Suecia: los nacional-populistas se presentan como favoritos a las elecciones del 9 de septiembre 2018

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El establishment liberal europeo vuelve a alarmarse. El partido Demócratas de Suecia (SD) puede convertirse en la primera fuerza política del país. La progresión de la organización, presentada como xenófoba y racista por quienes no llegan con argumentos a defender sus ideas, es espectacular. Llegaron por primera vez al Riksdag (Parlamento) en 2010, con un 5,7% de votos; en 2014 obtuvieron 42 de los 349 escaños, con un 12,9%. Para el 9 de septiembre, los sondeos le otorgan más de un 20%, por encima de los conservadores y de los socialdemócratas.

Como en tantos otros países europeos, el SD defiende la receta soberanista que se propaga por el Viejo Continente, el fin de la entrada de inmigrantes al país, la asimilación de los ya presentes o la expulsión de delincuentes extranjeros, entre sus medidas más básicas.

Los Demócratas Suecos de Jimmie Akesson (39 años) arañan votos a los conservadores, pero en mucha mayor medida a la histórica formación socialdemócrata (SAP, en su acrónimo sueco), que gobierna en la actualidad en coalición con los ecologistas y el partido de la Izquierda, procomunista.

También siguiendo la senda de otras formaciones europeas similares, el SD ha fraguado su espectacular salto en la generosa política sueca con la crisis de los refugiados desde 2015. Con 400.000 peticiones de asilo registradas desde 2012 y más de 150.000 aceptadas solo en 2015, Suecia es el país de Europa que más refugiados ha aceptado en proporción al número de habitantes.

El actual primer ministro, el socialdemócrata Stefan Lofven, y sus aliados en el Gobierno debieron reconocer que su buena voluntad provocó el colapso en un sistema de acogida desbordado por la avalancha de personas en busca de ‘El dorado’ nórdico. En un primer momento, todas las personas que se presentaban como ciudadanos sirios fueron aceptadas sin obstáculo alguno. Afganos, iraquíes y personas provenientes de otros países integraron las redes de traficantes de seres humanos que hicieron su negocio europeo en la época.

La histórica política de asilo sueca fue reformada entre las lágrimas de algún representante de la izquierda. Estocolmo decidió en 2017 que “solo” se aceptaría ya a 14.000 refugiados al año. Los permisos de residencia dejaban de ser permanentes y se reducían a tres años. La reagrupación familiar solo se aplicará a las personas que obtengan el estatuto de refugiado permanente.

Además, en otra medida simbólica espectacular, Suecia empezó a controlar la frontera con Dinamarca, y por tanto con el resto de Europa, por primer vez desde 1950.

A pesar de todo, el avance de los Demócratas Suecos no se ha detenido. En la cita con las urnas del 9 de septiembre se elige el Parlamento, pero también a las autoridades regionales y locales. Y si en el caso de las legislativas el llamado “cordón sanitario” del resto de partidos cerrará el paso al Gobierno a los nacionalpopulistas, cabe la posibilidad de que el SD pase a ejercer responsabilidades en algunas localidades suecas.

En los sondeos de opinión, el bloque de centroderecha, formado por conservadores, democristianos, liberales y centristas, está por delante de la coalición de izquierda gubernamental. Y si liberales y centristas son taxativos en negar cualquier colaboración local con el SD, conservadores y democristianos no cierran las puertas a “utilizar” los votos de los partidarios de Akesson en los comicios locales.

El SD, que ha expulsado a sus militantes más radicales y ha intentado limpiar sus orígenes pronazis, quizá no llegue al poder, pero su éxito político es innegable y es una muestra más de cómo la ciudadanía europea está reaccionando a los que defienden la preservación de las culturas y tradiciones nacionales.

“No tenemos nada contra los extranjeros si se adaptan a nuestro modo de vida”, dicen los líderes de SD, “pero los seguidores de la Sharía y los que no respetan nuestras leyes no son bienvenidos”.

Ya hace más de un cuarto de siglo, periodistas progresistas franceses advertían que dejar en manos de la extrema derecha cuestiones como la inmigración o la delincuencia era un error para la izquierda. Poco han aprendido los dirigentes progresistas europeos desde entonces. La negativa a considerar como un peligro la penetración del islam político en Europa se paga ahora con el trasvase de votos de los europeos más pobres hacia formaciones que muchos creen hacer frente solo con tildarlas de “fascistas”.

Los sindicatos suecos, de los que procede el ‘premier’ Lofven, instan a su excolega a “hablar más de economía y menos de inmigración”. Suecia cuenta con una excelente salud macroeconómica (menos del 7% de desocupación), y un crecimiento de más del 3%. Eso sí, según la OCDE, es uno de los países donde más crece la desigualdad. Y esa diferencia entre capas sociales afecta principalmente al sector rural y a los guetos, donde los hospitales y otros servicios básicos del Estado desaparecen, mientras el presupuesto de ayudas sociales a la inmigración no se discute.

Un fenómeno similar al que viven otros países europeos. También en Francia, el geógrafo y ensayista Christophe Guilluy escribió en 2015 una pequeña bomba editorial titulada ‘La Francia periférica’, donde describía ese mismo abandono de las zonas no urbanas que la globalización deja de lado.

Giully vuelve a la carga este año con ‘El crepúsculo de la Francia de arriba’, donde denuncia cómo la nueva burguesía urbana, hípsters y bobos (burgueses bohemios) disfrutan de la mundialización, mientras las clases populares ya no atraen, y por lo tanto se alejan, de sindicatos, partidos políticos y medios de comunicación.

Para los que prefieran leer en inglés, el libro ‘The Strange Death of Europe’, (Immigration, Identity, Islam), del periodista británico Douglas Murray, ofrece una visión similar de los efectos del multiculturalismo en Europa.

Suecia, Noruega, Finlandia o Dinamarca —monarquías o repúblicas— desde hace décadas se presentaban como ejemplo de constructores del Estado providencia, de moderación política, de colaboración entre sindicatos y empresa privada, y de tantos otros fenómenos sociales reflejo de progreso humano. Hoy ese pasado no ha funcionado como freno a la explosión de formaciones nacional-populistas o soberanistas, que desafían a los partidos políticos tradicionales y a los dictados de Berlín, París y Bruselas.

El mejor ejemplo de esa fractura europea lo representaban dos escenas. Por un lado Emmanuel Macron en Dinamarca, atacando al “nuevo nacionalismo” en su campaña europea para las elecciones de 2019; por otro, Viktor Orban y Mateo Salvini, juntos en Roma, sellando precisamente un eje antiMacron, según palabras del dirigente italiano.

Los Demócratas Suecos han manifestado estar por el ‘Swexit’ y seguir el ejemplo de los británicos. “La Unión Europea que se nos vendió en 1994 (fecha de su entrada en la UE) no tiene nada que ver con la de ahora”, argumentan. Macron y Angela Merkel todavía no han encontrado una vacuna contra el avance de la eurofobia, aparte del insulto.

Luis Rivas, 29 agosto 2018

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