Los pobres de Europa dicen basta a la inmigración masiva

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Los europeos de las clases más desfavorecidas no quieren más inmigrantes en sus países. Los partidos políticos de izquierda que hasta ahora contaban con el voto humilde tienen que elegir: apuntarse a la línea dura contra la inmigración o ver partir a sus votantes hacia formaciones nacionalpopulistas.

Suecia es uno de los pocos países europeos y de la Unión Europea donde gobierna todavía un partido socialdemócrata. Suecia ha sido hasta ahora el país más generoso del Viejo Continente en política migratoria. En sus tierras han encontrado refugio miles de huidos de la dictadura pinochetista, exyugoslavos de las repúblicas balcánicas, kurdos, afganos o africanos de diversos países. Suecia fue llamada la “superpotencia humanitaria”.

Las autoridades de Estocolmo abrieron también sus puertas a decenas de miles de migrantes que buscaban en 2015 asilo en el norte de Europa. La tradición se mantuvo en ese verano crítico. Pero Suecia ha dicho basta.

El primer ministro socialdemócrata, Stefan Lofven, ha certificado lo que muchos responsables políticos y humanitarios de su país habían ya advertido. Suecia no tiene la capacidad para seguir acogiendo a miles de refugiados cada año. La llegada masiva de migrantes desde 2015 provocó también las protestas de otras organizaciones sociales y políticas que, aprovechando la ruptura del tabú de lo políticamente correcto, denunciaban el deterioro social y de convivencia que muchos de los refugiados estaban creando en ciertos barrios de las principales ciudades del país. Buena leña para el fuego que los partidos más conservadores y las nuevas formaciones nacionalistas necesitaban para calentar sus posibilidades electorales.

Los suecos acudirán a nuevos comicios generales en septiembre y los socialdemócratas han perdido el tren de los favoritos en los sondeos. La primera medida que Lofven y los suyos han tomado para contrarrestar a sus oponentes es el endurecimiento de las condiciones de admisión para emigrantes y refugiados. El jefe de Gobierno se justifica arguyendo que ningún país de Europa ha acogido como Suecia, a 350.000 personas en menos de cuatro años. La población del país es de 10 millones de ciudadanos.

La emigración, como en la mayoría de los países vecinos, está en el centro del debate político y, por lo tanto, electoral. Los “Demócratas de Suecia”, considerados populistas, pueden convertirse en otoño en el partido sorpresa, no tanto por sus posibilidades de victoria sino por su capacidad de robar votos a la izquierda.

Stafan Lofven promete ahora que Suecia aplicará una política de acogida “sostenible” y en concordancia con la talla del país. Advierte, además, que los países que reciben la ayuda de Estocolmo deberán aceptar sin condiciones a sus compatriotas que hayan sido rechazados por el servicio de inmigración sueco.

Como en otros países de Europa abiertos con la inmigración, Suecia vive también un fenómeno que las formaciones tenidas como antinmigración explotan muy bien. El aumento del radicalismo entre los musulmanes acogidos en los últimos años, y multiplicado desde hace poco tras la crisis en Oriente Medio, supone un argumento de peso para las formaciones como los “Demócratas de Suecia”.

Bombas contra sinagogas, artefactos incendiarios contra comisarias de policía, barrios controlados por milicias en defensa de la moralidad islámica…Una realidad, quizá a veces exagerada, pero una realidad que el ejercicio de lo políticamente correcto no puede ya ocultar. Países como Canadá o Gran Bretaña advierten a sus ciudadanos de los peligros que pueden esperarles en Suecia, donde un ciudadano uzbeko cometió un atentado en nombre del autodenominado Estado Islámico, en abril del año pasado, provocando cinco muertes.

El aumento de las agresiones sexuales contra mujeres es un dato objetivo y no forma parte de la propaganda xenófoba, que también existe. Las autoridades trabajan en 14 lenguas en cursos de educación sexual y en la enseñanza de los derechos de las mujeres.

Uno de los argumentos de los partidos antinmigración tiene que ver con el origen religioso y cultural de los recién llegados, a los que se reprocha no querer integrarse en las normas sociales del país de acogida.

En la vecina Dinamarca, la corrección política ya no marca límites ni, incluso, para la ministra responsable de Inmigración e Integración. Inger Stoejber, miembro de la coalición gobernante formada por conservadores y liberales, no tiene reparos en afirmar que “el Ramadán (mes de ayuno musulmán) es incompatible con el mercado de trabajo moderno”. Stojber asegura que los trabajadores que respetan el Ramadán hacen perder horas de trabajo a sus empleadores.

Las declaraciones de la ministra no representan la opinión oficial del Gobierno de coalición de Lars Lokke Rasmussen, pero son respetadas por sus colegas pues, dicen, ella se ha atrevido a abrir el debate sobre el islam político y el respeto de los valores del país de acogida.

