El ‘sentimiento nacional’ como ultima base de la solidaridad

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La devaluación moral del concepto de nación.

En los últimos años, la Guerra Cultural Europea se ha desarrollado en torno a temas tan diversos como el papel de la religión, el significado y estatus de la familia, el multiculturalismo, la influencia del Islam en Europa, las actitudes hacia el sexo, la eutanasia o el aborto. Sin embargo, la cuestión clave que subyace a todas estas controversias es el conflicto sobre la concepción del Estado Nación y de la soberanía nacional.

La perspectiva transnacional que prevalece en las instituciones de la Unión Europea (UE) considera la soberanía nacional como un ideal obsoleto y potencialmente disruptivo. Las controversias sobre estos valores se manifiestan dentro de cada país de la UE pero también entre países.

La clase política de la UE justifica su retórica antinacional señalando los peligros de los movimientos racistas xenófobos: nos recuerdan constantemente el ascenso de los nazis durante la República de Weimar. Se trata de una clase política profundamente hostil a cualquier forma de sentimiento nacional o patriótico, que considera la identificación de las personas con su nación como un prejuicio lamentable. Su inclinación federalista les conduce a mostrar animadversión hacia el ideal de soberanía nacional.

De hecho, el Tribunal de Opinión Mundialista no solo condena el nacionalismo de cada país: la cultura política occidental se siente profundamente molesta por la mera idea de nación. En particular, considera que el sentimiento de pertenencia una nación, las lealtades nacionales y el patriotismo son ideas anticuadas, incluso peligrosas, que no tienen cabida en el mundo moderno.

En parte, el giro antinacional de la cultura política occidental es una reacción comprensible, aunque errónea, ante las destructivas consecuencias del nazismo alemán. La catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto se perciben frecuentemente como la consecuencia inevitable de ideologías y rivalidades nacionalistas. Desde este punto de vista, las adhesiones nacionales se interpretan como un recurso cultural peligroso porque puede ser utilizado para promover causas raciales y excluyentes. Este es el motivo por el que, en la práctica, se han difuminado las clásicas distinciones entre patriotismo, identificación con la nación o nacionalismo republicano, cívico, cultural o religioso.

La visión actual del sentimiento nacional adopta el símil de la bola de nieve rodando por una pendiente: lo que comienza como una muestra inocente de orgullo de la propia nación, acaba en odio y agresividad hacia los extranjeros. Según esta concepción simplista y teleológica, lo que en el siglo XIX surge como una inocente manifestación de identidad y lealtad nacional se convirtió inevitablemente después en una ideología política amenazadora, de que el nazismo es su manifestación más bárbara.

En Europa, los líderes de la UE son quienes promueven más sistemáticamente la fobia contra el sentimiento nacional, disparando contra la idea de soberanía nacional

En Europa, los líderes de la UE son quienes promueven más sistemáticamente la fobia contra el sentimiento nacional, disparando contra la idea de soberanía nacional y también contra las conmemoraciones que celebran la nación, pues consideran el sentimiento de identidad nacional como un tipo de xenofobia. También creen que el orgullo nacional es una forma de discriminación o prejuicio.

Suelen retratar a quienes toman en serio su sensibilidad nacional como individuos de mente estrecha, con opiniones hostiles a personas de otras culturas. Esta idea es esgrimida por Jürgen Habermas, el principal defensor intelectual del federalismo europeo. Casualmente, Habermas descarta los electorados nacionales por ser “la reserva del nacionalismo de derecha” y los condena por su prejuicios, por su mentalidad estrecha.

La promoción del ideal antinacional o transnacional se ha asociado históricamente a las ambiciones imperiales. Imperios tan diversos como el Romano, el Otomano, el Británico o el Austro-húngaro, animaron la separación de cultura y política en un intento de imponer el dominio imperial. No sorprende que la actual campaña contra la identidad nacional emprendida por el cosmopolitismo del siglo XXI guarde una estrecha afinidad con la idea de desnacionalizar la identidad en un contexto imperial. En Cosmopolitan Europe (2007) Ulrich Beck y Edgar Grande propusieron utilizar “el concepto de Imperio para describir las nuevas formas de autoridad política que están adquiriendo una forma ejemplar en Europa“.

En A new cosmopolitanism is in the air Ulrich Beck idealiza a la UE como un “imperio cosmopolita” o un imperio posimperialbasado no en la demarcación nacional y la conquista, sino en la superación de las fronteras nacionales, la voluntariedad, el consenso, la interdependencia transnacional y el valor político de la cooperación“. Para Beck, “superar las fronteras nacionales” mediante la construcción de un Imperio Cosmopolita es la evolución natural hacia el progreso desde el caótico mundo de las naciones con fronteras.

