los efectos el peor es la legitimación de un odio inverso. Y es que, al final, se da la paradoja de que la cruzada contra los malos sentimientos no nos hace mejores, muy al contrario, nos convierte en individuos débiles, victimistas y extremadamente irascibles, seres incapaces de afrontar por sí solos el menor de los conflictos y para los que odiar al presunto xenófobo, homófobo o misógino se convierte en una obligación moral que debe ser compartida. De esta forma, el más destructivo de los odios, el colectivo, se institucionaliza.

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