La ministra es también en parte inspiradora del endurecimiento de las normas para que un extranjero pueda obtener la nacionalidad danesa. Aprender la lengua es un requerimiento básico; aprobar una dura prueba de educación para la ciudadanía es otra. Un refugiado sin trabajo durante un largo período de tiempo tendrá difícil acceder al pasaporte danés. Los recién llegados deberán pasar dos años sin recibir ayudas sociales. El respeto de los valores y el juramento sobre la Constitución danesa son indispensables.

Los daneses irán a las urnas también en tan solo un año. Las exigencias hacia las peticiones de asilo y la inmigración económica continuarán siendo como en la mayoría de Europa, con excepciones como España y Portugal, uno de los argumentos principales de la campaña electoral.

Los países europeos que se han librado de ser gobernados en coalición con partidos nacionalpopulistas o antinmigración se han visto también obligados, como en el caso de Suecia, a adoptar medidas restrictivas para la acogida de refugiados. Holanda resistió al empuje del político antislam Geert Wilders en las últimas elecciones. En Alemania, Angela Merkel se vio forzada a frenar su generosidad con los refugiados. Y aún así, el Partido Alternativa para Alemania (AfD) le robó tantos votos que su partido, el Cristianodemócrata, obtuvo los peores resultados de la historia.
Austria, donde el flujo de refugiados del verano de 2015 también ha tenido en buena parte consecuencias electorales, los conservadores gobiernan en coalición con los populistas de derecha que otros califican de extrema derecha. En Francia, autoerigida como la tierra de la acogida y de los derechos humanos, el Gobierno del Presidente Emmanuel Macron ha aprobado una restrictiva ley de acogida de migrantes económicos y de refugiados políticos.

En esta ola europea de retorno a los controles de fronteras y de la preservación de las identidades locales, hay que incluir, por supuesto, al grupo de Visegrado (Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia) que no aceptan las cuotas de reparto de refugiados decididas por Bruselas.

Y si en el caso de Praga y Bratislava las posiciones pueden variar, no será el caso de Budapest y Varsovia, que se niegan en rotundo a aceptar imposiciones en ese asunto de la Unión Europea.
Consideraciones culturales, religiosas o identitarias aparte, los gobiernos europeos de los países más ricos experimentan un rechazo a la solidaridad con el extranjero por parte de sus clases más desfavorecidas y de una clase media temerosa de pauperización y de perder su protección social.El economista británico de la Universidad de Oxford, Paul Collier, lo describía así en su libro “Exodus”, publicado en 2015: si la migración hacia Occidente de personas de países pobres es beneficiosa para los inmigrantes y para el conjunto de las sociedades de acogida, el fenómeno puede afectar negativamente a las clases sociales desfavorecidas de esas mismas sociedades, especialmente a las posibilidades de los hijos de los ciudadanos de esos países para vivir una vida mejor. Las reticencias de la izquierda a admitirlo y a aceptar que las olas migratorias puedan tener un efecto negativo son la causa de la reacción de hostilidad hacia el establishment (y hacia los grandes medios de comunicación) que estremece la vida política de muchas democracias”.
En el caso de los países de Europa Central, al temor de la “desaparición étnica” se añade, según otros especialistas, la inseguridad económica que una masa incontrolada de refugiados produce en sociedades para las cuales la adhesión a la Unión Europea iba, en teoría, a generar riqueza y una mejora de sus condiciones de vida.
Las élites liberales globalizadas y globalizadoras vivieron y vendieron hasta la crisis de 2008 un mundo abierto donde las fronteras eran ya innecesarias y donde el intercambio cultural iba a ser fuente de riqueza. La realidad en 2018 en Europa es algo diferente. Los obreros, las clases más bajas y las clases medias empobrecidas por la crisis no ocultan su rechazo a las subvenciones que con sus impuestos van a parar a la asistencia de refugiados y asilados.
Además, no soportan la penetración en sus barrios de las imposiciones del islam. Los políticos que se atrevían a expresarse en estos términos hace una década eran tachados por la prensa “bienpensante” de ultraderechistas o xenófobos. Ahora, también, pero esos partidos ya no representan una minoría. Tienden a ser mayoritarios en la Europa institucional que da lecciones al resto del mundo.
La Unión Europea dedicará una “cumbre” monográfica sobre la inmigración el 28 y el 29 de junio. La sanción económica a los países refractarios a la acogida de refugiados se blande como único argumento. Pero la instalación en Italia de un nuevo gobierno que ha prometido expulsar a más de medio millón de refugiados va a obligar a los líderes europeos a buscar soluciones más allá del castigo económico a los disidentes.

Luis Rivas, 26 mayo 2018

Fuente

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