La estrecha afinidad entre los teóricos cosmopolitas y los dirigentes de la Unión Europea se basa en su común desconfianza y aversión hacia el Estado Nacional. Como explicó Beck, “el concepto del estado cosmopolita se basa en el principio de indiferencia nacional hacia el estado“. Utilizando la analogía histórica de la separación entre religión y estado, ratificada por el Tratado de Westfalia de 1648, Beck sostiene que la estabilidad mundial se vería hoy reforzada por la “separación entre Estado y Nación

El ciudadano, en el punto de mira

El proyecto de desnacionalizar la identidad de las personas tiene implicaciones fundamentales para la consideración del estatus de ciudadano. Desde el punto de vista de quienes abogan por “eliminar lentamente las fronteras“, este estatus tiene poco valor. Esa es una de las razones por las que son indiferentes a lo que les suceda a los ciudadanos si se eliminan las fronteras. En lugar de ser controlado por los ciudadanos, que poseen una relación privilegiada con él, el territorio del Estado nación se transforma en una casa abierta donde todos poseen derechos similares.

La devaluación de la nación socava inevitablemente a su vez la condición moral  del ciudadano. Los partidarios de las fronteras abiertas no solo pretenden deshacerse de las líneas divisorias, sino también de los derechos especiales de los que disfrutan los ciudadanos. Afirman que es erróneo otorgar a los ciudadanos de una nación unos derechos que son negados a los no ciudadanos.

Desde esta perspectiva, la exclusión de los no ciudadanos de la participación electoral, por ejemplo, se considera similar a la discriminación por motivos de raza, etnia o religión. Los críticos aseguran que el estatus de ciudadano es una prerrogativa arbitraria ya que “nadie ha elegido el lugar de nacimiento, y ninguna persona debe tener ventajas o desventajas por esta razón“.

La ciudadanía, básicamente una institución cívica, es heredada por todos los que nacen de ella, incluidos los hijos de familias de ex inmigrantes

Donde nacemos es, por supuesto, arbitrario, una cuestión de azar, pero no es en absoluto irrelevante. Los niños nacen de padres que no han elegido, pero este accidente biológico no devalúa el apego especial y único que tenemos hacia los miembros de nuestra familia. Nuestro lugar de nacimiento y nuestras conexiones desempeñan un papel fundamental en el sentido que adquirimos de lo que somos. Además, la ciudadanía, básicamente una institución cívica, es heredada por todos los que nacen de ella, incluidos los hijos de familias de ex inmigrantes.

Esta identificación con la nación ayuda a los ciudadanos, a los viejos y a los nuevos, a adquirir un sentido de continuidad intergeneracional, un vínculo no solo con los contemporáneos, sino también con nuestros predecesores. Esto proporciona cierta confianza hacia la sociedad democrática, la certeza de que, a pesar de las diferencias, los ciudadanos mantendrán un profundo sentido de comunidad. Y esto es un buen argumento para defender el estatus moral de la ciudadanía.

Una razón por la cual el populismo ha adquirido una connotación tan negativa en el vocabulario político de la dirección de la UE es que este movimiento expresa las preocupaciones de los ciudadanos. Por eso se suele presentar el populismo como la mayor amenaza para la sociedad. Incluso el Papa Francisco se ha unido a la cruzada antipopular. Aún no ha emitido una bula papal contra el populismo, pero advirtió que el populismo podría llevar a la elección de “salvadores” similares a Hitler.

Los críticos del populismo  afirman con frecuencia que las personas que viven en un Estado nación en particular no deberían tener derechos especiales en relación con el territorio que habitan. Los ciudadanos y los extranjeros deben disfrutar de los mismos privilegios. El historiador y teórico político Josiah Ober sostiene argumentos cosmopolitas y de justicia global contra las “restricciones estatales a la inmigración y los derechos de ciudadanía“, que considera “intrínsecamente ilegítimas“. Tales argumentos apuntan a la desnacionalización de las personas que habitan en un espacio geográfico común, desvinculando a la ciudadanía de sus derechos y deberes especiales.

En consecuencia, la posición transnacional y antipopulista no es simplemente hostil a las personas sino también al ideal de ciudadano. Deslegitima la ciudadanía nacional idealizando una humanidad global y transnacional en la que a cada individuo se le otorgan los mismos derechos y privilegios. Al proyectar los derechos humanos como fundamentales, los derechos de una ciudadanía nacional se presentan como secundarios. En consecuencia, desde una perspectiva transnacional cosmopolita, los derechos de ciudadanía no deberían tener ninguna ventaja sobre aquellos derechos a los que todos los seres humanos son acreedores.

Sin embargo, cualquier comunidad humana ilustrada necesita que sus ciudadanos asuman la responsabilidad de preservar la calidad de la vida pública. Si los ciudadanos no toman decisiones, no debaten y no asumen la responsabilidad de sus acciones, la política se separa de la experiencia de la vida de las personas.

La ciudadanía y su ejercicio son fundamentales para el funcionamiento de una sociedad democrática. Los ciudadanos poseen importantes derechos políticos y también tienen responsabilidades y obligaciones con los otros miembros de su comunidad. Aunque la posesión de la ciudadanía a través del nacimiento puede parecer arbitraria, debe entenderse como una herencia que cada ciudadano comparte con los demás. Esa herencia común que comparte los miembros de un Estado nación es lo que proporciona la base para la solidaridad.

Frank Furedi, 10 junio 2018

 

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